martes, 23 de abril de 2024

Libro contra dragón.


 Farinato de Ciudad Rodrigo con huevos revueltos, café americano y Perder el juicio de Ariana Harwicz, en la faja dicen que tiene un toque de David Lynch y a mí también me viene a la cabeza Fogwill y sus pichiciegos, una voz dura que horada nuestras zonas de confort, de nuevo lo oscuro y brutal emitiendo esa luz verde fosforescente y pantanosa de rara belleza que emborracha. Verde que te quiero verde. Verdes de la aurora boreal o de la Ofelia de Millais ahogada en el río. Una huida claustrofóbica, un secuestro condenado al fracaso, querer ser buenos y no poder.

La mañana pasa lenta, tediosa barcaza deslizándose por aguas de minutos mansos y extendidos hacia nadie sabe. Hemos montado una habitación de juegos en la que fue morada de la hija que se marchó y no quiere ser pródiga todavía, hay que seguir con el hueco bien presente recordando el abandono. Pasamos allí el rato mientras Claudia da sus primeros pasos y los niños juegan juntos a construir y destruir Imperios, Elena se inclina por una cerveza 1906 y yo por la cazalla Cerveró, con agua y mucho hielo.

Tratamos de imaginar cómo será la próxima casa, con suerte la definitiva, tal vez, una chimenea es imprescindible si nos mudamos a las tierras más frías del interior, algo de terreno para un pequeño huerto y algún árbol frutal, más de tres habitaciones y, si es posible, un despacho para poner allí la biblioteca y algunos objetos del pasado, como anunciaba certera aquella tienda de antigüedades clausurada, quincalla genealógica, cosas viejas salvadas in extremis de terminar en el vertedero, conservadas solo por su valor sentimental. Antiguallas, trastos inservibles, pecios rescatados del naufragio de otras vidas. Pipas de brezo, cámaras Voigtlander, mecheros antiguos y oxidados, plumas estilográficas maltrechas, un molinillo de café y un retrato de mi suegra pintado al óleo sobre lienzo por Constante Gil, quien fuera propietario del mítico café Madrid e inventor del Agua de Valencia, un cóctel de cava, zumo de naranja, ginebra y vodka. En el Café de las Horas creo recordar que también le añaden unas gotas de angostura y algo de ambiente neobarroco.


Claudio Ferrufino me comenta sus últimas adquisiciones librescas: Geografía de Estrabón y La guerra de Granada, de Diego Hurtado de Mendoza. Entiendo y comparto su alegría. Esa elección es un elogio de lo inactual, una apología de lo repudiado y desaparecido. Un milagro. El tiempo es realmente de oro cuando lo invertimos en todas esas cosas que para muchos desgraciados ya son inútiles e improductivas. En pleno siglo XXI, entre guerras crecientes y barbarie desmedida, la esperanza, un libro, cuartetos de cuerda, pinceles y aguarrás, pan de oro, subrayar, escribir en los márgenes, la escala pentatónica o las variaciones Goldberg, sonetos, el triple salto mortal, rosetones, capiteles, pizzicatos, marinas, aguadas, arquivoltas, bodegones, coreografías, decorados, telones que suben, funciones que empiezan, cuentacuentos, recitales, clases de baile, carboncillos y otras revoluciones interiores, verdaderas.


La gran minoría lectora como un rey Midas con lepra en un reino decadente, la humanidad resistiendo el asedio, el arte que embellece y hace un poco más soportable este gran absurdo azul que gira y describe órbitas elípticas alrededor del Sol. Es un alivio encontrar a alguien con quien compartir obsesiones, compinches, hermanos de tinta, alguien que te diga, mira, lee esto, aquí hay medicina de la buena, piloerecciones, puñetazos y mariposas en el estómago, asombro, sacudidas y puntos de inflexión, escapatorias, reinvenciones, canela en rama y horizontes nuevos. Es san Jorge, 23 de abril, Día del Libro, Elena me regala Guerra y guerra de László Krasznahorkai, como un exorcismo, guerra, odio, lo que no debería existir, guerra y más guerra, lo que va creciendo como un hongo venenoso por todas partes. El dragón despliega sus alas de dominio para hundir al mundo en su sombra, el santo murió hace siglos y no se le espera, hay demasiados inocentes muertos, el libro en mis manos, mártires alimentando a la bestia, numerosos son también sus siervos, me hago a un lago y comienzo a leer en voz alta, dirige su hocico hacia mí, resopla, llamaradas, todo es fuego alrededor, tal vez pueda leer un par de líneas más, un par de palabras, se acabó, László, 451 grados Fahrenheit.


