lunes, 15 de abril de 2024

Primavera y enfermedad.

 


Abril extraño, primavera y enfermedad revueltos. Florecen los ciruelos, el mirlo canta pletórico y el digestólogo me pide una gastroscopia y una colonoscopia, por ampliar el estudio, así, para que vaya disfrutando de la brusca subida en los años conscientes y las temperaturas, el brotar de los achaques, el ruido del quebranto todavía incipiente en la salud y el despliegue de un horizonte abarrotado de nuevas e inesperadas posibilidades. No todas divertidas, claro. Agridulce. Como beberse el vino hasta la hez o batir los huevos con sus cáscaras. No negaré el bajón de ánimo, las nubes negras sobre el alero. Voy también a la neumóloga para ver si tengo apnea del sueño, porque últimamente me duermo por los rincones, y salgo de su consulta con una CPAP prescrita más la indeseable recomendación de perder peso. Lo que faltaba para el duro. Aún no tiro el escudo para huir más veloz como hizo Arquíloco de Paros pero voy alejándome, discreto, sin mirar atrás demasiado, de plazas y mercados, de estadios, ciudades, parlamentos, centros comerciales y campos de batalla.

La vida (o el vigor) va quedando al fondo, a la derecha, entre jirones de niebla. Cada analítica sanguínea supera en asteriscos a la anterior, ya pasé por el bisturí del dermatólogo debido a un carcinoma basocelular y a mis cuarenta y seis años, más cioranesco que epicúreo a veces, empiezo a intuir que voy tomando el camino de bajada o de regreso, como prefieran verlo, sendas de los elefantes hay muchas por este laberinto existencial y suelen terminar en el mismo lugar di non ritorno. Disfrutaremos de las vistas mientras podamos. Para colmo, mis vecinos ponen flamenco y bachata a lo que dan de sí sus amplificadores y yo deseo una lluvia de napalm sobre su parcela mientras escucho por evadirme las suites para chelo de Bach, interpretadas por Rostropovich. Mano de santo. Todo esto son minucias si miro el sufrimiento que hay alrededor, naderías, bobadas, bagatelas, pataletas de un niño que perdió sin estrenar el regalo más valioso de su vida, que fue la propia vida, por la borda que se fue enterita o al menos lo más importante y para no volver. Todavía soy afortunado, sé que puedo hacer algo con esa maraña de fatigas y digestiones pesadas, con la cicatriz y la neurosis, con la pérdida, la ausencia y con todo lo que me falta. Lo débil me ha dado fuerzas; lo roto, entereza.


Salvando distancia y gravedad, Masaoka Shiki escribió alguno de sus mejores haikus mientras se ahogaba en sus flemas, Edvard Munch pintó a una madre desconsolada al contemplar a su hijo deforme y llagado por la sífilis congénita; William Utermohlen, tras ser diagnosticado de Alzheimer, fue pintando una serie de autorretratos por los que se podía ver la evolución de su enfermedad, hasta que en el 2000 se retrató como un rostro deforme, sin ojos, casi sin un mínimo recuerdo de su condición humana. Carente de expresión, como un pedrusco inerte. Sobrecogedor. Terrible. La estética viene a recordarnos que la belleza y el horror suelen presentarse cogidos de la mano o de la zarpa, según el caso.


El brazo perdido de Cendrars, Cervantes o Valle-Inclán, la sordera de Beethoven, la de Goya, las cataratas de Monet, el trastorno bipolar de Vincent van Gogh, las depresiones de Tolstoi, Hemingway o Franz Kafka, la mano quemada de Django Reinhardt. Lecciones de superación personal impagables, de gente rota que logra sacar del dolor algo grande, luminoso y trascendente. Rara avis, contadas excepciones. Pulirlo. Hacer con el dolor lo que el mar hace con las piedras, que escribiera Ada Salas. Me queda mucho por hacer, ahora que la nada ya va soplando su aliento incómodo en mi nuca. Cuando pensamos demasiado en el cuerpo es que algo empieza a fallar. Crujen las junturas, fatiga de los materiales, huele a cables quemados. Hay que cambiar algo. El espejo ya no engaña, veo todos mis rostros, todas las máscaras, también la calavera que espera al final del todo, fuera del tiempo. Qué bello aquello que el gran Joseph Roth, alcohólico obstinado, escribió en Job: El dolor le hará sabio. La deformidad, bondadoso. La amargura, dulce. Y la enfermedad, fuerte. Su mirada será amplia y profunda. Su oído, fino y lleno de resonancias. Su boca callará, pero cuando abra los labios, anunciará cosas buenas. Cómo quisiera yo sacar de mis errores y flaquezas un texto pequeño, sencillo, humilde y genial, que ayudara a alguien, que acelerase su sangre, que hiciera despertar algo, un texto indestructible, aunque al final no sirva para nada, como muchas veces no sirven esos labios que se ciñen sobre unos labios fríos, como normalmente tampoco pueden nada esas manos que presionan por la vida contra un pecho que no late, la probabilidad es mínima, contra un cuerpo desmadejado, de súbito en abandono, propiedad ya de la muerte, pero continúan el noble gesto, obcecadas, siguen pulsando el tórax como quien llama a una puerta que no se abrirá de nuevo. Es bello el gesto inútil, a pesar de todo, y seguimos escribiendo también, todavía, tenaces, por lo mismo, aunque nadie nos lea, aunque siempre ya solos en la noche y sin remedio.


Imagen: Utermohlen, de William Utermohlen (2000).

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