miércoles, 27 de septiembre de 2023

Recuerdos de anís.


 Pastis marsellés bien cargado de hielo en la terraza frente a las lomas en sombra y acude inmediato el recuerdo de aquella trilogía de Jean-Claude Izzo, magnífica novela negra ambientada en Marsella, en la que descubrí de la mano de Fabio Montale, entre otras muchas cosas, la existencia  ahumada y salina del inigualable Lagavulin y al cantante argelino Lili Boniche haciendo de la nostalgia canción con su Alger, Alger. Además desfila ante mí, entre tragos lentos, aquella boda por la campiña de Aviñón, más larga que una boda zíngara, en la que alguno que otro terminó al borde del coma etílico, con la camisa partida, entre los coches del aparcamiento. Amigos ucranianos y bolivianos me comentan que sus fiestas también son extenuantes, excesivas, maratonianas. No importa la cultura, el estrato social, el país o el continente, en la celebración y en el duelo, el alcohol siempre abunda alrededor en cantidades industriales. La música también, pero de una manera más irracional y misteriosa, chamánica, rozando lo ritual y lo mágico.

Dice José Mateos, “cuando escucho la música y me conmueve, ya no soy yo quien se conmueve”. No se me ocurre una mejor manera de decirlo y me da rabia no haber podido acudir hace unos días, por el maldito covid, a la presentación que hizo de La hora del Lobo en Valencia, su último poemario hasta la fecha. Mateos es un poeta de los grandes, uno de mis favoritos, trato de comprar todo lo que publica. Su palabra clara y honda logra lo más difícil: hablar sobre los grandes misterios de la manera más limpia y cristalina, con temblor, como hablan sobre la vida el agua que corre, el aire en su fuga y la nube que pasa. Conmigo siempre ha sido muy generoso y le estaré eternamente agradecido. Fue el primero que aceptó leer un poemario mío, cuando todavía no había publicado nada, y me hizo el gran regalo de sus sabios consejos y sus valoraciones sinceras, sin lisonjas, realmente útiles, curas de humildad por la vía rápida. Para crecer es necesario desprenderse del ego y de las alas, aceptar lo que no esperábamos escuchar, saber que podemos mejorar si honestos dejamos que llegue la ayuda y nos trastoque los planes que durante demasiado tiempo han dado en nada o en poca cosa. También fue el primero en llamarme poeta, lo cual todavía me ruboriza y a la vez me motiva a seguir contando sílabas. Aquel primer poemario que leyó José Mateos ya no existe, o no debería. Si queda algo de él no sé por dónde andará, en qué cajas mohosas o en qué baúles perdidos ni se sabe dónde, por fortuna. Ha cambiado mi voz, los temas o su tratamiento, mi forma de expresarme. Soy otro, escribo de otra manera, no miro igual, no veo lo mismo.


Después vino Antonio Praena, con igual generosidad, a obsequiarme su magisterio. Una suerte y un lujo haber podido contar con un poeta así en mi ciudad, tan accesible, alguien a quien hoy considero maestro y amigo. Y se fueron sucediendo los proyectos poéticos, y parecía que sí pero resultaba que no, algo faltaba, algo fallaba en cada una de las tentativas, cundía la desconfianza y el desánimo, la duda, todos los intentos terminaron al fondo de algún cajón irrevocable riéndose con insolencia de mí. Divago. Otro pastis, por favor.


El aforismo, de  una manera natural, fue desplazando a los poemas que hoy casi no escribo. Algún haiku sí, tankas, algo en arte menor muy rara vez, pero nada de los endecasílabos que trataba de hacer perfectos a lo Julio Martínez Mesanza. Ya vendrán los poemas si tienen que venir, no desesperes, dice Antonio. Me tranquiliza, yo también lo creo así. Paciencia. Pero como decía aquel, que cuando vengan las musas me encuentren trabajando. En su lugar, tres libros de aforismos, uno de ellos a cuatro voces y ocho manos. También estos textos breves que voy compartiendo regularmente en mi blog y que no sé muy bien hacia dónde van, hacia dónde me llevan. Cae la noche en la terraza y yo que insisto en mis cuidados. No queda hielo. El pastis se inventó en 1916 como sustituto de la absenta recién prohibida. Anís estrellado, anís verde, hinojo, regaliz y otras hierbas, el grado alcohólico máximo que la ley permitía, tal vez la bebida de moda entreguerras, todo muy modianesco, después llegaría la Segunda Guerra Mundial, el gobierno títere de Vichy, para arrasar con todo, para crear un mundo peor, para que la gente volviese a beber duro buscando ansiosa algún olvido momentáneo o el hundimiento definitivo. ¿Queda pastis? Noto un vaivén, escucho el recio rumor de las aguas desatándose, siento cómo me mece cada vez más violenta la corriente, la casa entera se desprende, se desgaja de la tierra y allá que va, surcando lo oscuro, palabra y melodía resultan hoy pequeños fanales de luz insuficiente, no tengo otra cosa entre las manos, no hay otro fulgor que llevarme al alma. Ilusiones derrotadas, sueños deshilachados, cascarilla, picadura, la copa vacía y rota, los días desportillados. Mi familia duerme ajena a esa otra delirante realidad que vivo a solas y me alivia su descanso plácido, la maldición no les toca, todavía están lejos de esa herida, y yo voy adentrándome en un viaje dans l’Hivern et dans la Nuit, insomne o sonámbulo, ya no sé, buscando algún camino posible, una vía de escape, dans le Ciel où rien luit.