Imagen: Tienda de antigüedades de Valencia, objetos del pasado.

lunes, 15 de abril de 2024

Primavera y enfermedad.

 


Abril extraño, primavera y enfermedad revueltos. Florecen los ciruelos, el mirlo canta pletórico y el digestólogo me pide una gastroscopia y una colonoscopia, por ampliar el estudio, así, para que vaya disfrutando de la brusca subida en los años conscientes y las temperaturas, el brotar de los achaques, el ruido del quebranto todavía incipiente en la salud y el despliegue de un horizonte abarrotado de nuevas e inesperadas posibilidades. No todas divertidas, claro. Agridulce. Como beberse el vino hasta la hez o batir los huevos con sus cáscaras. No negaré el bajón de ánimo, las nubes negras sobre el alero. Voy también a la neumóloga para ver si tengo apnea del sueño, porque últimamente me duermo por los rincones, y salgo de su consulta con una CPAP prescrita más la indeseable recomendación de perder peso. Lo que faltaba para el duro. Aún no tiro el escudo para huir más veloz como hizo Arquíloco de Paros pero voy alejándome, discreto, sin mirar atrás demasiado, de plazas y mercados, de estadios, ciudades, parlamentos, centros comerciales y campos de batalla.

La vida (o el vigor) va quedando al fondo, a la derecha, entre jirones de niebla. Cada analítica sanguínea supera en asteriscos a la anterior, ya pasé por el bisturí del dermatólogo debido a un carcinoma basocelular y a mis cuarenta y seis años, más cioranesco que epicúreo a veces, empiezo a intuir que voy tomando el camino de bajada o de regreso, como prefieran verlo, sendas de los elefantes hay muchas por este laberinto existencial y suelen terminar en el mismo lugar di non ritorno. Disfrutaremos de las vistas mientras podamos. Para colmo, mis vecinos ponen flamenco y bachata a lo que dan de sí sus amplificadores y yo deseo una lluvia de napalm sobre su parcela mientras escucho por evadirme las suites para chelo de Bach, interpretadas por Rostropovich. Mano de santo. Todo esto son minucias si miro el sufrimiento que hay alrededor, naderías, bobadas, bagatelas, pataletas de un niño que perdió sin estrenar el regalo más valioso de su vida, que fue la propia vida, por la borda que se fue enterita o al menos lo más importante y para no volver. Todavía soy afortunado, sé que puedo hacer algo con esa maraña de fatigas y digestiones pesadas, con la cicatriz y la neurosis, con la pérdida, la ausencia y con todo lo que me falta. Lo débil me ha dado fuerzas; lo roto, entereza.


Salvando distancia y gravedad, Masaoka Shiki escribió alguno de sus mejores haikus mientras se ahogaba en sus flemas, Edvard Munch pintó a una madre desconsolada al contemplar a su hijo deforme y llagado por la sífilis congénita; William Utermohlen, tras ser diagnosticado de Alzheimer, fue pintando una serie de autorretratos por los que se podía ver la evolución de su enfermedad, hasta que en el 2000 se retrató como un rostro deforme, sin ojos, casi sin un mínimo recuerdo de su condición humana. Carente de expresión, como un pedrusco inerte. Sobrecogedor. Terrible. La estética viene a recordarnos que la belleza y el horror suelen presentarse cogidos de la mano o de la zarpa, según el caso.


