Tiroteo a diez minutos de casa, domingo, mediodía, tras las fiestas de la Vendimia que se celebran cada año en honor a san Lucas Evangelista, el patrón. Súbita la pólvora, sangre, un muerto y varias versiones de los hechos. No aparece el arma homicida por ningún lado, han buscado a conciencia cerca de la estación de trenes, por los naranjales, comentan que es un asunto de drogas o un ajuste de cuentas mafioso, el presunto asesino afirma que fue en defensa propia, que el cadáver era un sicario colombiano. Parece ser que tres balas entraron por la espalda del tiroteado, mientras trataba de huir, en un rellano del edificio donde vivía el tipo de gatillo fácil que, según dice, iba puesto hasta los topes de ketamina. Historias truculentas, como la peste, bisbiseos, filtrándose por los visillos. De vieja en vieja. La Guardia Civil encuentra balanzas de precisión y narcóticos varios. Alguien piensa en Los Tigres del Norte y en sus célebres narcocorridos mientras se empolva ansioso la nariz golosa. Comienzan a rodar el chisme y la conjetura, pareja habitual de baile y farra, padre putativo y madre amantísima de familia conocida y numerosa. Desfilan sus vástagos, su lepra: el escarnio, la infamia, la hoz, el bieldo y la antorcha, la siete muelles, la escopeta de caza, el juicio popular en descampado fosco, apriorístico, justiciero, y el ajuste de unas cuentas más viejas que el hilo negro o la escarapela.
Todo muy ibérico, veterotestamentario y brutal. A poco que rasques sale el animal que llevamos dentro, la dentellada. Lo del ya lejano crimen de Puerto Hurraco se presiente bien vivo por el aire agrio y denso de cada calle polvorienta, presente, actual, en esta tierra de venganzas y deudas pendientes, de mujeres o lindes disputadas, de obsesiones, encontronazos, afrentas, duelos de honor, maldiciones, de guerras civiles que no acaban. Recuerdo El Caso, aquel periódico de sucesos escabrosos que a veces aparecía sobre las melifluas revistas del corazón en un velador estilo Luis XVI que había en casa de mis abuelos. El crimen de Cuenca, el de los marqueses de Urquijo, Juan Díaz de Garayo más conocido como El Sacamantecas, el crimen de la calle Fuencarral o el crimen del Expreso de Andalucía, El Arropiero, El Mataviejas. Más que rojigualda, España negra. Mañana o pasado mañana, a lo sumo en dos semanas, sucederán otras noticias, otros eventos que captarán nuestra atención y, en apariencia, dejaremos de lado, con facilidad, este asunto cruento pero nunca, jamás, realmente no, no olvidaremos ni habrá perdón posible.
La historia continuará velada en los gestos, las miradas y los silencios esperando paciente su momento, la trampilla o el resorte para saltarnos encima. Será como si nada pero todo queda apuntado en turbios libros de contabilidad por si un día alguien tiene que pagar cara la osadía y el despropósito o simplemente llega la tarde en la que no hay ningún tema interesante de conversación. Suculento material de habladurías, la hiel que pone en marcha el motor de los que solo intuyen raquíticos límites infranqueables marcando su mísero y cerrado microcosmos insustancial. El mundo gira cada vez más enfebrecido en el tormento y no parece, ni por asomo, que vaya a aminorar su marcha hacia el abismo si ya hemos pasado varias veces por los nueve círculos del infierno de Dante y por ahí desfilamos estelares, como peces en el agua o verdugos por el cadalso. El Bosco pinta sus delirios mientras va sonando en su cabeza La cabalgata de las valquirias. Hay quien ruega por una segunda oportunidad durante años y años, en el fondo de una celda fría, clamando por un milagro, quisieran volver al lugar exacto del crimen, de la caída y la perdición, estar en la encrucijada, regresar al tiempo preciso del cuchillo rasgando la carótida o la femoral, con saña, repetidas veces, a ese instante del dedo en el gatillo y el fogonazo certero, suplican con todas sus fuerzas volver a empezar, por hacerlo mejor, para no dejar supervivientes.
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