Trabajo en una calle llena de ciruelos rojos, cuando florecen son un pulmón de oxígeno entre monótonos edificios de ladrillos caravista, muy cerca hay un parque donde predomina la sombra amable de la tipa blanca, árbol originario de Bolivia y Argentina, que por estas fechas ya está lleno de unas delicadas florecillas amarillas que parecen hechas con papel de seda.
Nuestro patio interior da al patio interior del club de los jubilados que goza del refresco de unas espléndidas moreras. En él también se puede disfrutar ya de la belleza de los robles australianos, sus flores son mechones de azafrán encendidos al sol. En la esquina de enfrente una jacaranda salpica de lilas el sucio asfalto. Valencia, nadie puede dar un paso lejos de una palmera, ojalá también un pétalo en cada mirada.
A diario, casi sin darnos cuenta, nos salvan de la locura los árboles urbanos, reductos de verde humanidad, el tiesto en el balcón, la maceta entrevista, un alcorque nuevo, también los cajones de frutas, las zonas ajardinadas entre calles idénticas. Soñamos con lo salvaje y la espesura, la aventura y el extravío. Del borrón y cuenta nueva es la materia más real de nuestros sueños. Qué pocos toman posesión de su destino, cuánto pesa la cobardía, el miedo al fracaso, el qué dirán, casi nadie enfila el camino sin regreso posible en la encrucijada decisiva de la vida, de su vida. Y se nota el poso del rencor en los espejos, un signo de tristeza en cada acto, por todas partes sombras cansadas. De la tristeza al odio, al mordisco, tan solo un paso, nada.
Son consuelo los cipreses de van Gogh, compañía impagable los olivos de Lorca, Alberti y Antonio Machado, la palmera que Leopoldo Lugones pedía sobre su tumba, willow weep for me en la voz de Nina Simone, el roble de Zeus y por supuesto los viñedos de Dionisos, el baobab sagrado de algunos pueblos africanos, las acacias egipcias y el acebo de los druidas, el ahuehuete de los mexicanos o la corona de hojas de álamo que Heracles portaba en su cabeza cuando descendió al Averno, los escaparates de las floristerías, bajo una higuera cuentan que Buda alcanzó la iluminación. El jardín de las Hespérides, el huerto de Getsemaní. Recordé de paso los versos de Ángel González y su guiño cómplice al conocido poema popular: ¿Y me preguntas hoy por qué estoy triste? De los álamos vengo.
El imaginario colectivo y el más íntimo e individual van cargados de semillas, nidos, raíces y ramas. Si, cuando más daño nos hace la ciudad, hay cerca un árbol y no hemos perdido la capacidad de admirar su belleza ni la sabiduría de reconocer su enorme importancia, el valor de su cercanía, su abrigo y sus enseñanzas, ¿quién podrá decir que se ha perdido por completo la esperanza?
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