jueves, 29 de febrero de 2024

De zorros y almendros.

 


Junto a un campo repleto de almendros en flor, en el arcén de la carretera comarcal que va a Cheste, un zorrezno atropellado, inerte sobre el brillo de su sangre al primer sol de la mañana. Me da por pensar en cómo la vida pone siempre cerca de la belleza el azote inmisericorde de lo terrible, pegado al horror más sofocante dispone el vaso de agua fresca y cristalina. Después de cada sesión de quimioterapia que mi suegro recibía, ibamos siempre a un restaurante italiano. Los carbohidratos relativizan el mal del mundo, y la grappa ni te cuento. Leo en Vaciad la tierra, una biografía poética sobre Osip Mandelstam durante su martirio soviético, escrita por Agustín Pérez Leal, que donde la muerte muestra sus vergüenzas está el verso que brota, que se descara y echa a caminar.

La imagen inmediata es oscura, delirante, dura como una reclusión forzada, poética como el aire que entra por las rendijas, claustrofóbica, raramente bella. Es un recuerdo parásito de Rebeldía y sumisión, que acude sin venir a cuento, obra de teatro dirigida por Sigfrid Monleón y con texto del poeta Alejandro Simón Partal. Trata sobre el cautiverio de Dietrich Bonhoeffer, párroco luterano, teólogo que formó parte de la resistencia contra el nazismo y que fue encarcelado y acusado de conspirar para matar a Hitler por lo que terminó ahorcado en 1945. En los albores de la pandemia, mientras estábamos obligados a permanecer encerrados en casa y yo disfrutaba de una excedencia laboral cuando Marcos era un bebé, fue subida a YouTube de manera gratuita para el disfrute general de la platea y el mío en particular. Es paradójico cómo me sentí un poco más libre a través de una historia tan asfixiante y olvidé por un rato la jaula impuesta. Las virtudes del arte son incontables, salvíficas. Como aquellos almendros en flor tan cerca de la tragedia, el arte siempre nos da una tregua. Comento este casual redescubrimiento con Claudio Ferrufino y le envío el enlace para que pueda verla, creo que el tema es de su interés y estoy seguro de que disfrutará de la obra. Hace poco hablábamos también sobre la novela que narra el paso de Osip Mandelstam por la prisión de Butyrka y su posterior viaje en tren hacia Siberia, muriendo de camino, en Vladivostok. Atracción común por esas tinieblas densas desde las que sale la luz más pura que un ser humano pueda dar.


Regresan los mosquitos y el sudor, de la mano de una primavera que cada vez se anticipa más, viene la plaga. También llega la noticia de que tras más de veinte años dando vueltas como enfermero por la sanidad valenciana, gracias a una orden que viene desde Europa para disminuir la temporalidad, parece que antes de que termine el año por fin conseguiré una plaza de funcionario en propiedad. Trabajo asegurado para toda la vida, con los tiempos inestables que pululan no es poca la tranquilidad. Tengo la gran suerte de poder escribir de lo que quiera y como quiera, me gano los garbanzos con algo muy alejado de la literatura. Libertad de cátedra artística dirigida a tres o cuatro gatos lectores, como mucho. No es necesario más. Hacemos cábalas en los ratos muertos de la clínica, por los pasillos, en las consultas, a la hora del almuerzo. Cuando nos toque elegir destino solo quedarán plazas en los grandes hospitales y en la Valencia más rural. Yo me decanto por la segunda opción. Con cuatro hijos, cuatro gatos y una perra prefiero trabajar en el Centro de Salud de Mordor o al otro lado del muro, al norte de Poniente, antes que hacer de nuevo turnos rodados y noches en largas salas de luces tenues con olor a café, ambiente de quejidos, aerosoles mucolíticos y antisépticos variados. Además, cada vez tengo más querencia por el campo y las aldeas, por lo despoblado y lo que se ha quedado fuera de esta época. Celebramos el puesto vitalicio con la botella 146 de 555 de Aldeasoña, un Ribera del Duero espléndido. Mientras llegan los platos principales, Toni, jefe de sala del restaurante Huerto Martínez, se sienta a conversar con nosotros sobre lo humano y lo divino, siempre presente su amado Camarón de la Isla, mis libros de aforismos, las cocochas de merluza y la receta de sus deliciosas alcachofas a la mostaza, confitadas, confiesa, y nosotros que creíamos que eran hervidas. Con los cafés regresa a nuestra mesa y brindamos con Cragganmore. Sabe que vayamos donde vayamos, volveremos de vez en cuando a comer a su casa, que es la nuestra.


Ya de noche, en la cama, pienso en Las dos Fridas, misteriosa e inquietante obra que Frida Kahlo pintara en 1931, la indígena y la de raíces europeas, ambas mujeres y sus herencias, unidas por un sistema cardiovascular que se hace común para dos corazones definitivamente inseparables. Me gusta y me sostiene esa mezcla, esa fractura que se une, la comunión de lo diferente, de lo escindido, y el arte que nace de todo esto, esa pareja de enamorados que Marc Chagall pintó sobrevolando la ciudad, el surrealismo de Leonora Carrington, Hurt de Johnny Cash y sus ganas de empezar de nuevo, Nick Cave cantando: I don't believe in an interventionist God, entrando de lleno en un debate teológico con mucha miga. Creo que Job estaría de su parte. Me duermo entre Hans Küng y Karl Rahner, Leonard Cohen, Julieta Venegas y Metallica, me acunan los poemas de Vicente Gallego y de Mark Strand, los aforismos de Ramón Eder, de mi amigo Michel F. y de Miguel Ángel Alonso Treceño. La oscuridad no es absoluta. Bajo los párpados tengo un pequeño zorro muerto, jamás vi un pelaje tan bello como el suyo ensangrentado, su cara transmitía paz, me duele, abre los ojos, levanta la cabeza rota, me mira fijamente, y alrededor, todos los árboles pierden sus pétalos, retroceden, nos dejan solos, mejor esperar a que llegue pronto una nueva mañana. No hay consuelo.

miércoles, 21 de febrero de 2024

Insomnio móvil.