martes, 19 de septiembre de 2023

Hijuelas, barrancos y derrotas.


 ¿Para qué caminar ausente por los campos? ¿Por qué perderse por las sendas y las trochas, por hijuelas, barrancos y derrotas? Para alejarme un poco de mí y de las tercas circunstancias, también de vosotros y vuestros filos, de este mundo escacharrado, tomar perspectiva y si es posible, además, para mejor encontrarme y conocerme en el extravío. Por intentar dormir a Claudia que ayer tuvo su primera fiebre y anda un poco inquieta, pachucha. Un hijo enfermo es la constatación del gran absurdo universal y de algo todavía mayor: el amor y el sufrimiento que unos padres son capaces de acarrear sin doblegarse. Aporías, misterios que guardan misterios. Tras los primeros pasos, se apacigua el avispero del corazón en cuanto tomo el camino de la cantera, entre naranjales y viñedos geométricos, pinos, algarrobos árabes, olivos y almendros grecolatinos. El cielo, un trapo sucio, anuncio de tormenta inminente. Este septiembre viene pasado por agua y vinagre de inclemencias. Los cañaverales, mecidos por una brisa que anuncia el final del verano, arpegian un rumor sedante, caricia, consuelo del alma.

Los caminos rurales, sus bordes pedregosos, van llenos de hinojo y romero en flor. El fruto del lentisco luce estos días de rojo pasión, imponente. Encuentro también en las orillas de las veredas la hierba de alacrán, zapaticos de la virgen, espino negro, coscoja. Junto a un contenedor de basura, a la vera de unos bancales, crecen lantana, ricino, la olivarda de preciosas flores amarillas y algunas mal llamadas malas hierbas. Por los herbazales creo distinguir la delicada flor rosada del dragoncillo. Y hay muchas más especies de las que nunca sabré el nombre, de otras ni su existencia, tanta delicia sospechada y por siempre desconocida. Y así he pasado media mañana, como un Livingstone de secarral descubriendo la campiña chestana, cruzándome con tractores y vecinos hasta que Claudia se duerme y yo me borro entre lo pequeño, humilde y frágil del mundo, junto a lo que siempre está ahí reafirmando la vida aunque nadie preste atención, hablando por los codos en silencio, con lo que refresca y alumbra aunque no haya salido el sol y gobierne un bochorno pegajoso que aprieta duro antes de que las nubes descarguen la esperada lluvia que suele llegar escasa, tibia, insuficiente.


Lo visto en el paseo fue un espejo claro de lo que de mí no había visto todavía. Y lo tenía delante, a la intemperie, gratis total, entregado en dadivosa desnudez, oreándose, libre. Todo me contaba una historia íntima, la esencia más propia de mi ser y dónde era mejor mi estar. Y yo escuchaba fuera del yo, con todos los sentidos como antenas, en carne viva. De regreso a casa vi el jazmín irresistible, sus pétalos de seda limpia tocados por una tímida luz, cubriendo una reja herrumbrosa con miramiento y elegancia, y en su gesto delicado me habló de un instante mínimo, perfecto, tal vez único, en el que no estaba ni la reja, ni el óxido, ni el tiempo, ni el carrito de bebé, tampoco mi mirada torpe, ni siquiera mi ceguera. Todo era el jazmín y nada más existía. Y no importaba. Me tambaleo, se me cae encima hasta la cordura que me falta. Claroscuros. Amargas revelaciones. Deseé la destrucción de la belleza, su erradicación. Sigo celebrando lo efímero de su arrollador encantamiento, lo fugaz de su existencia entre lo feo. Todo fue el jazmín y sus raíces oscuras, constrictoras, queriendo retenerme. Sentí un escalofrío, una congoja súbita al salir aturdido y desorientado de esa extraña plenitud que por un momento, tan hermoso, terrible, me había subido hasta el cielo, me había robado a mi hija Claudia.


Imagen: Viñedos chestanos.



jueves, 14 de septiembre de 2023

Cuarenta y seis.