El brazo perdido de Cendrars, Cervantes o Valle-Inclán, la sordera de Beethoven, la de Goya, las cataratas de Monet, el trastorno bipolar de Vincent van Gogh, las depresiones de Tolstoi, Hemingway o Franz Kafka, la mano quemada de Django Reinhardt. Lecciones de superación personal impagables, de gente rota que logra sacar del dolor algo grande, luminoso y trascendente. Rara avis, contadas excepciones. Pulirlo. Hacer con el dolor lo que el mar hace con las piedras, que escribiera Ada Salas. Me queda mucho por hacer, ahora que la nada ya va soplando su aliento incómodo en mi nuca. Cuando pensamos demasiado en el cuerpo es que algo empieza a fallar. Crujen las junturas, fatiga de los materiales, huele a cables quemados. Hay que cambiar algo. El espejo ya no engaña, veo todos mis rostros, todas las máscaras, también la calavera que espera al final del todo, fuera del tiempo. Qué bello aquello que el gran Joseph Roth, alcohólico obstinado, escribió en Job: El dolor le hará sabio. La deformidad, bondadoso. La amargura, dulce. Y la enfermedad, fuerte. Su mirada será amplia y profunda. Su oído, fino y lleno de resonancias. Su boca callará, pero cuando abra los labios, anunciará cosas buenas. Cómo quisiera yo sacar de mis errores y flaquezas un texto pequeño, sencillo, humilde y genial, que ayudara a alguien, que acelerase su sangre, que hiciera despertar algo, un texto indestructible, aunque al final no sirva para nada, como muchas veces no sirven esos labios que se ciñen sobre unos labios fríos, como normalmente tampoco pueden nada esas manos que presionan por la vida contra un pecho que no late, la probabilidad es mínima, contra un cuerpo desmadejado, de súbito en abandono, propiedad ya de la muerte, pero continúan el noble gesto, obcecadas, siguen pulsando el tórax como quien llama a una puerta que no se abrirá de nuevo. Es bello el gesto inútil, a pesar de todo, y seguimos escribiendo también, todavía, tenaces, por lo mismo, aunque nadie nos lea, aunque siempre ya solos en la noche y sin remedio.


Imagen: Utermohlen, de William Utermohlen (2000).

sábado, 30 de marzo de 2024

Monotonía y resurrección.


 Ya lo cantó José Mateos: La vida las mismas notas no las repite dos veces. Aviso crucial para navegantes como también para náufragos. Cada encuentro es una ocasión irrepetible, el ichi-go ichi-e de los japoneses, poner toda la carne en el asador por si se apaga de improviso. Viajes míticos por la costa del verano y la juventud, en sfumato. La manzana prohibida y el mordisco eran nuestros, ahora la fruta está podrida, perdimos apetito y se nos cayeron algunas piezas dentales. Es la época de la renuncia. Los cuerpos se alejan, el deseo se atenúa vencido por el cansancio, el disco que suena es el de siempre y está rallado. Y tú ni caso, feliz en el descuido y la inadvertencia. Monotonía de lluvia tras los cristales, añade Antonio Machado.

Despistado, celebras lo iguales que pasan los días en rebaño por la vaga puerta de tu casa. Sin novedad, tan lacios, idénticos. La miopía del alma ha ido aumentando en las últimas semanas y, de lo importante, no te has enterado de nada. Lelo. Tú en tu nube enferma y la gente que amas alrededor del muro, pidiendo paso. Lo dice también en un poema Enrique García-Máiquez, solo el aburrimiento o el cansancio son muerte. Y eso que ya es primavera, pero ahí vas, erre que erre, contumaz, terco e impasible, acelerado, a tus cosas, con prisa por llegar a ninguna parte en la hora inadecuada. Entre la cuna y la sepultura, el tiempo en desperdicio, un hombre polilla en batín agrio, la humanidad degradada y florecida como rancios panes sin provecho.


Cuando amanece, llueve o parte el viento alguna rama, solo percibes el hecho meteorológico, no el lienzo, la música o el fogonazo, no intuyes la metáfora mortal que da la vida, el símbolo vaporoso que no explica el misterio pero lo afirma, le da peso, hondura y ligereza a la vez. Vuelo. Siempre fue el vuelo. Y la tinta enamorada. Qué ceguera si solo ves flor en la flor y no un mensaje de esperanza, si solo sientes muerte en la muerte, ¿para qué la alegría, el dolor o las balanzas? Has pasado demasiado tiempo siendo víctima consciente del tiempo, dicen que la prisa mata, algo debe cambiar en ti, ahora o nunca, no hay más, no hay una vida en serio y otra vida de licencia, que cantaría Rafael Berrio. Levántate, entra en el instante, siente el centro, su vorágine, tómalo, da las gracias y desaparece. 


