En la calle del Mar, Palacio de los Valeriola, muy cerca de la peatonalizada y remozada plaza de la Reina, llamada así en honor de María de las Mercedes de Orleans, primera esposa de Alfonso XII, ahí está el Centro de Arte Hortensia Herrero, sobre las ruinas del circo romano y en las calles de la antigua judería valenciana de la que, por desgracia, apenas queda nada. Recorremos sus patios y salas, entre lienzos de Rafael Canogar, Tàpies, Juan Genovés, Eduardo Chillida, Manolo Valdés, grabados de David Hockney, móviles de Alexander Calder, vidrieras policromadas de Sean Scully, obras de Olafur Eliasson, Cristina Iglesias, esculturas de Georg Baselitz, Andreu Alfaro o Tony Cragg. Mañana agradable azuzando la curiosidad y la sed de belleza. Salimos del museo efervescentes, evitando plazas y grandes vías en lo posible, mientras esquivamos grupos apresurados de turistas y los consiguientes carteristas revoloteando como aves rapaces alrededor. Desde la Plaza de la Virgen nos metemos por la calle del Conde de Almodóvar haciendo un alto en la terraza del Café de las Horas para tomar unas cervezas y un Campari mezclado a partes iguales con vermú rojo. El calor arrecia bien duro, la sombra es gracia escasa, regalo inmerecido. Callejeamos hacia las Torres de Serranos y desde ahí bajamos por la calle de Roteros hasta L’Aplec, donde tenemos mesa reservada. Ensaladilla rusa, piparras fritas, unas tellinas deliciosas, el pulpo de la casa, todo bien humectado con cerveza gallega de barril. De postre y repostre cazalla bien fría. Gratas conversaciones en las sobremesas sin prisa como puertas que dan a patios interiores llenos de luces, claveles y pequeñas alegrías cotidianas.
¿Y si nos volviéramos como Bartleby?, se pregunta Maurizio Bagatin en una entrada del blog Plumas hispanoamericanas: Un poco cucaracha y un poco enigma. Es el fantasma del cansancio contemporáneo, la condición humana, líquida o gaseosa, el hastío, la descomposición de la política, la alienación. Pero ¿si desaceleráramos y contempláramos más lo que nos rodea, la belleza, no seriamos más rebeldes, no seriamos como el rebelde Bartleby, que prefirió no hacer algo cuando había que hacerlo? Un poco Dostoievski y un poco Musil. Ahí es nada. Sabias palabras que incitan a cambiar el ritmo, afinar la mirada, a decir que no y plantarse como el hombre rebelde de Albert Camus, cansados por igual del lobo y de las hienas que no dejan de gritar que viene el lobo, de la caja tonta y la prensa amarillista, de lo zafio y la patraña. Las elecciones europeas pasan tibias, distantes, como rancios aristócratas montados a caballo entre leprosos y corcovados, por la avenida engalanada, por la gran fiesta de su democracia, no pueden disimular su mohín de asco y desprecio, entre un gran porcentaje de abstenciones y la desafección creciente, raudos se apartan de nuevo de la plebe, del lumpenproletariat, corren los electos hacia su retiro dorado, príncipes por la gracia del voto, hacia palacio, al parlamento como agencia belga de colocación para tontos útiles carentes de escrúpulos y para listos desalmados e inútiles. La vida verdadera es otra cosa, está en otra parte, desatendida.
Llueve y seguimos trabajando, no amaina el temporal, atiendo de nuevo a lo que importa y dejo a un lado los venenos, algunas rendiciones, las punzadas. Un parque de un barrio de extrarradio me reclama, un parque mojado y sin ancianos, con el suelo lleno de charcos y los charcos llenos de la flor de la tipuana, y esas flores amarillentas, pisoteadas, atestadas de miradas niñas, agradecidas, humildes, lindísimas, quebradas. Suena en la lejanía Heart of gold interpretada por Charles Bradley, i want to live, i want to give, flores que son símbolo de todo lo que importa en este mundo, that keep me searching for a heart of gold, pétalos efímeros, ráfagas inolvidables, pistilos de seda, lo débil, lo que por un instante fue tan fuerte como el amor, lo que cae y se marchita, casi inadvertido, muchas veces anónimo, lo que apenas existe, con mucha dificultad, con aromas minerales, tostados y balsámicos, y ese perfecto equilibrio entre fruta y madera, lo que un día muere sin hacer ruido ni causar daño, lo que queda del éxtasis, el retrogusto, eso que no podemos decir con palabras, lo que nos da la vida.
Imagen: Grabado de David Hockney.
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