miércoles, 30 de agosto de 2023

Pero estuvieron muy cerca ayer.


 Encontró la salvación en un óleo sobre lienzo de 60,5 x 50cm. Eso es lo que quiero pensar, que el arte puede sostener, aunque sea temporalmente, las vidas más atribuladas. Gustave Courbet pintó un autorretrato, Hombre enloquecido por el miedo (1846), en el que al borde de un acantilado, con expresión fúnebre, derrotada, parece preguntarse si debe saltar al vacío o permanecer aguantando el chaparrón a este lado desconchado de la eternidad. Por suerte para la historia del arte, el pintor salió del pozo más negro de sus demonios, dejó inconcluso este cuadro, tal vez también el rapto de una pulsión oscura quedó en suspenso y siguió con otros proyectos pictóricos unos cuantos años más hasta que en 1877 se lo llevó una cirrosis para siempre al cementerio de Ornans. Mientras uno plasma su caída al fondo del abismo, hay esperanza, no toca fondo. Pinceles, violines, plumas estilográficas, pueden conjurar vitalismos entusiastas mientras hablan de sufrimiento y dolor. Ahí su magia y su misterio, su capacidad adictiva, analgésica y revolucionaria. También está nuestro contumaz instinto de supervivencia. No hay cieno que nos haga pensar que sobre su superficie turbia no podríamos encontrar nenúfares, parvadas de patos, el cobre encendido del atardecer o el lomo hipnótico y lisérgico de las carpas japonesas. Algo que valga la pena. La realidad es un abanico que se abre y se cierra constantemente, siempre  distinto y nuevo, ante la mirada atenta. Gracias a la necesidad ineludible de plasmar y compartir sus voces, ¿cuánto soportaron Yukio Mishima o Stefan Zweig lo insoportable antes de dar el último paso? Testimonio de un descalabro, tiempo ganado a la Parca y generoso aviso para navegantes.

Escribe Pablo Cerezal que “de las tumbas que otros labran crecen mordiscos escuetos para amortiguar el daño y recorrerle senderos al tiempo”. Hay luz en lo turbio, flores en los basurales, algo que aprehender en el vacío y en la muerte. La desgracia narrada tiene propiedades lenitivas como el terror que se susurra al oído puede resultar terapéutico. Emil Cioran decía que al saber que siempre cabía la opción del suicidio había tenido fuerzas suficientes para vivir sin tener que recurrir a él. Para un acorralado que todavía quiere escapar la pared que tiene detrás es un punto de apoyo para tomar impulso, nunca un paredón o el final de una una calleja sin salida. Aprendemos a golpes pero también de las historias que nos cuentan los demás sobre los golpes que han recibido. Somos puzles a los que les faltan las piezas capitales, matrioskas desparejadas, mosaicos inacabados soñando teselas. Solo con los pedazos de los otros, con lo que no tenemos, lograremos plenitud. Nos completamos con partes que tal vez no existen, con prójimos que nos dan la espalda y se alejan para siempre entre la niebla. Y cada vez más solitarios, como en los lienzos de Hopper, pero con tecnología 5G para comunicar nuestra incomunicación de la manera más eficiente.


Nadie podrá con nosotros pero estuvieron muy cerca ayer, que canta Quique González y suena a celebración de heridos, a nos hemos librado por los pelos, a tú eres Bonnie y yo soy Clyde en fuga por las carreteras de la costa alicantina, a brindis de desgraciados o a himno de perdedores empecinados que amañan nuevas oportunidades mientras planean escapatorias por si la cosa vuelve a salirles mal. Y si hay derrota lo cantaremos de algún modo, aunque sea desafinando, pero con cariño y pasión, como quien pone una férula en el esguince o aplica sobre una frente enfebrecida un paño frío, como quien unta la pomada sobre una úlcera y la cubre con cuidado enfermero, gasa de hilo, algodón y vendas cohesivas. Si hay saqueo le haremos una oda al botín perdido, también una elegía a la estrella extinguida mientras nos cubre la noche más opaca y lóbrega, nostálgicos, sin consuelo, sin saber a dónde ir, agradeciendo el breve, hermosísimo e incomprensible parpadeo que fue la vida.


Imagen: Yukio Mishima.

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