A modo de coda o de introito, no podría dilucidarlo, algo extraño pasa, algo ha terminado y algo comienza hoy, esta es mi primera tarde, la primera vez que miro por la ventana, mis primeros pinos y algarrobos, el primer cielo gris, mi primera resurrección y el primer camino polvoriento, la primera vez que veo llover mientras por primera vez juegan mis hijos ante mi primer yo, nuevos decorados para nuevos personajes, todo es ganancia y para bien, Elena me llama por primera vez desde nuestra habitación y por primera vez también siento la punzada irrepetible de la ternura en nuestra primera noche.

lunes, 18 de marzo de 2024

Primavera anticipada.

 


Marzo de nuevo, hace un año que voy escribiendo estos textos breves, estas pequeñas realidades surgidas de enrevesadas e insondables ficciones y del aserrín metálico de lo cierto. Diario minucioso y disperso, caótico, quirúrgico y desmañado, lírico también, cajón de sastre, totum revolutum, cuaderno de notas, fuga de ideas, colecta de cotidianidades, urbano y rural, dietario cabal y alucinado. Pasado, presente y futuro amalgamados, como quiso Jules Renard, romper continuamente el hielo que vuelve a formarse en el cerebro. Impedir que cuaje. Verdad y mentira solapadas, artefacto literario, montaña rusa frente a un mar en calma, refugio o campo de minas, todo bien mezclado en la coctelera de pensar, en el hueco del sentir, ligado con el pegamento alado de la imaginación. 

Tímidos vuelven a florecer los ciruelos que hay en la calle del trabajo que a finales de año dejaré y en el que he estado cerca de siete años. Echaré de menos algunos lugares y a algunas personas que, de alguna manera, siempre irán conmigo. Me inquieta la eléctrica emoción del partir rumbo a lo desconocido. Claudia cumple un año, Elena toca los cuarenta, nueve años son ya los que alcanza nuestra relación. Cifras que nos van marcando como muescas agridulces en el cinturón gastado del tiempo. Imagino un destino laboral próximo de interiores remotos y olvidados, juego con la idea de escribir un Knockemstiff edetano y fronterizo digno de la hondonada salvaje que tan bien describió Donald Ray Pollock. Los cambios siempre tienen algo de Far West o de spaghetti western, según se mire. Llevo días escuchando el blues de Zac Wilkerson alternándose con la voz rota de Diego Vasallo, si no es por ti no salgo vivo. Amén.


En Fallas la ciudad es un termitero de caos y gozadera, la sangre roza la ebullición, vuelve renovada la antigua querencia mediterránea de vivir o arder en el intento. Calles cortadas, los barrios como ratoneras, casales en fiesta constante y monumentos falleros esperando el fuego que los redima, charangas de alegría, detonaciones, excesos, ríos de gente y más gente desbordándose por doquier, pólvora y cazalla perfumando el aire. Viene Octavio Paz de parte de la vida y nos dice que el día abre los ojos y penetra en una primavera anticipada. Todo lo que mis manos tocan, vuela. Está lleno de pájaros el mundo. Hoy, en Valencia, su palabra es una verdad irrefutable. Me alejo un poco del centro, he dejado la capital en busca de un silencio sencillo, para pasear estos versos luminosos por la Cueva del Turche y su preciosa cascada que viene del río Juanes, muy cerca de Buñol y sus cementeras. Cañaverales y álamos junto al riachuelo, algarrobos, ailanto, zarzaparrilla. Una sombra veloz me toca desde lo alto. ¿Será un cernícalo planeando solitario o la mano terca de la muerte, ahora que el corazón en calma se place por la floresta, perra muerte que espera usurera y sanguinaria mi regreso inevitable a la funesta encrucijada del pacto? Espera a que llegue tu turno, todavía un poco más, espera, que un instante feliz nos ha vuelto inmortales mientras en marzo el invierno y la primavera, sobre un lecho de azahares, son cópula y dentellada.