 Cuarenta y seis. Hoy es mi cumpleaños. Para la ocasión escribí un texto pretendidamente celebratorio sobre el que se posó un tono sombrío que me estaba disgustando. Tarquín del alma y la memoria a borbotones, dietario incómodo, quintal de grava en los zapatos. Rómpelo y a la trituradora de papelones burdos, a la hoguera donde terminan esos folios impostados, tediosos, que resultan más falsos que un euro de madera. A veces, la teatralidad, el exceso de literatura, también la ambición artística, esconden, ocultan la realidad desnuda, lo cierto, lo verdadero, lo auténtico, ese raro joyel que todos buscamos en el barro de la pocilga, entre legajos barrocos y vidas farragosas. Qué difícil resulta humillarse ante la sencillez, darse a lo natural y sincero, a lo que no tiene dobleces ni recovecos. La alegría no viene del laberinto, nos llega con la salida del laberinto tras recorrerlo entero, angustiados. Como cuando de niños salíamos aterrados del tren de la bruja y un nervio eléctrico nos recorría el cuerpo haciéndonos sonreír como nunca. Y frecuentemente se nos olvida, lo ignoramos con alevosía y premeditación. Pues eso, que nada de máscaras trágicas, ni enrevesados ejercicios mentales, hoy no toca hacer recuentos crueles de la vida. Queden a un lado los errores que no me perdono, las decepciones, los sueños que ya nunca podrán hacerse realidad. Hoy no saldrán a pasear los duendecillos de la mala baba, esos seres aviesos que me hablan de arrepentimiento y culpa, mediocridad y estupidez atávicas.


Como Elena bien sabe de mis obsesiones, también de las literarias, me ha regalado un diario de Miguel Sánchez-Ostiz, de acertadísimo título hoy que voy estando más cerca de la cincuentena, ya de bajada en mi Tourmalet vital: Rumbo a no sé dónde. Y que suene Le temps qui reste, de Serge Reggiani y su mantra magistral para los tiempos malos: Mon pays c'est la vie. Mi país es la vida y un mantel mi bandera, que corra el vino blanco, la música, la gozadera, los sustentos del cuerpo y del alma, al pil pil, a la strogonoff, que se derrame la pintura sobre los lienzos del gozo y la efervescencia de este día irrepetible sobre el corazón. Pían los pájaros, celestiales, la luz suaviza las aristas de las cosas y los hombres, aporta bondad, Charles Aznavour viene con La Bohème, Elvis Presley trae su rock de la cárcel. En las primeras páginas del diario de Sánchez-Ostiz ya encuentro un regalo impagable, una cita de R.L. Stevenson, que aparece en su Sermón de Navidad: “La cordialidad y la alegría deben preceder a cualquier norma ética: son obligaciones incondicionales”, que me recuerda al “ama y haz lo que quieras” agustiniano, también a aquel poema de Claudio Rodríguez que decía que “largo se le hace el día a quien no ama y él lo sabe. Y él oye ese tañido corto y duro del cuerpo, su cascada canción, siempre sonando a lejanía”. Abrid las ventanas, pues, oread, ventilad cada rincón, cada mirada y cada pensamiento. No sé hacia dónde voy, qué me deparará este año y el resto del tiempo que me quede por vivir. Tal vez sea mejor así, la incertidumbre, esa espuela que nos invita a seguir fallando con gusto, la duda y ese miedo que nos hace salir a por más. Venga lo que venga me obligo desde ahora mismo al júbilo efervescente, renuevo mis votos con el amor pasmado, con la mirada atenta y el noble temblor ilusionado, con la pasión buena y entregada, no le tenderé la mano al mal ni a la bajeza, quisiera no hablar más en vano, ser un poco mejor que ayer y no esperar nada a cambio, trataré de no hacer mucho más ruido, de no romper más cosas ni hacer daño, dejar en este mundo algo, un pellizco de belleza. Propósitos muy sólidos para tiempos inconsistentes. Un cielo de otoño reflejado en los charcos. Hay una brisa helada que ya tiene mi nombre, un día partiré cantando y todo habrá valido la pena.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

Gota fría.


 Entramos en septiembre y es lluvia, viene la gota fría, los verdes parecen norteños, de tonos más jugosos, las hojas carnosas, oxigenadas, jóvenes. Se me llega a olvidar por completo que vivimos en un secarral cerca del mar. Bajan las temperaturas y el cielo gris, cárdeno, invita al cocido valenciano, el cuerpo se da al sofá y el alma a la introspección. Las siestas con aguacero son casi un regreso al útero materno. Despertar y que crujan las junturas, volver del más allá. Tiraremos de calvados y pipas de girasol ucranianas mientras se nos pasa la tarde en ver llover que es otra forma de hablar con Dios, con nosotros mismos o con nuestros propios muertos. Las grandes conversaciones siempre quedan pendientes, no concluyen, como nos pasa cuando dialogamos con la lluvia o la nieve, el prado, las olas encrespadas o el amor.

