Hablemos de la infancia. Cada mayo, Sergei subía con su padre a las montañas cercanas a Járkov para recolectar tomillo, fresas silvestres y flores de tilo. Después las cortaban, las ponían a secar y en invierno preparaban infusiones para rehidratarse en la sauna. El padre murió hace años, el escenario puede que esté devastado, solo queda la insurgencia del recuerdo. Esa rara dignidad. Todo aquello tal vez sea hoy un mundo abolido que trata de aferrarse a la memoria de Sergei. Ningún mundo quiere morir, ni los pavorosos ni los felices. La Ucrania de mi amigo se colapsa, su espejo niño va perdiendo el azogue. Se impone el presente. Fosas comunes, explosiones, metralla, ruina, ejércitos, hambre, violaciones, puerca y asquerosa geopolítica, debacle de un tiempo pasado que no volverá a existir, chiquillos desdibujándose, qué lejos la belleza de unos ojos inocentes mirando sin culpa.
Sergei va lijando tablones de pino mientras yo me pongo a cocinar la fideuá. A ratos conversamos, cerveza va, cerveza viene, sobre jenízaros y jázaros, las invasiones mongolas del siglo XIV, arte sumerio, Le Corbusier, las sillas de estilo viena, Mies van der Rohe y su menos es más, los relojes de estilo bauhaus, Tiepolo, Brunelleschi y su cúpula genial en Santa Maria del Fiore, Gutiérrez-Solana y sus tinieblas, el ron nicaragüense, la Cábala, Alberto Durero y muchos otros temas que van surgiendo atropelladamente y vamos poniendo sobre la mesa con sumo cuidado, como las cartas de un tarot que dice certero lo que somos por todo lo que hemos amado y un día perdimos. En esa ausencia que se agranda, nuestra vida y nuestros sueños, la gran caída, nuestra hermandad. Ahí colocamos los pedazos, las ganas de levantarse y seguir viviendo.
Imagen: Giovanni Domenico Tiepolo, Pulcinella enamorada (1797).
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