Fin de semana en el valle de Ayora, lugar fronterizo que linda al oeste con Castilla-La Mancha, a unos cien kilómetros de la costa valenciana. Vamos buscando posibles destinos para cuanto nos toque elegir plaza en propiedad a final de año. Nos alojamos en Ayora que con algo más de cinco mil habitantes es el municipio con mayor población en la zona. comemos un par de veces en el restaurante Pinea, excelente, debe de ser de lo mejor de la comarca. Rape marinado en miso, gamba blanca de Cullera, arroz de callos de cordero, jabalí con una salsa tipo satay, ciervo marinado en vino blanco y chuletón de vaca con 85 días de maduración entre otras pequeñas alegrías generosamente regadas con un tinto de la bodega alicantina Pepe Mendoza, variedades monastrell, giró y Alicante Bouschet.
El castillo de Ayora perteneció a Mencía de Mendoza, marquesa de Zenete, humanista discípula de Juan Luis Vives, la cual enriqueció y embelleció la fortificación con pinturas, reformas arquitectónicas y finísimas artes suntuarias. Muchos años después, durante la Guerra de Sucesión, las tropas de Felipe V destruyeron y saquearon la fortaleza. Casi todas las poblaciones del valle tienen su propio castillo. Tierras fronterizas, tierras defensivas. Codiciadas. Durante las guerras carlistas, además del de Ayora, dicen que también fueron de importancia como refugios los castillos vecinos de Jalance, Jarafuel y Cofrentes.
Cenamos en una terraza de la plaza Mayor de Ayora con nuestra compañera Rosa, su familia y amigos. Hablo largo y tendido con David sobre grupos que él disfruta todavía y que yo escuchaba en mi juventud primera: MCD, Kortatu, RIP, Extremoduro, Slayer, Metallica, Eskorbuto, Bad Religion, The Ramones, Iron Maiden, Helloween… la banda sonora de unos años que aparecen distorsionados, brumosos de tan lejanos, desdibujados, parece que apenas fueron reales. Luego descubrí el blues, el soul, la música negra, aprendí con estas músicas que el sufrimiento se puede cantar y que algo muy adentro de nosotros se reconforta al dejar fluir la voz rota de un alma malherida. Mi hijo Marcos consigue un nuevo amigo en cuanto llegamos, en cuatro días sería uno más del pueblo, los niños echan raíces rápido y en cualquier lugar, como el romero que parte la piedra si es preciso. En estos lugares las familias con niños suelen ser bien recibidas, hay que repoblar los fundamentos y la esencia, volver a la ausencia de complejidades. Soñamos despiertos con una vida amable, casi idílica, de aldea, dejando a un lado, por el momento, aquello de pueblo pequeño, infierno grande. A menudo olvidamos que todo locus amoenus colinda con un locus horribilis, no es infrecuente que un infierno nazca del centro de una Arcadia perfecta y dichosa.
Recibo casi al mismo tiempo la noticia del cáncer de la estanquera y el suicidio en Italia de un antiguo compañero de estudios. Pena y estupor. Elena y Pavel juegan a la ruleta rusa cada vez que pasean las calles de Járkov, por unos minutos se libraron de un bombazo hace unas semanas y el otro día la decisión de no ir a refrescarse a la piscina municipal les ha evitado una muerte casi segura. Valentía o insensatez, quizás ambas cosas. Hay que seguir con lo cotidiano a pesar del terror. Comenzamos a enumerar muertos recientes y no puedo evitar pensar en la familia desgajada, la que tanto amábamos, como esos planetas a la deriva, describiendo órbitas erráticas entre nebulosas y polvo de estrellas extinguidas que se alejan cada vez más y más sin remedio. Otra forma de muerte, el olvido. Es imposible emprender viaje alguno sin sobrecarga de equipaje en el corazón, la vida es herida y cicatriz, carga y descarga, campanas de bodas y de difuntos, pétalos de rosas, espinas, palomas en vuelo hablando de paz y sucias buitreras llenas de hambre despiadada.
Desde Ayora vamos pasando por todos los pueblos hasta llegar a Cofrentes, donde confluyen el río Júcar y el Cabriel. Las dos chimeneas de la central nuclear no dejan de exhalar vapor de agua en forma de nubes blancas alargadas como cuernos retorcidos o cucuruchos de nata. Leo en sus ráfagas desflecadas el aviso de que todo tiene su haz y su envés, su cara y su cruz. El progreso va siempre por pasarelas inestables sobre un abismo pavoroso. Bajo la inteligencia artificial, un foso lleno de cocodrilos que requiere templanza y cautela. Hacemos una impresionante ruta fluvial en un pequeño crucero por los Cañones del Júcar. Nos hablan de su flora y fauna, de los caminos de herradura, de la pesca del black bass, el lucio y el alburno, de la antigua cementera y de los maquis que, tras la Guerra Civil, por aquí se escondieron durante años como fue el caso de Basiliso Serrano, El Manco de Pesquera, detenido en Cofrentes, juzgado y fusilado en Valencia.
Nos dejamos muchas cosas por ver para así seguir deseando un pronto regreso: el volcán de Cerro Agrás, el Castillo de Chirel, las Cuevas de don Juan, el balneario, cómo no pasar por la ermita de la Soledad, la que tarde o temprano nos toca experimentar a todos en los momentos cruciales de la vida. Regresamos a Cheste por la fuente de la Chirrichana con su tramo de carreteras elevadas y sinuosas, bellas vistas de embobarse entre pinadas, seguimos por aldeas como Los Pedrones, La Portera, El Pontón, en la mirada la caricia de los viñedos, hasta llegar a Requena donde hacemos un alto para comprar su delicioso bollo con jamón y salchicha, cargamos embutidos, queso de cabra, lomo de orza, una buena ristra de longaniza pascuera, pan y algo de vino del terreno. Tras la parada técnica para desagües y avituallamientos llegamos a casa en media hora escasa a ritmo de Otis Redding, cansados pero con la certeza feliz de que otra realidad más humana existe todavía, que aún cabe la posibilidad remota, el derecho irrenunciable a escoger el camino menos transitado, la orilla más lejana, la aldea, los humedales, la fronda, y mientras tiembla nuestro reflejo en las aguas claras del río, desaparecer al caer la tarde sobre el curso esmeralda del Júcar, desaparecer como un pez que rompe el anzuelo, como un niño se fuga por la madeja de su imaginación, como se borran las almenas en la niebla y la alambrada no se ve cuando el amor, cambiar ya la vida, de una vez por todas, quemar el último cartucho, desaparecer.
Imagen: Cofrentes.
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