Nuestra familia ucraniana viene a hacer una barbacoa a casa, shashlik, brochetas de carne marinada, típicas del Cáucaso y del Asia Central, que asaremos sobre sarmientos chestanos. Mientras trasegamos cervezas sin parar hablo con Sergei de mil cosas aparentemente inconexas, vigilamos el fuego, él va preparando los pinchos, Irina y Elena cuidan de Claudia y Marcos, los adolescentes, somnolientos, pegados a las pantallas de sus móviles. Conversaciones caóticas las nuestras, plagadas de gesticulaciones, mezcla de español, inglés, ruso y ucraniano, y parece increíble pero nos entendemos, porque nos queremos entender, hacemos el esfuerzo y eso es lo que de verdad importa.
Surgen los cosacos y pienso en El Don apacible de Shólojov, libro que me regaló mi padre y todavía tengo pendiente. A Sergei le gusta el arte y la historia, diseño alemán de los años 50, hablamos también de la empresa que nos gustaría montar juntos, de su porvenir en España, ya que ni piensan en volver a su amada Járkov, hecha ruinas por demasiados años para una vida tan corta. Cambiamos a temas más amables y le recomiendo visitar la costa de Alicante: Dénia, Moraira, Jávea, Altea, Calpe… también le hablo de Toledo y Salamanca, de esa belleza medieval que te deja estupefacto, fulminado en tu pequeñez.
Al poco de iniciarse la guerra en Ucrania fueron llegando escalonadamente para vivir con nosotros hasta que les encontramos trabajo y un piso de alquiler. Primero Irina, Tania, Dania y la perra Pugnia. Después llegó Vika y finalmente Sergei. Fueron llenando nuestras vidas de pedazos que han salvado del desastre de sus propias vidas, de esa dignidad que nadie puede arrebatarle al ser humano si no se deja y de esas ganas de empezar de nuevo y salir hacia adelante. Plantaron eneldo, coles y remolachas en nuestro jardín, cocinaron borsch, okroshka, plov, arenques en salmuera, pollo a la Kiev. Hemos bebido su vodka, bien frío, especialmente Nemiroff y Khortytsa. Tania cantaba por Alexander Malinin, Irina por Grigory Leps y Okean Elzy. Irina insistió mucho en que debería leer Eugenio Oneguin de Pushkin por delante del resto de la literatura rusa. Crimea, evocada como un paraíso perdido. La cercana Georgia, su gran cocina desconocida, sorprendente, empezando por el riquísimo jachapuri. Hemos reído y llorado juntos. Nos cuidaron cuando necesitábamos cuidados. Nos han descubierto mucho de su mundo y de nosotros mismos, hemos constatado que no somos tan distintos a pesar de tantas cosas diferentes. Ya sabemos que los seres que aman son muy parecidos, los que odian son penosamente idénticos.
Frente a mi cama, sobre el zapatero, he colocado unos iconos ortodoxos que me envió la hermana de Sergei desde Járkiv y un chotki que Vika le pidió a su madre para mí. Pienso inevitablemente en La Oración de Jesús, en los Relatos de un peregrino ruso, libro decimonónico tan delicioso como desconocido. Mística cristiana, no importa si ortodoxa o católica, juglares de Dios. Monte Athos, también cada pedazo de tierra que pisara san Juan de la Cruz. Y cada uno de sus versos inspirados, revelados. Suelo mezclarlo todo organizando en mi interior una extraña armonía, inquebrantable de tan frágil, también ahora lo eslavo y lo mediterráneo se enredan, por qué no.
De alguna manera, estas dos familias somos una sola familia porque también hemos cantado juntos contra los fantasmas que acechan amenazando la alegría, y en algún instante hasta fueron derrotados. Bajo el gran algarrobo comimos sin prisa y se nos ha pasado la tarde, en grata compañía es más fácil dejarse ir hacia otro lugar. Hubo un brindis con ron dominicano, la jacaranda en flor pujaba hacia lo celeste, al atardecer hablábamos con pasión y esperanza sobre el futuro, esa niebla que nos inquieta y que intentamos despejar inútilmente. Si suena el blues de Koko Taylor o Robert Cray es más llevadera la incertidumbre. Fuimos refugiados en sus corazones al darles refugio, algo de su tierra, su cultura y sus vidas forma parte de nosotros para siempre. Bajo la nieve de la estepa ucraniana se esconde un corazón tan cálido que nunca podrá morir.
Imagen: David Burliuk, Cossack Mamay (1912).
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