Imagen: Cueva del Turche.

jueves, 29 de febrero de 2024

De zorros y almendros.

 


Junto a un campo repleto de almendros en flor, en el arcén de la carretera comarcal que va a Cheste, un zorrezno atropellado, inerte sobre el brillo de su sangre al primer sol de la mañana. Me da por pensar en cómo la vida pone siempre cerca de la belleza el azote inmisericorde de lo terrible, pegado al horror más sofocante dispone el vaso de agua fresca y cristalina. Después de cada sesión de quimioterapia que mi suegro recibía, ibamos siempre a un restaurante italiano. Los carbohidratos relativizan el mal del mundo, y la grappa ni te cuento. Leo en Vaciad la tierra, una biografía poética sobre Osip Mandelstam durante su martirio soviético, escrita por Agustín Pérez Leal, que donde la muerte muestra sus vergüenzas está el verso que brota, que se descara y echa a caminar.

La imagen inmediata es oscura, delirante, dura como una reclusión forzada, poética como el aire que entra por las rendijas, claustrofóbica, raramente bella. Es un recuerdo parásito de Rebeldía y sumisión, que acude sin venir a cuento, obra de teatro dirigida por Sigfrid Monleón y con texto del poeta Alejandro Simón Partal. Trata sobre el cautiverio de Dietrich Bonhoeffer, párroco luterano, teólogo que formó parte de la resistencia contra el nazismo y que fue encarcelado y acusado de conspirar para matar a Hitler por lo que terminó ahorcado en 1945. En los albores de la pandemia, mientras estábamos obligados a permanecer encerrados en casa y yo disfrutaba de una excedencia laboral cuando Marcos era un bebé, fue subida a YouTube de manera gratuita para el disfrute general de la platea y el mío en particular. Es paradójico cómo me sentí un poco más libre a través de una historia tan asfixiante y olvidé por un rato la jaula impuesta. Las virtudes del arte son incontables, salvíficas. Como aquellos almendros en flor tan cerca de la tragedia, el arte siempre nos da una tregua. Comento este casual redescubrimiento con Claudio Ferrufino y le envío el enlace para que pueda verla, creo que el tema es de su interés y estoy seguro de que disfrutará de la obra. Hace poco hablábamos también sobre la novela que narra el paso de Osip Mandelstam por la prisión de Butyrka y su posterior viaje en tren hacia Siberia, muriendo de camino, en Vladivostok. Atracción común por esas tinieblas densas desde las que sale la luz más pura que un ser humano pueda dar.


Regresan los mosquitos y el sudor, de la mano de una primavera que cada vez se anticipa más, viene la plaga. También llega la noticia de que tras más de veinte años dando vueltas como enfermero por la sanidad valenciana, gracias a una orden que viene desde Europa para disminuir la temporalidad, parece que antes de que termine el año por fin conseguiré una plaza de funcionario en propiedad. Trabajo asegurado para toda la vida, con los tiempos inestables que pululan no es poca la tranquilidad. Tengo la gran suerte de poder escribir de lo que quiera y como quiera, me gano los garbanzos con algo muy alejado de la literatura. Libertad de cátedra artística dirigida a tres o cuatro gatos lectores, como mucho. No es necesario más. Hacemos cábalas en los ratos muertos de la clínica, por los pasillos, en las consultas, a la hora del almuerzo. Cuando nos toque elegir destino solo quedarán plazas en los grandes hospitales y en la Valencia más rural. Yo me decanto por la segunda opción. Con cuatro hijos, cuatro gatos y una perra prefiero trabajar en el Centro de Salud de Mordor o al otro lado del muro, al norte de Poniente, antes que hacer de nuevo turnos rodados y noches en largas salas de luces tenues con olor a café, ambiente de quejidos, aerosoles mucolíticos y antisépticos variados. Además, cada vez tengo más querencia por el campo y las aldeas, por lo despoblado y lo que se ha quedado fuera de esta época. Celebramos el puesto vitalicio con la botella 146 de 555 de Aldeasoña, un Ribera del Duero espléndido. Mientras llegan los platos principales, Toni, jefe de sala del restaurante Huerto Martínez, se sienta a conversar con nosotros sobre lo humano y lo divino, siempre presente su amado Camarón de la Isla, mis libros de aforismos, las cocochas de merluza y la receta de sus deliciosas alcachofas a la mostaza, confitadas, confiesa, y nosotros que creíamos que eran hervidas. Con los cafés regresa a nuestra mesa y brindamos con Cragganmore. Sabe que vayamos donde vayamos, volveremos de vez en cuando a comer a su casa, que es la nuestra.


