viernes, 24 de mayo de 2024

Osadías.


Tampoco quiero ni puedo desdeñar lo malo o dejar atrás para siempre en el olvido las rencillas familiares, la disolución de un árbol genealógico, los fardos pesados del odio y el desprecio. Por las viejas heridas mana sangre fresca que no se acaba, el dolor siempre es novedoso y creativo, metamórfico. Estamos vivos también porque algo que falta nos roe y nos mata por dentro. Mientras peroramos sobre lo humano y lo divino, elegimos un bar donde humedecer el gaznate. Entre los cacaos y las olivas, en el pequeño plato donde ponemos cáscaras y huesos, con su tremenda carga simbólica, ahí veo también, junto a las cervezas, cuando decae la conversación durante el almuerzo o pasa un ángel y guardamos silencio, ahí veo, decía, un hueco de sombra reclamándonos, el pálpito de una ausencia futura que ya vibra a media mañana de un día laborable en la terraza de una taberna cualquiera del remoto mundo rural. Es en lo más cotidiano donde mejor podemos leernos. Hay una gran proeza en soportar los días sin épica. Déjalo escrito en una servilleta y trata de que no se la lleve el viento. Dos ancianos se eutanasian lentamente en la mesa de al lado a base de vino peleón y caliqueños de estraperlo. Cae una hoja de algarrobo con la brisa, grácil, describiendo envidiables arabescos. Y seguimos hablando de hipotecas imposibles y de cínicos con inmunidad parlamentaria.

Esta semana he visto boxear a gitanos irlandeses hasta romperse las manos, bailar lezginka a hombres aguerridos con una daga al cinto, ucranianas devorando nísperos en mi jardín mientras Sergei me cuenta cómo van los constantes ataques rusos sobre su amada Járkov. Cuando todo termine quiero pasear contigo por tu ciudad, le digo, y si es posible por el barrio de la Moldavanka, siguiendo los pasos de Benya Krik, y por el inmenso puerto de Odesa para ver las aguas opacas del mar Negro. Pregunto a mi amigo Claudio Ferrufino sobre qué hacer con un tarro de pasta de locotos y me recomienda preparar llajwa cochabambina, salsa picante de tomates, locotos, perejil, sal, un poco de agua y cebolla picada. Ideal para comer con pan francés, nachos, huevos o patatas hervidas. Suena el nessun dorma, Pavarotti analgesia y teletransporta con su portento de voz irrepetible. Ayer mismo pude oler el perfume de las rosas en un lienzo de Ramón Gaya, sentir un frío de muerte por unos ojos que trazara Julio Romero de Torres.

Osadías y descalabros, así se llama el último libro de Miguel Sánchez-Ostiz, el de después del ictus, el que más esperábamos, grave y hondo poemario en prosa rebosante de palabras verdaderas que el maestro arranca de las avaras manos sarmentosas de la enfermedad, sus secuelas y la vejez averiada. Dice el poeta que te has derrotado y lo sabes, y sin embargo insistes, osado y sin futuro alguno, en poner una palabra detrás de otra, persiguiendo fantasmas y oscuridades y unos versos que se sostengan y te sostengan, pero que huyen sin remedio. Qué añadir, solo cabe disfrutar de su regreso y concederle la razón. Sensato y cabal pero que no falte el soliloqueo, dándole al desbarre, libre, despojado, de vuelta ya de todo, a su aire, a lo de siempre, a lo esencial, aireratu, por pura necesidad vital de lo que verdaderamente importa. Imprescindible. Sus lectores estamos de celebración sincera.

Solemos querer que la vida venga hacia nosotros como lo hace un labrador retriever cada vez que regresamos a casa, nada más lejos de la realidad. Llega un día en que nos rompemos, falla la ilusión y las fuerzas, se mustian los sueños, la curiosidad y las potencias, muere el perro y hasta la rabia, advertimos que no todos los árboles que hemos plantado han crecido, ni todos los niños que tuvimos nos quieren, ni todos los libros que dejamos escritos valen la pena, y con eso que nos queda entre los huesos y las cáscaras, en el centro del plato desportillado, entre el hueco en sombra y el pálpito de todas las ausencias, debemos seguir viviendo, descalabrados, escribiendo con osadía, y como diría Sánchez-Ostiz en su Diablada, hoy más que nunca, como si fuera por primera vez: escribir, esa forma de respirar.

jueves, 9 de mayo de 2024

Cosas de mayo.

