Je l’aime à mourir de Francis Cabrel mientras cruzamos el cerro, después avanzamos por una pequeña carretera que va directa al pueblo, entre cultivos. Al fondo la ermita y la sierra de Chiva, los almendros ya en hoja y flor, pronto dejaremos de prestarles la atención debida. Unos labradores recolectan sus coles, los tractores regulan el tráfico, su tempo es el de la vida lenta, apacible, slow life que le dicen los angloparlantes, ensayo breve de Biung-Chul Han sobre ruedas.
En la radio Zaz canta su qué vendrá, qué vendrá, yo escribo mi camino. Ojalá resultara tan fácil escribir, contar, caligrafiar la vida propia con la mejor letra, a nuestro antojo, sin yugos ni coacciones, sin borrones, cada día una cuenta nueva, tabula rasa. La vida es sueño, ya lo sé. Pero Marcos me pide la canción una y otra vez, sin pensar, sin pensar, dónde acabará, alegres movemos las cabezas al compás, cantamos el estribillo juntos, casi sin darnos cuenta la primera luz de la mañana hacía oro puro de la cizaña seca, el borde del camino relucía como nunca, por unos instantes olvidé la hora de entrada al colegio, el colegio, el pueblo, los caminos, la prisa y el mundo. Algo que rara vez había sido se hizo realidad mientras cruzábamos el puente sobre la rambla enfangada. La vida son sueños y algunos pueden hacerse realidad. Es lunes laborable y vuelvo a constatar que la alquimia más poderosa es la del amor.
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