Avanzo en mis lecturas actuales: Julio Jurenito de Iliá Ehrenburg, Insomnio de Carlos Izquierdo y La belleza fragmentada de Juan Manuel Uría. Voy al trabajo con el coche nuevo, estrenar máquinas veloces nos enseñorea de alguna forma, falsamente, sientes que te rodea un resplandor, una fiebre como de gobernar las alturas, es adictiva la alucinación, el triunfo va sobre ruedas, parece que lo perdido es poco y la derrota menor, que valió la pena, y si aparece un nubarrón real entre pensamientos lelos se agradece algo de rock and roll clásico en el dial. Qué delicia el autoengaño con caviar ruso y coches alemanes. Por aquello de despistar, de que parezca que sí aunque sea que nunca, que definitivamente no. Sigo. Sobre los cerros desciende una tela sucia, humo manso y lacio, desvaneciéndolos. La carretera de Madrid ha recuperado el tráfico normal, las vacaciones y su fulgor van quedando arrinconadas por las obligaciones cotidianas y el asco reincidente. ¿Qué flor encarar fijamente sin bajar la mirada al instante con culpa y vergüenza?


Elena prepara croquetas y ensaladilla rusa con los restos del cocido, cocina de aprovechamiento, volvemos a la dieta sacrificada de las posguerras. El aceite a precio de oro y subiendo, a este paso habrá que prepararlo todo a la plancha, al vapor o volver a la manteca de cerdo aunque la náusea. Nuestras abuelas estarían orgullosas al ver cómo no desperdiciamos nada y tal vez apesadumbradas por lo que se cierne inevitable y funesto sobre el presente. La dieta mediterránea se postula como un lujo de ricos, para el resto de mortales quedan las neveras sórdidas, las azoteas de neones fundidos, la comida chatarra o el pienso de engorde.


Los niños ya necesitan el retorno al colegio y nosotros que vuelvan a sus aulas. En unos días me quedaré en casa para disfrutar los meses de permiso de paternidad que me quedan. O para sufrirlos, a qué engañarse. Tendré que cuidar de Claudia, llevar a Marcos a la escuela, hacer las compras, cocinar… deseo estar a la altura y espero que me sobre algo de tiempo para el vicio de la lectura y la escritura, esa necesidad vital tan poco apreciada. Tengo miedo, no lo niego, no. No sé si podré ser un digno padre de familia, si estaré a la altura de lo que se espera de mí o daré en espantajo. Habrá días difíciles, momentos tensos llenos de olvidos y torpezas, hay planes de fuga, refugios ya inventariados, cuando lo malo apriete mucho, cuando el agobio, pasearé hacia la cantera, entre naranjos, por los viñedos, con el miedo de un padre que ama y no soporta el fracaso, el abandono o el desprecio, dejaré la comida preparada, bien temprano, para perderme por los caminos rurales mientras empujo un carro de bebé y busco bajo las piedras resecas un escorpión, aprendí que es mi nahual, y si lo encuentro que me explique por qué tanto dolor si tengo todo lo importante, por qué lo pierdo sin remedio si tanto lo quise, si no soy sin ello, ¿no lo veis claro? Jirón sin vosotros, fundido a negro de mi propia historia. ¿Dónde estará el alebrije que me aparte de estas ganas de puro trago violento que me calme?, sueño cortocircuitos, desconexiones, ese trago bien duro que se lleve a mis demonios de una vez por todas aunque algo fundamental de mí se lleve al otro lado para siempre. Por fortuna, Escribe Víctor Colden: “¿Me duele? Lo escribo. Cauterizo heridas con palabras”. Así lo siento yo también en el centro de esta encrucijada del diablo rodeada de precipicios y zarzales, cumbres, tormentas, madrigueras, laberintos y raras, espinosas, flores de montaña mojadas por la lluvia y por la sangre. Y así, escribiendo, casi sin darme cuenta va pasando el chaparrón, un tiempo distinto, más soportable, sucedió al tiempo adusto. Tímidamente amanece, me quito el awayo del luto de mí mismo, silencio las rancheras desesperadas, los boleros melancólicos, el blues de la frontera y vuelvo a darme sin reservas, en carne viva, vehemente, niño, loco, enamorado, al duro y difícil trabajo de la alegría.

Cosas de mayo.

  Seguimos escarbando en lo que nos dejaron los muertos. Vamos abriendo cajas que almacenábamos en el garaje, desechando trastos, descartand...