Día de poda y tala con Sergei. Han ido muriéndose algunos árboles del jardín, hace poco apareció uno de ellos derribado por el viento y comenzamos a pensar que era peligroso mantener en pie algo tan inerte y de raíces desmayadas que pueda ceder sobre los niños al no resistir un mínimo empellón de las ventiscas recias que a veces cruzan traicioneras por nuestra loma pelada. Resulta poético, lo frágil puede ser demoledor con el preciso empuje del viento, con una sutil caricia bien dada. Así también la memoria, que no deja de lacerarnos mientras escarba entre los muertos propios, pura niebla, y los errores pretéritos, deshilachados, en tonos sepia y desvaídos.
Un par de pinos, una morera y un pitosporo del Japón o azahar de la China: extintos y en pie, como tantos hombres. Motosierra, astillas, aserrín y leña abundante para el invierno. Mientras trabajamos, Sergei me cuenta que Járkov se ha convertido en una ciudad fantasma, su familia está bien pero apenas salen a la calle, lo justo y necesario, y solo las mujeres, como en todas las guerras, tienen miedo de que si algún adolescente sale a dar una vuelta sea capturado y obligado a alistarse en el ejercito. Y eso sucede en ambos bandos, de ahí el gran éxodo de rusos y ucranianos por toda Europa. Parece que Putin, tras perder entre 130000 y 200000 soldados, ha incorporado en sus filas a mercenarios chinos, chechenos, mongoles buriatos y se rumorea que en breve, también, cuerpos de élite norcoreanos. Mientras caen a capazos los ciudadanos de a pie, civiles buscando alimento y soldados a la fuerza, Vladimiro y Kim Jong-Un engordan plácidamente y sin remordimiento alguno en sus confortables refugios secretos. Vamos, lo normal de las guerras. Si es que en ellas hay algo normal.
No debe de ser ya muy diferente lo que sucede con Zelenski y sus aliados. Cuanto más se alargan las contiendas, más inocentes asesinados, más pillaje y más listos sin escrúpulos haciendo fortuna, como sucedió también en las guerras carlistas, la guerra Civil Española o en la Francia de Vichy durante la Segunda Guerra Mundial, festín de malnacidos, no hubo otra París tan modianesca. Los mismos de siempre a bolsillos llenos, entre lujos regios y en lugar seguro, a cubierto, sanos y salvos. Como escribió Ramón Eder, maestro del aforismo, un político es un ciudadano menos. Dicen que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos, así lo creo yo también, pero qué mal nos está saliendo esta manzana, toda podrida y tan llena de gusanos que, a veces, disculpen la osadía, no sé cómo adjetivarla con acierto pero no parece una democracia verdadera o no aquella, tan utópica ahora, que un día soñábamos con sus buenas dosis de libertad, igualdad, fraternidad y demás palabros que han quedado arrumbados y demodés bajo la bota acharolada y chúpamelapunta de la banca, las empresas transnacionales que cotizan en bolsa y sus lacayos principescos de la Eurocámara.
Tras apilar la leña, se avecina tormenta y decidimos comer dentro de casa. Chuletón de Angus con 45 días de maduración acompañado con Aalto, un Ribera del Duero fabuloso. De postre una tarta de manzana que ha hecho Elena, pura delicia. Desde la terraza veo los huecos que han dejado los árboles talados y siento que esta casa está llegando para nosotros a su fin, ha cumplido ya su ciclo, empieza a mostrarse ausente, va borrándose y borrándonos, como le pasa a mi madre con el Alzheimer y al padre de Elena tras morir tan rápido, sin morir del todo y matándonos, y siguen ahí, seguirán ahí, seguiremos aunque estemos en otro tiempo y otro espacio, difuminados, nebulosos, sagrados, fantasmagorías. Hay un huayno clásico boliviano de Los Errantes que canta “la rama tiembla como quien dice ¡Ay! tú no sabes lo que es amar”, y no, no sabemos amar, somos torpes, queremos retenerlo todo cuando hay que dejarlo partir, que vaya a su aire, que sea el aire mismo que respiramos y nos da el aliento. Lo que dejamos libre, cuando abrimos las manos, nunca se marcha, se queda de algún modo con nosotros aunque no esté, próximo permanece.
La chelista alemana Anja Lechner me desgarra el corazón mientras arrastro unas ramas hacia el leñero, barro la pinocha seca y acude Mikis Theodorakis con los primeros acordes de La danza de Zorba, el griego, para repararlo todo con su luz mediterránea. Ese ir y venir es la vida, esa danza, ese ganar y perder, las uvas dulces, las naranja amargas, los huecos tan llenos que dejan las ausencias, rebosantes, la memoria haciendo su trabajo, sus inventos, sus ideaciones parásitas, sus prospecciones, la nube en fuga, los cerros incendiados, los horizontes perdidos y los encontrados, lo que no es suficiente, lo que nos falta, lo que nos llena aunque nos mate, los que nos hace inmortales por un instante y nos vacía, cada aleteo sobre el abismo, este amor sin condiciones, este hermoso daño y la sutura.