Elena, la hermana de Sergei, acaba de llegar a Valencia desde Járkov. Hace un año que no están juntos, ha venido para despejarse un poco, estar con los suyos y alejarse del epicentro del horror. Su marido no puede salir de Ucrania, volverá con él en uno o dos meses. Desde el aeropuerto, antes de llegar a la casa de Ira y Sergei ha querido pasar por la nuestra para saludarnos y entregarnos unos regalos como agradecimiento por haber acogido a su familia que, le decimos, ya es nuestra familia. Nalyvka de cerezas, limoncello casero, las dos botellas pintadas y decoradas por ella con arte y cuidado. Dos preciosos iconos ortodoxos, san Marcos y santa Claudia, y un cuadro con una estampa veneciana pintada por su padre que murió repentinamente hace un par de años. Unas pastas de té, para Elena unos guantes de lana de oveja y para mí una botella de Gentleman Jack. No sabe qué hacerse para corresponder lo que no es necesario ni nombrar. Hemos recibido con creces lo que un día dimos. El mejor regalo es verla aquí, su mirada limpia y su sonrisa alegre pese a lo vivido y aunque sepa o intuya lo que le puede esperar después de esta plácida estancia en Valencia. Militancia del júbilo a pesar de tanto canalla malicioso en el poder. Vivir con plena intensidad, a todo corazón, el presente luminoso sin lamentos inútiles por lo que hemos perdido o se nos ha arrebatado. Difícil. Admirable.
Mi hijo Iván también ha regresado del viaje que ha hecho con su madre para estar casi un mes con su familia japonesa. Okayama, Kurashiki. La cercana Hiroshima y Miyajima, la isla santuario. Ha traído palillos para todos, algo de té y un aguardiente de boniato, imoshochu, que a mí me encantaba, en especial uno de Miyazaki que se llama Kurokirishima, la isla de la niebla oscura, o algo así. Idas y venidas. Partidas, vacaciones, regresos y reencuentros. Yo estoy en época de crianza, de escasas travesías, de viajes inmóviles a lo Mac Orlan, alrededor de mi cuarto y mi jardín, trayectos recurrentes por los viajes ya hechos y por los imaginados. Paladear el humo, la ensoñación y esa punzada agridulce en el cielo de la boca que nunca sabemos de dónde viene.
Cerca de mi trabajo encontré, en una librería de segunda mano, Kyra Kyralina y El tío Anghel de Panait Istrati. Se lo comento a Claudio Ferrufino que celebra el hallazgo y me recuerda la importancia de leer también a Iliá Ehrenburg. Pido su Julio Jurenito de inmediato, llegará mañana, engrosando la larga lista de lecturas pendientes. Otro camino que se abre hacia lo imprevisible.
El sábado laboral termina a mediodía. Mañana tranquila, con el calor que hace casi no han venido pacientes. Estarán en la playa o en sus casas con el aire acondicionado a tope o amorrados a sus ventiladores y abanicos intentando sobrevivir. Cada uno alivia como puede la calina, el bochorno, el cambio climático, la soledad. Rosa, mi compañera de guardia, planea un viaje familiar a Asturias, Javi y Belen están ansiosos por bajar la persiana del bar y enfilar hacia el cabo de Gata. Todos buscamos siempre un lugar donde ser distintos y no podamos reconocernos. Ya en casa veo un interesante documental sobre las andanzas por el altiplano boliviano de los ladrones Butch Cassidy y Sundance Kid. Inevitable su final de plomo y sangre en San Vicente tras su rastro de robos por las mineras Oruro y Potosí, y su huida por el salar de Uyuni hacia el sur.
Antes de las siete de la tarde es imposible salir de casa. Refrescamos hasta el alma en la piscina, los niños juegan con pistolas de agua cerca de mi Glenfarclas on the rocks. Elena planea un fin de semana en un hotel de esos temáticos que te ofrecen todo lo necesario para no salir de sus instalaciones, alejarse unos días de la rutina y que te lo hagan todo. Me pongo a bucear agradeciendo el instante, el refugio de este paréntesis, perdí pero en el fondo reencontré el anillo dorado de la felicidad. Cada cosa que llega a mi vida es admitida sin reservas, lo bueno, lo feo, lo malo, el bien, la verdad y la belleza. Los viajes de los demás quedan marcados en mi pasaporte, sus lecturas dejan huella en mis estanterías. Sé que en la superficie me esperan siempre mi familia, mis historias, el mundo que he creado y el que acepto, Istrati en la hamaca, Toshiro Mifune preparando un té verde para Kurosawa, suenan canciones de Okinawa por los bosques rumanos, klezmer de Bucovina por el castillo de Himeji, mientras Sundance y Butch recuerdan el suave sabor de la carne de llama, el recio alcohol de los mineros, se acaba la resistencia de mis pulmones, emerjo, rellenan mi copa de nuevo, palpan con cuidado los agujeros de bala que hay en sus sienes polvorientas y ríen sin miramientos, alborotados, al recordar sus ya muy antiguas muertes bolivianas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario