¿Para qué caminar ausente por los campos? ¿Por qué perderse por las sendas y las trochas, por hijuelas, barrancos y derrotas? Para alejarme un poco de mí y de las tercas circunstancias, también de vosotros y vuestros filos, de este mundo escacharrado, tomar perspectiva y si es posible, además, para mejor encontrarme y conocerme en el extravío. Por intentar dormir a Claudia que ayer tuvo su primera fiebre y anda un poco inquieta, pachucha. Un hijo enfermo es la constatación del gran absurdo universal y de algo todavía mayor: el amor y el sufrimiento que unos padres son capaces de acarrear sin doblegarse. Aporías, misterios que guardan misterios. Tras los primeros pasos, se apacigua el avispero del corazón en cuanto tomo el camino de la cantera, entre naranjales y viñedos geométricos, pinos, algarrobos árabes, olivos y almendros grecolatinos. El cielo, un trapo sucio, anuncio de tormenta inminente. Este septiembre viene pasado por agua y vinagre de inclemencias. Los cañaverales, mecidos por una brisa que anuncia el final del verano, arpegian un rumor sedante, caricia, consuelo del alma.
Los caminos rurales, sus bordes pedregosos, van llenos de hinojo y romero en flor. El fruto del lentisco luce estos días de rojo pasión, imponente. Encuentro también en las orillas de las veredas la hierba de alacrán, zapaticos de la virgen, espino negro, coscoja. Junto a un contenedor de basura, a la vera de unos bancales, crecen lantana, ricino, la olivarda de preciosas flores amarillas y algunas mal llamadas malas hierbas. Por los herbazales creo distinguir la delicada flor rosada del dragoncillo. Y hay muchas más especies de las que nunca sabré el nombre, de otras ni su existencia, tanta delicia sospechada y por siempre desconocida. Y así he pasado media mañana, como un Livingstone de secarral descubriendo la campiña chestana, cruzándome con tractores y vecinos hasta que Claudia se duerme y yo me borro entre lo pequeño, humilde y frágil del mundo, junto a lo que siempre está ahí reafirmando la vida aunque nadie preste atención, hablando por los codos en silencio, con lo que refresca y alumbra aunque no haya salido el sol y gobierne un bochorno pegajoso que aprieta duro antes de que las nubes descarguen la esperada lluvia que suele llegar escasa, tibia, insuficiente.
Lo visto en el paseo fue un espejo claro de lo que de mí no había visto todavía. Y lo tenía delante, a la intemperie, gratis total, entregado en dadivosa desnudez, oreándose, libre. Todo me contaba una historia íntima, la esencia más propia de mi ser y dónde era mejor mi estar. Y yo escuchaba fuera del yo, con todos los sentidos como antenas, en carne viva. De regreso a casa vi el jazmín irresistible, sus pétalos de seda limpia tocados por una tímida luz, cubriendo una reja herrumbrosa con miramiento y elegancia, y en su gesto delicado me habló de un instante mínimo, perfecto, tal vez único, en el que no estaba ni la reja, ni el óxido, ni el tiempo, ni el carrito de bebé, tampoco mi mirada torpe, ni siquiera mi ceguera. Todo era el jazmín y nada más existía. Y no importaba. Me tambaleo, se me cae encima hasta la cordura que me falta. Claroscuros. Amargas revelaciones. Deseé la destrucción de la belleza, su erradicación. Sigo celebrando lo efímero de su arrollador encantamiento, lo fugaz de su existencia entre lo feo. Todo fue el jazmín y sus raíces oscuras, constrictoras, queriendo retenerme. Sentí un escalofrío, una congoja súbita al salir aturdido y desorientado de esa extraña plenitud que por un momento, tan hermoso, terrible, me había subido hasta el cielo, me había robado a mi hija Claudia.
Imagen: Viñedos chestanos.
Belleza de escrito.
ResponderEliminarMuchas gracias, Jorge. Es una alegría verlo publicado en Plumas hispanoamericanas. Un abrazo.
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