Fui a recoger a mi hijo Iván a Paiporta y, tras casi un mes de la maldita DANA, lo que vi todavía parecía un campo de batalla. Si no hubiese sido por los voluntarios que se acercaron espontáneamente a echar una mano todavía sería mucho peor. Hace mucho que el Estado no es una madre, no, ni nutricia, ni amantísima, ni abnegada, ni solícita ni nada de todo eso que suena tan desfasado ya, nos tiene abandonados, simple y llanamente. El Estado es como una gran aspiradora insaciable que, cuando es necesitado por el pueblo en apuros, desaparece o llega tarde y mal o no está ni se le espera. Luego hablan de desafección política y se extrañan o se escandalizan desde sus urbanizaciones de lujo, con guardias de seguridad en la puerta, sus abultadas cuentas corrientes y los colegios más exclusivos para que sus hijos se relacionen solo con quien pueda darles en el futuro algún beneficio, siempre alejados de la plebe tiñosa y esos problemas demasiado reales para el gusto refinado de las estirpes que triunfan sin escrúpulos y a costa de complicar gravemente la vida de los otros. Y se enojan si les muestras tu desprecio. De risa, por no llorar.
Johnny cogió su fusil y Amparo, mi madre, tiró de Alzheimer, cubo y bayeta y se puso a limpiar como una autómata el estropicio formado por la DANA en su casa de Paiporta. El agua llegó al metro y medio de altura, malbaratándolo todo. Mi hijo Iván nos cuenta que cada día que regresaban para seguir limpiando y sacar más lodo, cada pertenencia destruida y cada mueble hinchado aparecía por primera vez para mi madre, la misma sorpresa desagradable repetida, su propio día de la marmota, el trauma renovándose cada mañana, una tortura en bucle de fango y desamparo. Sísifos redivivos somos, la cinta de Moebius imponiendo su potestad, seres humanos como bueyes roturando sin descanso un erial interminable. Y los amos en Cancún o en República Dominicana, por ejemplo, de holganza permanente y bisnes bravo. La realidad termina superando a la ficción, sobrepasa todas nuestras resistencias. Elena y Marcos todavía sufren pesadillas cada noche, con el recuerdo recurrente de una crecida de las aguas súbita y violenta, y coches arrastrados por la corriente, y árboles, farolas, camiones, contenedores de basura, y bultos fugaces de los que es mejor no tratar de adivinar su naturaleza exacta.
Llama por teléfono mi padre y me comenta que no se salvó tampoco el trastero de su casa en el que yo guardaba libros, discos compactos, una guitarra Ephipone Les Paul y un amplificador de cuyo marca ni me acuerdo, entre otras muchas cosas medio olvidadas. Ya puedo decir que he perdido una parte de mi pequeña biblioteca de Alejandría, o una parte especial de mis posesiones, esa que uno guarda para sacar a la luz cuando en el futuro se tenga la casa de la vida con el soñado despacho correspondiente. Y va pareciendo por tanta circunstancia adversa que eso no sucederá jamás de los jamases. Seguirá postergándose la gran ilusión in aeternum. Y qué más da, al final, lo importante es vivir para contarla, que decía el Gabo. Hay nubarrones grises y para que el ambiente emocional cambie, los niños pronto a la cama, cena en pareja de exhaustos, un poco de roquefort, jamón ibérico, algún embutido y un Macán clásico del 2020, de Vega Sicilia y Benjamín de Rothschild, elegante, refinado, delicioso. Arcangelo Corelli, Vivaldi, Jean-Baptiste Lully, un par de podcasts de Mario Colleoni y Ramón Andrés. Una grata conversación con Elena, sin prisas ni interrupciones, mientras cenamos, y el pan ácimo o pan de la aflicción compartido, también el pan salado del sexo, después, para que la alegría retorne un día, pronto, lo antes posible, con ese intenso sabor metálico en la boca como cuando, de niños, nos caíamos al suelo, surgía la herida, brotaba la sangre del labio y no pasaba nada porque nada sabíamos de la muerte embaucadora ni de desastres naturales y nada tampoco de la parca y sus artimañas ni del Réquiem, lacrimosa dies illa qua resurget ex favilla judicandus homo reus, de Wolfgang Amadeus Mozart.
Imagen: estragos de la DANA en Paiporta.
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