Hay adelfas de flores blanquísimas junto a la piscina. A veces, me quedo absorto en su elegancia cuando salgo del agua. Pienso que deberían ser comentadas en cualquier tratado solvente de estética. Son el resumen perfecto, la amalgama definitiva entre lo bello y lo terrible. Quién podría sospechar de primeras el veneno en una planta tan común por estas tierras, que abunda por caminos, jardines, carreteras, arcenes, medianas, redondas, parques y descampados. Es difícil atisbar lo letal en flores tan vistosas, tan traicioneras. Como sucede con el ser humano, es más fácil ser pérfido cuando se desfila entre los apolíneos, la mayor falacia llega tras unos ojos de un azul eléctrico y un traje a medida, el peor crimen viene de la mano de un necio con inmunidad parlamentaria, de arengas que suelen hablar de fe, entrega y sacrificio. Hombres como adelfas siempre hubo en Moscú, también en Washington. Ahora pueblan la faz de la tierra toda barajando prestancia y ponzoña.
Federico García Lorca le cantó a la adelfa como símbolo del amor, Blanca Andreu robó vuelos de adelfa y alarido, Van Gogh pintó un jarrón de adelfas en su etapa en Arlés y Joaquín Sorrolla las del patio de su casa. De hojas parecidas al laurel, pero ricas en un potente tóxico llamado saponina, cuentan que en la guerra contra la invasión napoleónica, por la serranía rondeña, murió envenenado todo un batallón francés bajo sus efectos. Su nombre en griego tiene que ver con Nereus, dios de las olas del mar, dicen, padre de las nereidas, hermosas ninfas del Mediterráneo, auxiliadoras de los Argonautas. A la adelfa en valenciano se le llama “baladre”, vocablo procedente del latín “veratrum” que significa “raíces oscuras”.
Los agrónomos medievales documentaban su uso para envenenar alimañas y como insecticida natural, en medicina se han empleado sus principios activos como cardiotónicos, antiinflamatorios y diuréticos. Si las escuchamos atentamente, las adelfas nos hablan del peligro que se esconde tras la belleza, dicen bien claro que no existe nada inocuo, que todo tiene un precio. Contienen la dualidad, la complementariedad y el equilibrio de fuerzas contrarias, como si de un yinyang valenciano se tratara, susurran que hay quien encontró en sus hojas una puerta de salida y que hay quien halló asideros en sus flores, motivos suficientes para quedarse un poco más. Cómo permanecer impasibles ante la gracia mortal de las adelfas, ante el violento encanto de sus pétalos, cómo no amar sus besos de azúcar y cianuro.
Imagen: adelfas blancas, atisbo de piscina y pinada al fondo.
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