No sé cuándo han vuelto las golondrinas pero por aquí andan, reparando el nido que dejaron cuando partieron el año pasado hacia el sur. Su vuelo es elegante como el de las flechas de Artemisa, si no te conmueve es que estás muerto. Compadrean con mirlos y gorriones entre pinos, algarrobos y olivos. Se exhiben, acrobacias, pasan rasantes junto al mandarino que está atestado de flores de azahar. Y en él se detiene la mirada. Las abejas se emborrachan en la entrepierna de sus pétalos blancos, de esas libaciones vendrán los frutos, pequeños veranos cuando el frío, si la meteorología lo permite.
Cada vez que vuelvo del trabajo sé que algo importante de este jardín ha cambiado, se ha perdido o se ha marchado para siempre y yo no estaba aquí para captarlo y atesorar sus pecios junto a los míos. No hay locus amoenus inalterable ni Arcadia que no pueda ser recalificada. La belleza, la vida, van en fuga, no nos esperan. Cada vez más limones por tierra, creo que el granado no volverá a florecer, el jazmín agoniza de sed y bochorno pero resiste todavía. Un pequeño arroyo cercano a casa se va secando, baja demasiado el nivel del agua y los peces se aprietan ya unos contra otros, las garzas esperan pacientes su oportunidad. Es cuestión de días si no llueve. Lo amenazado se arremolina buscando a veces calor y ternura, esa dignidad de lo insalvable, más que alguna escapatoria posible. Cómo no querer aferrarse con todo a ese tallito frágil que crece en las paredes de los acantilados si en el camino hemos visto retama ardiendo en amarillos que no eran solo de este mundo.
Imagen: Hokusai, Hortensia y golondrina (1832).
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