Farinato de Ciudad Rodrigo con huevos revueltos, café americano y Perder el juicio de Ariana Harwicz, en la faja dicen que tiene un toque de David Lynch y a mí también me viene a la cabeza Fogwill y sus pichiciegos, una voz dura que horada nuestras zonas de confort, de nuevo lo oscuro y brutal emitiendo esa luz verde fosforescente y pantanosa de rara belleza que emborracha. Verde que te quiero verde. Verdes de la aurora boreal o de la Ofelia de Millais ahogada en el río. Una huida claustrofóbica, un secuestro condenado al fracaso, querer ser buenos y no poder.
La mañana pasa lenta, tediosa barcaza deslizándose por aguas de minutos mansos y extendidos hacia nadie sabe. Hemos montado una habitación de juegos en la que fue morada de la hija que se marchó y no quiere ser pródiga todavía, hay que seguir con el hueco bien presente recordando el abandono. Pasamos allí el rato mientras Claudia da sus primeros pasos y los niños juegan juntos a construir y destruir Imperios, Elena se inclina por una cerveza 1906 y yo por la cazalla Cerveró, con agua y mucho hielo.
Tratamos de imaginar cómo será la próxima casa, con suerte la definitiva, tal vez, una chimenea es imprescindible si nos mudamos a las tierras más frías del interior, algo de terreno para un pequeño huerto y algún árbol frutal, más de tres habitaciones y, si es posible, un despacho para poner allí la biblioteca y algunos objetos del pasado, como anunciaba certera aquella tienda de antigüedades clausurada, quincalla genealógica, cosas viejas salvadas in extremis de terminar en el vertedero, conservadas solo por su valor sentimental. Antiguallas, trastos inservibles, pecios rescatados del naufragio de otras vidas. Pipas de brezo, cámaras Voigtlander, mecheros antiguos y oxidados, plumas estilográficas maltrechas, un molinillo de café y un retrato de mi suegra pintado al óleo sobre lienzo por Constante Gil, quien fuera propietario del mítico café Madrid e inventor del Agua de Valencia, un cóctel de cava, zumo de naranja, ginebra y vodka. En el Café de las Horas creo recordar que también le añaden unas gotas de angostura y algo de ambiente neobarroco.
Claudio Ferrufino me comenta sus últimas adquisiciones librescas: Geografía de Estrabón y La guerra de Granada, de Diego Hurtado de Mendoza. Entiendo y comparto su alegría. Esa elección es un elogio de lo inactual, una apología de lo repudiado y desaparecido. Un milagro. El tiempo es realmente de oro cuando lo invertimos en todas esas cosas que para muchos desgraciados ya son inútiles e improductivas. En pleno siglo XXI, entre guerras crecientes y barbarie desmedida, la esperanza, un libro, cuartetos de cuerda, pinceles y aguarrás, pan de oro, subrayar, escribir en los márgenes, la escala pentatónica o las variaciones Goldberg, sonetos, el triple salto mortal, rosetones, capiteles, pizzicatos, marinas, aguadas, arquivoltas, bodegones, coreografías, decorados, telones que suben, funciones que empiezan, cuentacuentos, recitales, clases de baile, carboncillos y otras revoluciones interiores, verdaderas.
La gran minoría lectora como un rey Midas con lepra en un reino decadente, la humanidad resistiendo el asedio, el arte que embellece y hace un poco más soportable este gran absurdo azul que gira y describe órbitas elípticas alrededor del Sol. Es un alivio encontrar a alguien con quien compartir obsesiones, compinches, hermanos de tinta, alguien que te diga, mira, lee esto, aquí hay medicina de la buena, piloerecciones, puñetazos y mariposas en el estómago, asombro, sacudidas y puntos de inflexión, escapatorias, reinvenciones, canela en rama y horizontes nuevos. Es san Jorge, 23 de abril, Día del Libro, Elena me regala Guerra y guerra de László Krasznahorkai, como un exorcismo, guerra, odio, lo que no debería existir, guerra y más guerra, lo que va creciendo como un hongo venenoso por todas partes. El dragón despliega sus alas de dominio para hundir al mundo en su sombra, el santo murió hace siglos y no se le espera, hay demasiados inocentes muertos, el libro en mis manos, mártires alimentando a la bestia, numerosos son también sus siervos, me hago a un lago y comienzo a leer en voz alta, dirige su hocico hacia mí, resopla, llamaradas, todo es fuego alrededor, tal vez pueda leer un par de líneas más, un par de palabras, se acabó, László, 451 grados Fahrenheit.
Imagen: Tienda de antigüedades de Valencia, objetos del pasado.
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