lunes, 5 de agosto de 2024

Todos los agostos.

 


Vienen, clamando justicia, se congregan, repleta dejan la terraza en sombra, todos los agostos de mi vida solicitando hueco y atención, tablao, escenario y platea abarrotada. Aquelarre de rostros e instantes desdibujados, escenografías goyescas o de Gutiérrez-Solana, también de Sorolla, claro, o de Berthe Morisot y sus recogedoras de cerezas. Agostos eternos de niño en los bloques de astilleros de la avenida de la Malvarrosa, agostos en una avenida de luz cerca del mar. La abuela Amparo era vecina de Tonica la pescadera, su mejor amiga, y siempre tenía en casa buen producto para elaborar platos de cocina marinera, mis favoritos eran la sepia sucia, la titaina, el mero o los calamares encebollados. En la galería, un ligero perfume de anís saliendo del botijo sudoroso. El abuelo Luis, ya ausente, seguía contándonos historias del lejano oeste, de las mil y una noches y de batallas perdidas no tan lejanas como podríamos suponer. En el salón las obras completas de Blasco Ibáñez, Tolstoi, Dostoievski, casetes de coplas republicanas de cuando la Guerra Civil, don Quijote y Sancho Panza tallados en madera por el abuelo siempre presente, enigmático y mítico, con su gabardina y el sombrero de ala ancha, porque ya hacía unos cuantos años que no estaba, se fue al galope, montado en un cáncer de hígado con crines de escarcha y humo, dejando el vacío y la desgarradura.

Agostos de juegos innumerables, de fútbol sin cesar en las calles polvorientas, pillapilla, globos de agua y un, dos, tres, pollito inglés, veranos de literas como barcos surcando mares procelosos con los primos que ya no trato, días de aventura y descampados, niños sin horarios ni límites precisos. El miedo todavía era menor que la alegría. Después vinieron los agostos adolescentes, los del joven solo en el piso de Valencia, muy cerca de la estación y el mercado del Cabañal. Agosto de parques con litronas, locales de ensayo por el camino hondo del Grao, calimocho a espuertas, garitos de mala muerte y peor fama. Agostos entre Bob Marley y el Master of Puppets de Metallica, de noches largas en las que la marea subía violenta hasta las comisuras de los labios sedientos y los días eran lagunas calientes, sudor y calambres en jóvenes de pronta recuperación e inmortalidad a flor de piel. También hubo agostos que pesaron mucho, dejaron profunda mella y que resulta imposible recordar.


Paréntesis, formateo del disco duro, compuertas que se abren y cierran a su antojo, el curso interrumpido y reiniciado, pasan los años y van llegando los agostos adultos del pluriempleo por hospitales, psiquiátricos y ambulancias, centros de salud y postas sanitarias en las playas de la costa valenciana, agostos que se suceden dejando hijos, viajes, rupturas, mudanzas, cansancio, también ilusiones renovadas, lo inesperado, nuevas y doradas oportunidades. Agostos como este agosto de lecturas lentas, de tragos pausados, de jardín y piscina bajo los pinos. Borges, Salgari, Bukowski y otros asideros imprescindibles nacieron en agosto. Agostos como este mes de trabajo y familia con hijos nerviosos sin vacaciones, estabulados, la casa como una olla a presión, la ansiedad, puedo oír el silbido, días sin turismo, sin alternativa, lo mismo de siempre pero agotados, ni un solo lugar al que escapar por un rato de uno mismo, de la frustración, ni mucho menos de los otros, de su agresividad, agosto asfixiante sin otro oasis que estas frases, sin otro refugio que unas cuantas palabras mal escogidas, aproximativas, torpes, mezcla de agua fresca y sal, de arena del desierto y leche de coco, rara mixtura agridulce de carne asada y tarquín, cerveza fría y chiles habaneros, sexo entre animales y éxtasis divino, agostos de muerte y resurrección, de esperanza y desamparo, de lenta muerte a secas.


Imagen: terraza en agosto.

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