El otoño tiene sus manías, vuelve como un viejo lunático imponiendo sus tics antiguos, esas cosas tan suyas que siempre nos pillan por sorpresa. Como mandato divino o capricho de su vetusta aristocracia, cada año regresan los paseos por los caminos polvorientos que van entre naranjales y viñedos no muy lejos de casa. No nos cruzamos con nadie y podemos estar en todo. Los racimos que no se vendimiaron han sido secados, deshidratados por el sol, dejando uvas pasas para los pájaros. Las hojas de las parras van adquiriendo tonos de hierro herrumbroso o de humilde sayal franciscano. Salir a caminar por los alrededores se convierte en la forma más certera de introspección, hay huecos en los troncos retorcidos de olivos y algarrobos centenarios que calientan el corazón igual que un beso, una copa de vino o el fuego hipnótico de alguna chimenea. Tomé de una rama rota un fruto rojo y era un recuerdo, quise forzar la memoria buscando algo de valor y fabulé como un bellaco por mí y por todos mis compañeros, por necesidad, por simpatía, pero por mí primero.
Y Chopin que tocaba el piano de cola en mi cocina, otro de los vicios del otoño, ya de regreso a casa tras la andada matutina, y allí que lo encontramos con su elegante melancolía, y surge el recuerdo de un arròs brut en aquella Valldemossa fría cubierta por la niebla, hace muchos años, después de un temblor frente a los panes y los peces que pintó Miquel Barceló en la Catedral de Mallorca, hace varias vidas ya, de cuando yo no era todavía yo, ni me parecía a mí en lo más mínimo. Tuve que irme a vivir a un mundo de ficción para poder soportar tanta realidad dilapidada, tanta locura.
El otoño también desempolva botillerías, alacenas, despensas, conservas, golosinas varias y muebles bar, pacharanes, vinos tintos, haces de leña, brasas, asados lentos, platos de cuchara, pucheros, sobremesas de órdago, conversaciones infinitas a media tarde, el otoño tiene la llave de estancias olvidadas y de puertas que sufrieron tres largas estaciones de clausura. De alguna manera el otoño nos aleja del presente común y nos aproxima a un presente íntimo, personal e intransferible, nos sitúa entre recuerdos e invenciones, también con nuestra gente, en la mejor compañía. Una bruma de música, trazos y letras nos rodea en otoño, Los ensayos de Montaigne, los diarios de Andrés Trapiello, siempre entre manos algo de Miguel Sánchez-Ostiz y de Claudio Ferrufino, las vísperas de Rachmaninov, Bach, Händel, Fenton Robinson, BB King, Charles Mingus, Chet Baker, Fito y Fitipaldis, Rafael Berrio, Goya, Velázquez, Van der Weyden, Rothko, El paraguas que Marie Bashkirtseff pintara un año antes de su muerte por tuberculosis en la París de 1884, artista que dejó escrito en su diario, conocedora de un final próximo, que todo se presenta para mí bajo aspectos interesantes o sublimes: yo querría verlo todo, tenerlo todo, abrazarlo todo, confundirme con todo.
Esa sed quiero yo para este otoño. Y para el invierno que se avecina. Hoy he aprendido que hay un remanso de paz en el otoño en donde el tiempo camina lento y uno vive y muere con júbilo y plenitud cuando reúne por fin entre sus manos lo que fue y lo que nunca pudo ser, confundiéndose, reinterpretándonos, como nos rehacen esos cielos apocalípticos de nubes arreboladas que solo existen en otoño, cuando el día arrasa con todo, no hemos tenido casi tiempo para lo importante y la noche es inminente, cielos únicos que dejan caer su tapiz sobre nosotros, otra oportunidad para poder decir que a pesar de los pesares valió la pena, por ese cendal de belleza irrepetible sobre todas las cosas buenas y sobre las malas, cielos de otoño para asesinarnos y dejarnos resucitar, asesinarnos y dejarnos resucitar, asesinarnos y dejarnos resucitar.
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