Ya de noche, en la cama, pienso en Las dos Fridas, misteriosa e inquietante obra que Frida Kahlo pintara en 1931, la indígena y la de raíces europeas, ambas mujeres y sus herencias, unidas por un sistema cardiovascular que se hace común para dos corazones definitivamente inseparables. Me gusta y me sostiene esa mezcla, esa fractura que se une, la comunión de lo diferente, de lo escindido, y el arte que nace de todo esto, esa pareja de enamorados que Marc Chagall pintó sobrevolando la ciudad, el surrealismo de Leonora Carrington, Hurt de Johnny Cash y sus ganas de empezar de nuevo, Nick Cave cantando: I don't believe in an interventionist God, entrando de lleno en un debate teológico con mucha miga. Creo que Job estaría de su parte. Me duermo entre Hans Küng y Karl Rahner, Leonard Cohen, Julieta Venegas y Metallica, me acunan los poemas de Vicente Gallego y de Mark Strand, los aforismos de Ramón Eder, de mi amigo Michel F. y de Miguel Ángel Alonso Treceño. La oscuridad no es absoluta. Bajo los párpados tengo un pequeño zorro muerto, jamás vi un pelaje tan bello como el suyo ensangrentado, su cara transmitía paz, me duele, abre los ojos, levanta la cabeza rota, me mira fijamente, y alrededor, todos los árboles pierden sus pétalos, retroceden, nos dejan solos, mejor esperar a que llegue pronto una nueva mañana. No hay consuelo.

miércoles, 21 de febrero de 2024

Insomnio móvil.


