miércoles, 2 de agosto de 2023

Resort.


 Resort. Fin de semana con los niños en un complejo hotelero. Cerca de Benidorm, en lo que probablemente fue un secarral al pie de unas montañas peladas. Como horizonte, el lomo azulado del mar mediterráneo, ese parpadeo rutilante de sus escamas de plata al sol. A pocos kilómetros Callosa d’en Sarriá, el pueblo de mi abuela, la tierra de los nísperos, como ella decía. Recuerdo las Fuentes del Algar, sus chorros de agua helada en pleno agosto, la olla callosina de la tía María que era para meter la cuchara sin recato. De diez. Guadalest y aquel museo medieval de la tortura que de niños nos excitaba, como todo lo oscuro y lo grotesco, con su guillotina y la dama de hierro, el garrote vil, el potro y unas cabezas jibarizadas que no sé ya si vi allí o en el cercano museo de miniaturas y que, supongo, ya habrán retirado de sus vitrinas.

En un hotel como este todo está destinado a proporcionar placer y confort al cliente, pero suele resultar artificial, falso. Tal vez sea pretendida esa sensación de espejismo, de irrealidad edulcorada, delirios placenteros, algo pop, algo kitsch, como en las obras de Jeff Koons o en algunas instalaciones efímeras, escenografías de series televisivas que siempre terminan bien. Fuegos artificiales, distracción para ocultar las sombras negras, esa noche absoluta que nos va creciendo por dentro. Aquí los días van sobre ruedas, sin resistencias ni aristas, nada de asperezas, programa incesante de actividades lúdicas para los niños, piscinas y hamacas para los padres allá donde dejes reposar la mirada en su fatiga. Comida y bebida sin fin. Solazo alicantino. Paraíso con pulsera, los deseos más primarios serán cumplidos sin esfuerzo. Y ya que fui me mimeticé a la perfección, nadie pondría en duda que yo era uno más, eslabón perfecto, otro cero pulido y sonriente. La modorra de la hora de la siesta será el nuevo nirvana, la mística posmoderna se encuentra entre el hartazgo, el empacho y la acedía. El exceso como centro exacto de las cosas, no hay resaca larga si sirven champán en el desayuno. Creo oír melodías conocidas, la vie en rose, what a wonderful world. Iluminación rápida y definitiva vía luces LED. Al mediodía, los niños preparan recetas con chocolate en la zona chill out para que los matrimonios bien avenidos puedan disfrutar del delicioso en sus bungalós de lujo. Todo en este hotel se confabula para que salgamos de la rutina  descolorida, rancia y llena de humedades, por hacernos entrar en la alegría gregaria de los felices subyugados. Hologramas. Decorados. Visiones. Desearás regresar porque no hay flor de loto parecida o adormidera igual ni en los barrios de cochambre ni en las urbanizaciones tristes que habitamos. Todo esto sería el quiero y no puedo de alguna cosa más grande todavía y no sé muy bien de qué o ya lo he olvidado.


Desde lo alto, asomado a las terrazas pude ver el mar original, un instante, como por primera vez, novedoso, auténtico entre tanto trampantojo, y supe dónde estaba la única verdad sin fisuras, lo supe con ese santo vértigo de tocar y comprender lo cierto entre lo falso. Troya no tiene tanta importancia ya, tampoco Ítaca. Es el viaje. Siempre es el viaje. Y los caminos, cruciales, los de ida y los de vuelta, los atajos, las circunvalaciones, los extravíos, a un lado naranjales, algún cañaveral, pequeñas montañas con sus pinadas al otro lado, y el mar de nuevo, el cielo azul incontestable, las nubes tan cómodas en el cambio permanente, las espigas de arroz bien verdes y tan altas que empiezan a combarse bajo el primer sol de agosto. Por la ventanilla veo almendros, palmerales, olivos, algarrobos, pequeños huertos, higueras, escombreras, álamos, alejándose de mí, borrándose en el retrovisor, las adelfas engalanaban los márgenes con sus banderas rojiblancas de veneno y belleza. Qué poco aprendí de lo que dijeron. Carreteras por la costa, todas pasan por la encrucijada asombrada y asombrosa de un corazón atento. Valencia-Alicante, cuántas veces en mi niñez. La hora de partir será cualquier hora. En el resort gocé de ficciones a pleno convencimiento, sin dudar, para eso fuimos, para dejarnos seducir por el engaño. Cuando lleguemos a casa solo nos queda soportar la realidad estabulada y violenta sustentados por mentiras dulces como cerezas picotas del valle del Jerte, mentiras deliciosas como dátiles egipcios, qué sabor el de las cosas que nunca probaremos, cómo nos reclama, cómo nos aparta de la locura toda esta locura, son ilusiones, quimeras necesarias, tan quijotescas como piadosas, toqué unas alas que no eran mías, en la boca un sabor de uvas moscatel, todo olía a nardos, a perfume del cuerpo deseado derramando su aguasal, no pasaban los segundos, y te juro que volé, que yo lo vi, mientras soñé que volaba.


Imagen: Benidorm.

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