La sombra del almez huele a higos, sandía y hierba recién cortada, es densa y refrescante, a veces, al pasar por ella en los días más calurosos del estío, deja sobre la piel quemada un bálsamo que ayuda a seguir el camino. También está el agua que corre por las acequias, su música que sosiega, acompaña y ahuyenta el cansancio y la manía cioranesca. Llevamos desde el inicio del verano viviendo aquí, en una isla que se esconde tierra adentro. El valle es sabio y posee innumerables formas de ayudarnos a bienvivir. Entregarse a una nueva geografía es abrirse también a sus gentes y costumbres, descubrir un tesoro inagotable. Hay palabras nuevas que aquí hemos aprendido, otras han cobrado para nosotros un hondo significado que antes no tenían. Ardachos, dondiego de noche, cardo espinado, ontina y marrubio, ¡nene, que grandes están ya tus guachos!, hay que ir a quitar pollizos de las oliveras, ¡no hay caracol que iguale a la serrana!, si llueve bien en agosto tendremos níscalos y setas de chopo en abundancia cuando se desarrolle el otoño, aquí hay que darle su justo valor a cada cosa, a cada puro instante sin precio, es de oro el silencio de las plazas en la hora de la siesta, las calles adoquinadas, el castillo, las campanadas remachando con belleza las horas que pasan, es digna de conocer también su gastronomía, sus embutidos, los palomos son unas minihamburguesas con hígado y carne de cerdo envueltas con los redaños (en otros sitios de Valencia se las llaman figatells), los grullos y las toñas son dulces típicos de origen árabe, el pan que aquí sabe a pan, los tomates a tomates, el arroz de matanza es una grata y deliciosa sorpresa, el calducho, los castaños, chopos y perales dialogan siempre sabios con las almas que quieren escuchar y sin violencias las mejoran, también están los caminos infinitos, los ribazos, las zarzamoras, la hiedra en los bancales y el musgo en las acequias pulsando melancolías futuras para cuando llegue el frío, algún manzano, las higueras, la fuente de las Anguilas y la del Ral, fuente Bella, Tobarro y el Tollo Pillete, las chimeneas, la leña apilada, los paseos sin prisa ni rumbo, en la distancia la central nuclear de Cofrentes, sus chimeneas humeantes, los castaños de la ronda de los Tornajos, las montañas y los campos de labranza, nuevos horizontes, nuevas amistades, el ritmo pausado de lo que realmente importa, la presencia permanente de lo que no se alcanza a ver y se intuye, los adoquines, las casas centenarias, los vencejos, la filarmónica, acabamos de aterrizar aquí, como quien dice, hace tres o cuatro días y qué grande y profunda se nos ha hecho de repente la vida en el centro de este valle en donde dicen, los que no saben, que no hay nada, que nada importa, que ya no vive nadie.
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