 El dedo se desliza nervioso por la pantalla del móvil, obsesivo-compulsivo arrastra imágenes a toda velocidad buscando algo que no encuentra. Ni encontrará. Es muy tarde, la noche de insomnio no entiende de misericordias, debería dormirme de una vez pero hay un nervio electrificado como de valla carcelera impidiéndole la victoria al sueño tenaz que tira de la manga de mi pijama y no se me lleva. Imágenes patinando ante mí que van directas hacia la insignificancia y el olvido fácil, irreversible. Reels, fogonazos, demasiado forraje por segundo para el buche cansado del alma, colorines parpadeantes, bengalas, como en La naranja mecánica o en los últimos instantes de una vida larga y vulgar. Pirotecnias, luces de disco-club ochentero, ilusiones volubles, tesoros falsos y traicioneros como arenas movedizas o elixires de la eterna juventud. Lanzamientos editoriales, las playas del paraíso, rutas y senderos por la Valencia más rural y desconocida, cocoteros, jazmín, Lemmy Kilmister, líder de Motorhead, hablando sobre rock and roll y alcoholismo. Cocina callejera asiática, artes marciales mixtas, la receta del graffe napoletane, la del kimchi y mil formas de cocinar el pollo en la air fryer, frases de filósofos, de influencers, técnicas enfermeras, six packs grecolatinos, crossfit poligonero y suburbial, senderismo, yoga y terapias alternativas, caguamas bien muertas, mujeres en bikini, James Brown, Guido Reni, líneas de bajo magistrales interpretadas por Jaco Pastorius o Flea, bajista legendario de los Red Hot Chilli Peppers. Noticias absurdas, increíbles, tatuajes, políticos repugnantes, cínicos y asquerosos. Reyertas en autobuses de Tucumán, robos en el metro de Barcelona, el salto del ángel, navajas filipinas, profesores universitarios sentando cátedra. Siempre hay algo de Van Gogh o un salón de bodas que se incendia, tiroteos demasiado cotidianos en los USA, memes argentinos, cristos brasileños, carnavales, humoristas mexicanos. Frases motivacionales, aforismos, blues, jazz, punk, arroces marineros, sushi, alcachofas, Joaquín Sabina, vinos italianos, anuncios de galletas, coches de lujo y Frenadol Forte. Estrellas Michelin, libros de la editorial Acantilado, el David y La Pietá de Miguel Ángel, más robos, violencia, costillares, el Tata Santiago, la virgen de Guadalupe, almendros en flor, poemas emotivos pulsando teclas rotas muy adentro, tomates raf, versos de la Pizarnik, el Baztán, el Tunari nevado, cocineros vascos y escritores rusos, todo lo que alguna vez miré descuidadamente, de reojo, o con esa atención celosa que, en su grado máximo, Simone Weil igualaba a la oración, porque ambas presuponían la fe y el amor. En la pantalla aparece lo que soy y lo que jamás seré, constelaciones, lo que fui, lo que no he sido y lo que nadie podría creer, galaxias lejanas, imposibles e improbables, lo que no tiene remedio y pesa en cada paso, una maleta rota y llena de disfraces en este absurdo cabaret destartalado y caótico, toda la luz que he ido derrochando y esa oscuridad azulada que nos espera al final del túnel o de la pantalla del IPhone postrero, al final de una vida que quería luz, como Goethe en sus últimas palabras, más luz, y se ha ganado a pulso esta tiniebla llena de conexiones, sobreinformación y datos tan irrelevantes como neurotóxicos, galerías y soledades. Guedejas grasientas, cañones de humo, Velázquez al fondo, confeti, calaveras, guirnaldas. Tritones, gatos callejeros, Julio Cortázar, jamón de Jabugo, sabandijas, Milei y su motosierra, Juan Rulfo, algún Beatle, César Aira, Ucrania, Hrabal, un bálsamo óleo-calmante anti-picor, así lo anuncian, el vermut más mítico de Bilbao, una casa en ruinas, el coliseo romano, los miradores del vértigo, las ciudadelas góticas, todos los muelles con el adarce y el vaivén de sus embarcaciones melancólicas, islas, estepas, deseos y repulsiones, tundras, exorcismos, las urbes y el orbe. Necio, deliras otra vez, apágalo ya, deja el teléfono, descansa, ponlo a cargar que mañana será un día intenso, deslavazado, estridente y filoso, deja caer todo el peso del mundo sobre los párpados, que la vida y la muerte podrían ser una y la misma cosa o muy parecidas, algo goyesco, berlanguiano, una confusión de límites desdibujados, etéreos, desconfigurados, esta montaña rusa interminable de miedo y carcajada, eso ya quedó bien escrito por siempre en Hamlet, seguramente, y en una sucia pared de aquel psiquiátrico perdido entre cerros en el que hace tanto tiempo trabajaste. Y recuerdas de repente a un enfermo mental que insistente pedía tabaco, antipsicóticos, condones y eternas partidas de ping-pong en los lentos domingos, en las tardes recluidas del verano, no tan distinto a ti, algún que otro temblor de más con algo menos de suerte, y cómo pudiste leer en su mirada, helándote la sangre, la clara intención de acabar con todo y dormir, dormir, tal vez soñar.

martes, 6 de febrero de 2024

Gestalgar.

 


Excursión a Gestalgar, en la comarca de Los Serranos, hacia el Interior, entre montañas, aquí el valle se transforma en vega, forma parte de la Valencia más deshabitada y desconocida. Vamos por la serpenteante carretera que llega desde Chiva a Gestalgar, jalonada de almendros en flor y grafitis que recuerdan, supongo, a jóvenes motoristas muertos en sus estrechas y cerradas curvas. Quinientos y pico habitantes, otro ritmo, otro tempo, también otro es el trato y la forma de mirarse a los ojos. En el bar donde almorzamos de tapeo son muy amables, todo bien y a buen precio, nos recomiendan que regresemos otro día a probar sus carnes a la brasa. No nos faltan las ganas. Hay una antigua y rara humanidad que por fortuna resiste lejos de las grandes ciudades. Se percibe que aquí ha venido a parar más de uno para curar sus heridas y volver a empezar de nuevo. Y está bien que los vencidos puedan seguir viviendo con dignidad. Creo con firmeza también en las segundas oportunidades,  el arrepentimiento y las metamorfosis sinceras.

