Las Cruces de Mayo ya engalanan las calles de la ciudad, humildes cruces floridas las de este barrio de clase trabajadora. Periferia citadina, extrarradio descuidado por concejales tan guapos como desalmados, advenedizos infatigables buscando bicocas desesperadamente. Viejos edificios de población inmigrante y ancianas centenarias que muchas veces viven solas. Al final de una de las calles principales hay un parque con ginkos, muy raros de ver en Valencia. Es un árbol resistente que soportó los efectos de la bomba atómica de Hiroshima, he conocido enfermos crónicos, frágiles y añosos, que se han comportado como ginkos frente al coronavirus. Sin embargo, nada podrán, me temo, frente a la gentrificación y los fondos buitre.
Tenderos de Punyab, bares bolivianos, venezolanos. Arepas y ají de lengua. Aquí nada resulta demasiado exótico o lejano, todo se integra suavemente y con naturalidad nos completa. Una cuidadora colombiana, devota de El Milagroso de Buga, me dice que vino a España escapando de un ajuste de cuentas. Mis padres fueron a ganarse la vida a Alemania, en los años setenta. Mi padre trabajaba de tornero fresador por el puerto de Hamburgo. Yo nací en el Marienkrankenhaus, hospital católico del distrito nororiental de Wandsbek, después se fueron a vivir a Veddel, muy cerca del río Elba. A mis dos años recién cumplidos regresaron a Valencia. Mi padre no soportaba tanta morriña bajo cielos nórdicos siempre grises, fríos como muñecos de nieve atribulados.
Todos somos mestizos. Mil leches. Sangres, alacenas y memoria generosamente enriquecidas. Así la alegría ensancha sus horizontes, también la tristeza. Y así debe ser, a mucha honra. Mi amigo Antonio, judío venezolano que vive hace ya muchos años en Miami, anda por Belmonte buscando sus raíces. Mis apellidos y los de mi mujer también aparecen en listas medievales que elaboró La Inquisición española con apellidos sospechosos de ser judíos. Toponimias y oficios. Tengo curiosidad, me gustaría saber, pero creo que, como le pasó a Borges, me quedaré con la duda. Igual es mejor ignorar de dónde venimos exactamente, ese andar sin apoyos tal vez nos facilite el vuelo. En la sinagoga sefardita de Praga sentí que estaba como en casa, en la mezquita de Córdoba también.
Frente al bar donde suelo almorzar hay una pared desconchada con una Virgen de los Desamparados pintada sobre azulejos, parece que mira, protege y bendice a los santos bebedores que montan guardia cada mañana en la puerta del local fumando incesantemente, de lo legal y lo ilegal, entre copazos y cervezas, y van arreglando el mundo medio borrachos mientras se les va pasando en balde otro día. Lo importante es no encontrarnos solos si estamos vacíos. Sería insoportable. No hacen mal a nadie, tampoco ningún bien, ahí están, etílicos y mariguanos, polarizados, alguno de Vox, alguno de Podemos, casi todos resentidos, amargados, conspiranoicos.
De regreso a casa pasamos por un camino lleno de adelfas en flor, lo bello y el veneno que confluyen, como en los cuadros de Lucian Freud, como en este breviario de usos y costumbres que me ha salido mientras cocinamos pollo fesenjan, un estofado de pollo con nueces de origen persa que nosotros elaboramos sin granadas, según la receta de la madre de Elena, a quien no conocí, con quien de alguna manera entablo conversación también en cada cucharada. Bartók, Rachmaninoff, Shostakovich en el móvil. En la televisión suena el Dancing Queen de ABBA. Ruido de motores cercanos, alta velocidad que se esfuma lentamente, atenuándose a la hora de la siesta, mientras me va meciendo un sueño que me deja indefenso, a su merced, entre resplandores no sé si reales o imaginarios.
Imagen: Lucian Freud, Reflection (Self-portrait), 1985.
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