 


Seguimos escarbando en lo que nos dejaron los muertos. Vamos abriendo cajas que almacenábamos en el garaje, desechando trastos, descartando chismes, apartando cachivaches. Telarañas y humedades por las frágiles cajas de la memoria, algo tenía en la punta de la lengua y se ha perdido para siempre. Hay cosas que pueden tener utilidad todavía y se las damos a Tania para que se las lleve a una familia de ucranianos que conoce en Cheste. En un hueco que ha quedado despejado bajo las estanterías he puesto un botellero de plástico para almacenar algunas botellas de vino. Por si se da alguna emergencia, por si se acaba el mundo de una vez por todas. Côtes du Rhône, Ribera del Duero, tal vez algún día un merlot boliviano o algún cavernet sauvignon de la chilena Isla de Maipo. Vino con pies de púrpura o sangre de topacio, que escribió Pablo Neruda en su acertada oda báquica.

La primavera de Gustav Mahler suena por los pasillos mientras Tania va plantando caléndulas en las jardineras que hay junto a la entrada de la casa, sabe con total seguridad que la perra las arrancará pero no se resigna y vuelve a plantarlas una y otra vez, en bucle, a pesar de todo, y esa es la más exacta definición que conozco de la esperanza. Alexander Borodín esparciendo melodías por las estepas de Asia Central, poned a hervir agua en el samovar, seleccionemos cuidadosamente las hojas de té. Veo en internet algunos combates del equipo kazajo de lucha olímpica y se me olvida por un rato la corrupción política y sus metástasis, las noticias, lo feo, mi torpeza y todo lo que he roto tantas veces, sin remedio. La muerte de Paul Auster por todas partes, también en mi terraza desde donde veo arder en la mística esa buganvilla que domina el tejado de uralita que hay sobre el leñero. El cielo es más azul sobre las montañas negras, afinar la mirada es otra forma de inventar la soledad. He conocido a una anciana que esta semana se dejó morir de pena, poco a poco, tras fallecer su esposo hace un par de meses, como se dejan morir los gatos, nada se puede hacer, por amor, no comen ni beben, les falta su mitad más importante, ¿cómo podrían? Consumidos en el duelo se apagan, tan cansados, su hijo asumía resignado el desenlace irremediable y yo he sido testigo de algo oscuro y luminoso, un final como un brote, un gesto muy humano, algo que siempre nos deja sin palabras.


Aterrizan en casa los Aviones de fuego de Emilio Losada y un magnífico aceite verde esmeralda de Jaén que me ha enviado Víctor Colden. En la tele Sexo en Nueva York, muy cerca merodea Henry Miller y su Trópico de Cáncer. Un amigo cubano me habla de su éxodo, del escapar de la miseria, de su paso por Venezuela y Angola hasta llegar a España, mientras nos bajamos una botella de ron Santiago de Cuba cocinando juntos una paella valenciana. En La Habana supo lo que era abrir la nevera y verla vacía, trabajar de médico y tener que buscar otros trabajos adicionales para sacar algo de dinero extra y poder sobrevivir, ahora solo quiere reformar poco a poco la casa que ha comprado y un futuro digno para su familia, no quiere oír nada sobre populismos o salvapatrias, los ve venir desde lejos, huelen a ventaja y voracidad, arengas y banderitas. Los gerifaltes allí también viven como príncipes, como senadores romanos en nombre de la revolución o como lo hacen aquí por la sacrosanta democracia posdemocrática, al final es lo mismo, los de siempre pagarán el banquete y los platos rotos, como en todas partes, y los miembros del partido apoltronados, mediocres sin escrúpulos adosados como lapas al poder, sátrapas intocables dando plácidos paseos por el malecón, a tripa llena, o por el IBEX 35, hediendo a riqueza innoble, sucia, inmerecida.


Claudia juega ajena a mis cuitas, sonríe y crea un mundo distinto con herramientas y verduras de plástico, bebe de vasos vacíos y sacia su sed, a veces acuna a un muñeco de trapo, no sabe hablar y ya canta nanas que calman la fiebre. Nada entiende de relojes ni de muertes, vive como los pájaros en la sencillez, tiene lo importante, la alegría y toda la eternidad en sus manos, cuánto deberíamos olvidar para saber todo lo que saben los dioses felices y una niña pequeña con poco más de un año de vida.


Imagen: buganvilla sobre leñero.

Noli timere.

  Volver a la normalidad o a algo que sea lo más parecido posible. Cada uno encuentra su ruta de retorno. No es mala opción lo epicúreo, reg...