 El dedo se desliza nervioso por la pantalla del móvil, obsesivo-compulsivo arrastra imágenes a toda velocidad buscando algo que no encuentra. Ni encontrará. Es muy tarde, la noche de insomnio no entiende de misericordias, debería dormirme de una vez pero hay un nervio electrificado como de valla carcelera impidiéndole la victoria al sueño tenaz que tira de la manga de mi pijama y no se me lleva. Imágenes patinando ante mí que van directas hacia la insignificancia y el olvido fácil, irreversible. Reels, fogonazos, demasiado forraje por segundo para el buche cansado del alma, colorines parpadeantes, bengalas, como en La naranja mecánica o en los últimos instantes de una vida larga y vulgar. Pirotecnias, luces de disco-club ochentero, ilusiones volubles, tesoros falsos y traicioneros como arenas movedizas o elixires de la eterna juventud. Lanzamientos editoriales, las playas del paraíso, rutas y senderos por la Valencia más rural y desconocida, cocoteros, jazmín, Lemmy Kilmister, líder de Motorhead, hablando sobre rock and roll y alcoholismo. Cocina callejera asiática, artes marciales mixtas, la receta del graffe napoletane, la del kimchi y mil formas de cocinar el pollo en la air fryer, frases de filósofos, de influencers, técnicas enfermeras, six packs grecolatinos, crossfit poligonero y suburbial, senderismo, yoga y terapias alternativas, caguamas bien muertas, mujeres en bikini, James Brown, Guido Reni, líneas de bajo magistrales interpretadas por Jaco Pastorius o Flea, bajista legendario de los Red Hot Chilli Peppers. Noticias absurdas, increíbles, tatuajes, políticos repugnantes, cínicos y asquerosos. Reyertas en autobuses de Tucumán, robos en el metro de Barcelona, el salto del ángel, navajas filipinas, profesores universitarios sentando cátedra. Siempre hay algo de Van Gogh o un salón de bodas que se incendia, tiroteos demasiado cotidianos en los USA, memes argentinos, cristos brasileños, carnavales, humoristas mexicanos. Frases motivacionales, aforismos, blues, jazz, punk, arroces marineros, sushi, alcachofas, Joaquín Sabina, vinos italianos, anuncios de galletas, coches de lujo y Frenadol Forte. Estrellas Michelin, libros de la editorial Acantilado, el David y La Pietá de Miguel Ángel, más robos, violencia, costillares, el Tata Santiago, la virgen de Guadalupe, almendros en flor, poemas emotivos pulsando teclas rotas muy adentro, tomates raf, versos de la Pizarnik, el Baztán, el Tunari nevado, cocineros vascos y escritores rusos, todo lo que alguna vez miré descuidadamente, de reojo, o con esa atención celosa que, en su grado máximo, Simone Weil igualaba a la oración, porque ambas presuponían la fe y el amor. En la pantalla aparece lo que soy y lo que jamás seré, constelaciones, lo que fui, lo que no he sido y lo que nadie podría creer, galaxias lejanas, imposibles e improbables, lo que no tiene remedio y pesa en cada paso, una maleta rota y llena de disfraces en este absurdo cabaret destartalado y caótico, toda la luz que he ido derrochando y esa oscuridad azulada que nos espera al final del túnel o de la pantalla del IPhone postrero, al final de una vida que quería luz, como Goethe en sus últimas palabras, más luz, y se ha ganado a pulso esta tiniebla llena de conexiones, sobreinformación y datos tan irrelevantes como neurotóxicos, galerías y soledades. Guedejas grasientas, cañones de humo, Velázquez al fondo, confeti, calaveras, guirnaldas. Tritones, gatos callejeros, Julio Cortázar, jamón de Jabugo, sabandijas, Milei y su motosierra, Juan Rulfo, algún Beatle, César Aira, Ucrania, Hrabal, un bálsamo óleo-calmante anti-picor, así lo anuncian, el vermut más mítico de Bilbao, una casa en ruinas, el coliseo romano, los miradores del vértigo, las ciudadelas góticas, todos los muelles con el adarce y el vaivén de sus embarcaciones melancólicas, islas, estepas, deseos y repulsiones, tundras, exorcismos, las urbes y el orbe. Necio, deliras otra vez, apágalo ya, deja el teléfono, descansa, ponlo a cargar que mañana será un día intenso, deslavazado, estridente y filoso, deja caer todo el peso del mundo sobre los párpados, que la vida y la muerte podrían ser una y la misma cosa o muy parecidas, algo goyesco, berlanguiano, una confusión de límites desdibujados, etéreos, desconfigurados, esta montaña rusa interminable de miedo y carcajada, eso ya quedó bien escrito por siempre en Hamlet, seguramente, y en una sucia pared de aquel psiquiátrico perdido entre cerros en el que hace tanto tiempo trabajaste. Y recuerdas de repente a un enfermo mental que insistente pedía tabaco, antipsicóticos, condones y eternas partidas de ping-pong en los lentos domingos, en las tardes recluidas del verano, no tan distinto a ti, algún que otro temblor de más con algo menos de suerte, y cómo pudiste leer en su mirada, helándote la sangre, la clara intención de acabar con todo y dormir, dormir, tal vez soñar.

martes, 6 de febrero de 2024

Gestalgar.

 


Excursión a Gestalgar, en la comarca de Los Serranos, hacia el Interior, entre montañas, aquí el valle se transforma en vega, forma parte de la Valencia más deshabitada y desconocida. Vamos por la serpenteante carretera que llega desde Chiva a Gestalgar, jalonada de almendros en flor y grafitis que recuerdan, supongo, a jóvenes motoristas muertos en sus estrechas y cerradas curvas. Quinientos y pico habitantes, otro ritmo, otro tempo, también otro es el trato y la forma de mirarse a los ojos. En el bar donde almorzamos de tapeo son muy amables, todo bien y a buen precio, nos recomiendan que regresemos otro día a probar sus carnes a la brasa. No nos faltan las ganas. Hay una antigua y rara humanidad que por fortuna resiste lejos de las grandes ciudades. Se percibe que aquí ha venido a parar más de uno para curar sus heridas y volver a empezar de nuevo. Y está bien que los vencidos puedan seguir viviendo con dignidad. Creo con firmeza también en las segundas oportunidades,  el arrepentimiento y las metamorfosis sinceras.

