lunes, 10 de abril de 2023

Paseo de la Alameda.


 Vuelvo con mis hijos al Paseo de la Alameda. Higueras australianas, naranjos, palmeras, encinas, jacarandas en flor. De los álamos que mandó plantar en 1645 Rodrigo Ponce de León, virrey de Valencia, solo queda el nombre del paseo. Evocaciones. Reside aquí un animal mítico que se busca los cuartos traseros con apetito voraz, Uróboro que se muestra más claro en este domingo radiante de Resurrección. Aquí me trajo mi padre y a mi padre, seguramente, su padre. Día de la marmota genealógica, así, tal vez, hasta la noche de los tiempos. Más que el eterno retorno nietzscheano, la eterna fuga, el éxodo perpetuo de los míos, no sentirse en casa en ningún lugar ni regresar a ninguna parte. How many times must a man look up before he can see the sky, canta Bob Dylan desde el Puente de las Flores mientras unos turistas franceses se fotografían entre geranios.


La pescadilla que más se muerde la cola es la de la memoria, a dentelladas. Está la necesidad de traer a nuestros muertos a este lado, constantemente, al margen más débil del amor. Necesitamos sentirlos cerca de alguna manera, visiones, presentimientos, alucinaciones, una caricia fría en el espinazo y sin embargo nos reconforta, sobre todo cuando sentimos que algo importante se desmorona a nuestro alrededor. Sísifo y carga pesada al mismo tiempo, recordar a los ausentes y sonreír por ellos y por los que acaban de llegar.


Entramos en el Museo Histórico Militar, he venido al menos una vez con cada uno de mis hijos. Los niños se asombran y pasan un buen rato entre sables, pistolas, rifles, metralletas, tanques y medallas. Ignoran, felices, que tras cada objeto se esconde una tragedia. No sería capaz de distinguir entre un kalashnikov y un fusil winchester pero yo también disfruto la estancia y curioseo entre las huellas sombrías que ha ido dejando el ser humano a su paso por la historia. Cuánta maña nos dimos siempre para la ingeniería de la dominación y de la muerte.


En esta misma alameda vi en 1990 a Jerry Lee Lewis, actuaba de telonero de The Beach Boys, a mis 13 años tuve que volver a casa antes de que tocasen los californianos. La actuación del pianista fue más que suficiente, seguro que regresé al barrio flotando por la avenida del Puerto. Música y adolescencia, cóctel que roza lo alucinógeno, estramonio acústico y efervescencia hormonal, canciones tribales, salvavidas hímnicos, fuegos artificiales recorriendo arterias, a nuestro paso se derretían los relojes, great balls of fire, podríamos haber caminado sobre las aguas de tan eléctricos. 


Me detengo bajo un pino monumental y pienso si no serán sus ramas, como dendritas, parte de una gran neurona universal que me piensa. El estómago lleno de comida japonesa y las dos cervezas Sapporo me han llevado a una especie de sofisticación del pensamiento un tanto extraña. Hagamos borrón y cuenta nueva o cambiemos de tercio. Vamos de nuevo a lo más difícil: lo sencillo. Todo se confunde en este ejercicio de la memoria, divago, me voy por las raíces, todas mis casas las empecé por el tejado. La sorpresa, el estupor, that keep me searching for a heart of gold and I'm getting old, los pecios de la vida, Neil Young me lleva a Praga, 2003, allí compré una antología de Jaroslav Seifer antes de dirigirme a Karlovy Vary, ciudad bohemia de aguas termales, lugar de reposo de Carlos IV, Mozart, Karl Marx. De calles empedradas, decadentes, aristocráticas, muy Belle Époque, Orient Express. Probé las aguas medicinales pero no olvidé llevarme en la mochila una botella de Becherovka para brindar con todos mis fantasmas camino de Viena, junto a Joseph Roth, no sé si buscando a la emperatriz Sissi o a Egon Schiele, la palaciega hermosura lánguida y mortecina o esa celebración de lo grotesco que nos consume, enfermiza fealdad, vigorosa belleza, en su descarnado frenesí.


Regresamos a casa, al presente más prosaico. Conduce Elena y los niños duermen agotados. En la radio Shakira le echa la culpa a la monotonía. Por la carretera de Madrid, mientras hablamos de la Alameda y los atascos de la Semana Santa, todavía noto en mi boca un sutil regusto herbáceo, amargo, alcohólico, especiado y dulce, como de confundir y paladear juntos el pasado y el presente. Será el último trago que le di, antes de subir al coche, a aquella botella de Becherovka.


Imagen: Paseo de la Alameda de Valencia.

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