Junto a un campo repleto de almendros en flor, en el arcén de la carretera comarcal que va a Cheste, un zorrezno atropellado, inerte sobre el brillo de su sangre al primer sol de la mañana. Me da por pensar en cómo la vida pone siempre cerca de la belleza el azote inmisericorde de lo terrible, pegado al horror más sofocante dispone el vaso de agua fresca y cristalina. Después de cada sesión de quimioterapia que mi suegro recibía, ibamos siempre a un restaurante italiano. Los carbohidratos relativizan el mal del mundo, y la grappa ni te cuento. Leo en Vaciad la tierra, una biografía poética sobre Osip Mandelstam durante su martirio soviético, escrita por Agustín Pérez Leal, que donde la muerte muestra sus vergüenzas está el verso que brota, que se descara y echa a caminar.
La imagen inmediata es oscura, delirante, dura como una reclusión forzada, poética como el aire que entra por las rendijas, claustrofóbica, raramente bella. Es un recuerdo parásito de Rebeldía y sumisión, que acude sin venir a cuento, obra de teatro dirigida por Sigfrid Monleón y con texto del poeta Alejandro Simón Partal. Trata sobre el cautiverio de Dietrich Bonhoeffer, párroco luterano, teólogo que formó parte de la resistencia contra el nazismo y que fue encarcelado y acusado de conspirar para matar a Hitler por lo que terminó ahorcado en 1945. En los albores de la pandemia, mientras estábamos obligados a permanecer encerrados en casa y yo disfrutaba de una excedencia laboral cuando Marcos era un bebé, fue subida a YouTube de manera gratuita para el disfrute general de la platea y el mío en particular. Es paradójico cómo me sentí un poco más libre a través de una historia tan asfixiante y olvidé por un rato la jaula impuesta. Las virtudes del arte son incontables, salvíficas. Como aquellos almendros en flor tan cerca de la tragedia, el arte siempre nos da una tregua. Comento este casual redescubrimiento con Claudio Ferrufino y le envío el enlace para que pueda verla, creo que el tema es de su interés y estoy seguro de que disfrutará de la obra. Hace poco hablábamos también sobre la novela que narra el paso de Osip Mandelstam por la prisión de Butyrka y su posterior viaje en tren hacia Siberia, muriendo de camino, en Vladivostok. Atracción común por esas tinieblas densas desde las que sale la luz más pura que un ser humano pueda dar.
Regresan los mosquitos y el sudor, de la mano de una primavera que cada vez se anticipa más, viene la plaga. También llega la noticia de que tras más de veinte años dando vueltas como enfermero por la sanidad valenciana, gracias a una orden que viene desde Europa para disminuir la temporalidad, parece que antes de que termine el año por fin conseguiré una plaza de funcionario en propiedad. Trabajo asegurado para toda la vida, con los tiempos inestables que pululan no es poca la tranquilidad. Tengo la gran suerte de poder escribir de lo que quiera y como quiera, me gano los garbanzos con algo muy alejado de la literatura. Libertad de cátedra artística dirigida a tres o cuatro gatos lectores, como mucho. No es necesario más. Hacemos cábalas en los ratos muertos de la clínica, por los pasillos, en las consultas, a la hora del almuerzo. Cuando nos toque elegir destino solo quedarán plazas en los grandes hospitales y en la Valencia más rural. Yo me decanto por la segunda opción. Con cuatro hijos, cuatro gatos y una perra prefiero trabajar en el Centro de Salud de Mordor o al otro lado del muro, al norte de Poniente, antes que hacer de nuevo turnos rodados y noches en largas salas de luces tenues con olor a café, ambiente de quejidos, aerosoles mucolíticos y antisépticos variados. Además, cada vez tengo más querencia por el campo y las aldeas, por lo despoblado y lo que se ha quedado fuera de esta época. Celebramos el puesto vitalicio con la botella 146 de 555 de Aldeasoña, un Ribera del Duero espléndido. Mientras llegan los platos principales, Toni, jefe de sala del restaurante Huerto Martínez, se sienta a conversar con nosotros sobre lo humano y lo divino, siempre presente su amado Camarón de la Isla, mis libros de aforismos, las cocochas de merluza y la receta de sus deliciosas alcachofas a la mostaza, confitadas, confiesa, y nosotros que creíamos que eran hervidas. Con los cafés regresa a nuestra mesa y brindamos con Cragganmore. Sabe que vayamos donde vayamos, volveremos de vez en cuando a comer a su casa, que es la nuestra.
Ya de noche, en la cama, pienso en Las dos Fridas, misteriosa e inquietante obra que Frida Kahlo pintara en 1931, la indígena y la de raíces europeas, ambas mujeres y sus herencias, unidas por un sistema cardiovascular que se hace común para dos corazones definitivamente inseparables. Me gusta y me sostiene esa mezcla, esa fractura que se une, la comunión de lo diferente, de lo escindido, y el arte que nace de todo esto, esa pareja de enamorados que Marc Chagall pintó sobrevolando la ciudad, el surrealismo de Leonora Carrington, Hurt de Johnny Cash y sus ganas de empezar de nuevo, Nick Cave cantando: I don't believe in an interventionist God, entrando de lleno en un debate teológico con mucha miga. Creo que Job estaría de su parte. Me duermo entre Hans Küng y Karl Rahner, Leonard Cohen, Julieta Venegas y Metallica, me acunan los poemas de Vicente Gallego y de Mark Strand, los aforismos de Ramón Eder, de mi amigo Michel F. y de Miguel Ángel Alonso Treceño. La oscuridad no es absoluta. Bajo los párpados tengo un pequeño zorro muerto, jamás vi un pelaje tan bello como el suyo ensangrentado, su cara transmitía paz, me duele, abre los ojos, levanta la cabeza rota, me mira fijamente, y alrededor, todos los árboles pierden sus pétalos, retroceden, nos dejan solos, mejor esperar a que llegue pronto una nueva mañana. No hay consuelo.