Paseamos junto al tramo del río Turia que pasa pegado al pueblo, hacia la Peña María. Una familia se baña en porretas a lo lejos, medio escondidos entre las cañas. En el ambiente hay un poema que no logro retener, una extraña melodía en el silencio. Acicate o añagaza, no sé. El aire resplandece y es pura luz hasta en las sombras que aún refrescan, al mediodía el sol nos quema en la cara, zumbidos, Vivaldi debe andar nervioso. Álamos, sauces, fresnos, mimbreras. Además de los omnipresentes olivos, pinos y algarrobos. En las riberas romero, aliaga, tomillo y puede que brezo. El agua es tan clara que en ella se podría limpiar un corazón maltrecho.


Hace años leí con gusto Diario de la frontera y La lentitud del espía, de Alfons Cervera, escritor gestalguino a quien luego perdí la pista y ahora recuerdo y releo. Cervera inventarió con ternura el paisaje y el paisanaje de Los Serranos, las historias fundacionales de su Gestalgar mítico. Como Xuan Bello hizo magistralmente con su Paniceiros, Gabriel García Márquez con Macondo o Uxío Novoneyra con la sierra de Courel. Realidad y ficción, ¿quién puede señalar con precisión la frontera, los límites claros que las separan? Ambas ambiguas, movedizas y camaleónicas. Cometí un gran error al tratar de recordar Gestalgar antes de venir, mixturé  su río con el de Antella, sus calles se conectaban en mi imaginación, sus parajes aparecían unidos pese a la gran distancia, unas remembranzas se machihembraban con las otras. Hacía bastante tiempo que no regresaba a Gestalgar y en Antella solo estuve una vez, hace más de veinte años. La memoria, para tratar de no perderlos, presa del pánico, los anudó entre sí con esmero. Así sucede con el resto de las cosas que guardamos apiladas en el oscuro y desordenado desván de nuestro inestable magín. En nuestra imaginación se forman las coaliciones más descabelladas. Recordar es crear sólidas conexiones imposibles, férreas soldaduras entre el humo y el viento.


Días así nos son gratos, generosos, paréntesis muy necesarios en familia, escapando de la rutina, el cansancio y la desgana; huyendo del trabajo y del espejo, parando los relojes, haciendo juegos de prestidigitación. Por orearnos y matar la polilla terca de la costumbre, para ordenar o reorganizar un poco la sesera, el zacuto de pensar, que diría Miguel Sánchez-Ostiz. Alfons Cervera escribe que los lugares a los que no regresamos es como si no existieran, tal vez sea así. En contra de esto, la avara memoria estira y deforma lo vivido hasta el extremo, lo transforma hasta lo irreconocible para no perderlo. No siempre lo consigue. Si es necesario borra o nos escamotea algún detalle crucial para que la historia evocada nos sea cómoda y mantenga el empaque intacto con toda su credibilidad. Por si acaso, hace tiempo que no me marcho de ninguno de los sitios en los que he estado, entre el otero del recuerdo y la negra cueva del olvido, trato de vivir el instante y retenerlo, soporto el peso de una gran responsabilidad que he contraído conmigo mismo, me dedico al acopio minucioso de susurros intuidos, de imágenes fugaces, guiños entrevistos, olores sutiles, sonidos apagados, tomo entre mis manos todo lo que se rompe, lo que se apaga, lo que se seca, se esfuma o se desmaya, soy el último hablante de una lengua nacida para morir, el relámpago que tronza la tiniebla, voraz de bioluminiscencias, el trueno que rompe algo en el cielo y en la calma para siempre, y ese silencio que llega después, plagado de voces borboteando como charlean narcóticas las ranas en esas noches ardientes de verano en las que no puedes dormir y una mano fría que no es solo de este mundo te hiela el sudor y retráctil se desvanece mientras deja al largo insomnio haciendo equilibrismos en conversaciones muy trilladas con tu séquito de fantasmas y verdugos.


Imagen: Gestalgar.