Paseamos junto al tramo del río Turia que pasa pegado al pueblo, hacia la Peña María. Una familia se baña en porretas a lo lejos, medio escondidos entre las cañas. En el ambiente hay un poema que no logro retener, una extraña melodía en el silencio. Acicate o añagaza, no sé. El aire resplandece y es pura luz hasta en las sombras que aún refrescan, al mediodía el sol nos quema en la cara, zumbidos, Vivaldi debe andar nervioso. Álamos, sauces, fresnos, mimbreras. Además de los omnipresentes olivos, pinos y algarrobos. En las riberas romero, aliaga, tomillo y puede que brezo. El agua es tan clara que en ella se podría limpiar un corazón maltrecho.


Hace años leí con gusto Diario de la frontera y La lentitud del espía, de Alfons Cervera, escritor gestalguino a quien luego perdí la pista y ahora recuerdo y releo. Cervera inventarió con ternura el paisaje y el paisanaje de Los Serranos, las historias fundacionales de su Gestalgar mítico. Como Xuan Bello hizo magistralmente con su Paniceiros, Gabriel García Márquez con Macondo o Uxío Novoneyra con la sierra de Courel. Realidad y ficción, ¿quién puede señalar con precisión la frontera, los límites claros que las separan? Ambas ambiguas, movedizas y camaleónicas. Cometí un gran error al tratar de recordar Gestalgar antes de venir, mixturé  su río con el de Antella, sus calles se conectaban en mi imaginación, sus parajes aparecían unidos pese a la gran distancia, unas remembranzas se machihembraban con las otras. Hacía bastante tiempo que no regresaba a Gestalgar y en Antella solo estuve una vez, hace más de veinte años. La memoria, para tratar de no perderlos, presa del pánico, los anudó entre sí con esmero. Así sucede con el resto de las cosas que guardamos apiladas en el oscuro y desordenado desván de nuestro inestable magín. En nuestra imaginación se forman las coaliciones más descabelladas. Recordar es crear sólidas conexiones imposibles, férreas soldaduras entre el humo y el viento.


Días así nos son gratos, generosos, paréntesis muy necesarios en familia, escapando de la rutina, el cansancio y la desgana; huyendo del trabajo y del espejo, parando los relojes, haciendo juegos de prestidigitación. Por orearnos y matar la polilla terca de la costumbre, para ordenar o reorganizar un poco la sesera, el zacuto de pensar, que diría Miguel Sánchez-Ostiz. Alfons Cervera escribe que los lugares a los que no regresamos es como si no existieran, tal vez sea así. En contra de esto, la avara memoria estira y deforma lo vivido hasta el extremo, lo transforma hasta lo irreconocible para no perderlo. No siempre lo consigue. Si es necesario borra o nos escamotea algún detalle crucial para que la historia evocada nos sea cómoda y mantenga el empaque intacto con toda su credibilidad. Por si acaso, hace tiempo que no me marcho de ninguno de los sitios en los que he estado, entre el otero del recuerdo y la negra cueva del olvido, trato de vivir el instante y retenerlo, soporto el peso de una gran responsabilidad que he contraído conmigo mismo, me dedico al acopio minucioso de susurros intuidos, de imágenes fugaces, guiños entrevistos, olores sutiles, sonidos apagados, tomo entre mis manos todo lo que se rompe, lo que se apaga, lo que se seca, se esfuma o se desmaya, soy el último hablante de una lengua nacida para morir, el relámpago que tronza la tiniebla, voraz de bioluminiscencias, el trueno que rompe algo en el cielo y en la calma para siempre, y ese silencio que llega después, plagado de voces borboteando como charlean narcóticas las ranas en esas noches ardientes de verano en las que no puedes dormir y una mano fría que no es solo de este mundo te hiela el sudor y retráctil se desvanece mientras deja al largo insomnio haciendo equilibrismos en conversaciones muy trilladas con tu séquito de fantasmas y verdugos.


Imagen: Gestalgar.

Libro contra dragón.

  Farinato de Ciudad Rodrigo con huevos revueltos, café americano y Perder el juicio de Ariana Harwicz, en la faja dicen que tiene un toque ...