domingo, 31 de diciembre de 2023

El parisién.

 


París también es llegar y ver los suburbios desde el RER B, notar en el paisaje un predominio del gris que nos reestructura, gris en el cielo y en los edificios, en las nubes sucias, en las palomas, las azoteas y en el rictus defensivo de la gente baldada. París también es ese tipo que desde su ventana, en un cuarto piso del bulevar de Belleville, alimenta con parsimonia a unos cuervos grandes como halcones. Los mendigos que vivían literalmente en el McDonald’s de la esquina, resguardados del frío, bebiéndose a sorbos un café interminable y desdichado. La anciana pálida que hablaba sola, alucinada, y tenía junto a ella una maleta pequeña y un bolso medio roto del que iba sacando pedazos de comida que aderezaba con un tubo de mayonesa extraído del bolsillo de su abrigo ajado.

Teseo, en mármol, humilla al Minotauro y los estorninos que, con su belleza humilde, picoteando por los jardines de las Tullerías, permanecen impasibles ante semejante derroche de épica. No son de grandes batallas estos pájaros, son más bien de agradecer el poco pan y el mucho espacio recibido. En la distancia, la noria y el Louvre. El frío, omnipresente, se hace más llevadero por el vino caliente y las salchichas alsacianas. El paseo en barco por el Sena no es solo ver desde las aguas el Museo de Orsay o el Gran Palais, también es tener la sensibilidad de advertir las tiendas de campaña debajo de los puentes, poder leer lo triste entre el lujo y la opulencia y que no nos domine el veneno fuerte de la indiferencia.


El kebab berlinés regentado por el chico simpático de origen tunecino, la calle Oberkampf con el despliegue multiétnico de sus bares y restaurantes, los salones de té y las tiendas de dulces árabes, el local de comidas para llevar especializado en cocina antillana. París no es solo la torre Eiffel iluminada en la noche, es también la foto rodeada de flores del turista asesinado por un islamista radical cerca del puente Bir-Hakeim. El agradable dependiente marroquí del Carrefour city que me cuenta su verano en casa de unos familiares residentes en Mataró mientras hace reír a mi hija Claudia, París es recordar también que no todos son iguales, y no caer en el prejuicio fácil ni en el barro injusto y asqueroso de la intolerancia.


París es callejear sin rumbo, entrar por casualidad en Saint-Étienne-du-Mont y descubrir que allí están las tumbas de Jean Racine y Blaise Pascal. Comer mexicano por el Barrio Latino, babear ante alguna librería mítica, atiborrar la nevera del apartamento de cerveza Kronenbourg y quesos franceses. El spleen, Baudelaire y sus albatros, los castañeros apostados junto a las galerías Lafayette, el Arco del Triunfo, el Obelisco de Luxor, el metropolitano, los bazares, los ahorcados de François Villon, los parques, los aguaceros, las sombras alcohólicas, los callejones sin salida, y a pesar de todo, Carla Bruni cantándole al amor.


París es partir distinto de París, dejarse un motivo para volver a Notre Dame, regresar a casa con algo nuevo en los bolsillos, algo que brilla en la oscuridad como los adoquines bajo las farolas finiseculares, como los ojos de las gárgolas, como un gesto de cariño en la terraza de algún café, como la sangre, las miradas y los filos, el deseo, como el sexo atropellado cuando los niños duermen, y que todo vuelva a latir después, en calma, pleno de significados, como la basílica del Sacré Coeur desde la ventana de nuestra habitación, su nimbo cálido quebrando las tinieblas en la colina de Montmartre, refugio en la distancia, algo de faro y algo de rompiente, y nosotros la espuma en danza, el corcoveo de caballos heridos, el último instante, la última oportunidad, y saber que no hay perdición sin esperanza, como presentimos en los hoteles del extrarradio o en los aeropuertos, en los centros comerciales, en las salas de espera, en el trabajo y en todos los lugares donde morimos sin remedio, intuir que hay cosas que podrían ser diferentes, mientras regresan de la mano, inseparables, la dicha y la melancolía, como en los cielos estrellados y en las sillas sin nadie de Vincent van Gogh.

4 comentarios:

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