miércoles, 6 de septiembre de 2023

Gota fría.


 Entramos en septiembre y es lluvia, viene la gota fría, los verdes parecen norteños, de tonos más jugosos, las hojas carnosas, oxigenadas, jóvenes. Se me llega a olvidar por completo que vivimos en un secarral cerca del mar. Bajan las temperaturas y el cielo gris, cárdeno, invita al cocido valenciano, el cuerpo se da al sofá y el alma a la introspección. Las siestas con aguacero son casi un regreso al útero materno. Despertar y que crujan las junturas, volver del más allá. Tiraremos de calvados y pipas de girasol ucranianas mientras se nos pasa la tarde en ver llover que es otra forma de hablar con Dios, con nosotros mismos o con nuestros propios muertos. Las grandes conversaciones siempre quedan pendientes, no concluyen, como nos pasa cuando dialogamos con la lluvia o la nieve, el prado, las olas encrespadas o el amor.

Avanzo en mis lecturas actuales: Julio Jurenito de Iliá Ehrenburg, Insomnio de Carlos Izquierdo y La belleza fragmentada de Juan Manuel Uría. Voy al trabajo con el coche nuevo, estrenar máquinas veloces nos enseñorea de alguna forma, falsamente, sientes que te rodea un resplandor, una fiebre como de gobernar las alturas, es adictiva la alucinación, el triunfo va sobre ruedas, parece que lo perdido es poco y la derrota menor, que valió la pena, y si aparece un nubarrón real entre pensamientos lelos se agradece algo de rock and roll clásico en el dial. Qué delicia el autoengaño con caviar ruso y coches alemanes. Por aquello de despistar, de que parezca que sí aunque sea que nunca, que definitivamente no. Sigo. Sobre los cerros desciende una tela sucia, humo manso y lacio, desvaneciéndolos. La carretera de Madrid ha recuperado el tráfico normal, las vacaciones y su fulgor van quedando arrinconadas por las obligaciones cotidianas y el asco reincidente. ¿Qué flor encarar fijamente sin bajar la mirada al instante con culpa y vergüenza?


Elena prepara croquetas y ensaladilla rusa con los restos del cocido, cocina de aprovechamiento, volvemos a la dieta sacrificada de las posguerras. El aceite a precio de oro y subiendo, a este paso habrá que prepararlo todo a la plancha, al vapor o volver a la manteca de cerdo aunque la náusea. Nuestras abuelas estarían orgullosas al ver cómo no desperdiciamos nada y tal vez apesadumbradas por lo que se cierne inevitable y funesto sobre el presente. La dieta mediterránea se postula como un lujo de ricos, para el resto de mortales quedan las neveras sórdidas, las azoteas de neones fundidos, la comida chatarra o el pienso de engorde.


Los niños ya necesitan el retorno al colegio y nosotros que vuelvan a sus aulas. En unos días me quedaré en casa para disfrutar los meses de permiso de paternidad que me quedan. O para sufrirlos, a qué engañarse. Tendré que cuidar de Claudia, llevar a Marcos a la escuela, hacer las compras, cocinar… deseo estar a la altura y espero que me sobre algo de tiempo para el vicio de la lectura y la escritura, esa necesidad vital tan poco apreciada. Tengo miedo, no lo niego, no. No sé si podré ser un digno padre de familia, si estaré a la altura de lo que se espera de mí o daré en espantajo. Habrá días difíciles, momentos tensos llenos de olvidos y torpezas, hay planes de fuga, refugios ya inventariados, cuando lo malo apriete mucho, cuando el agobio, pasearé hacia la cantera, entre naranjos, por los viñedos, con el miedo de un padre que ama y no soporta el fracaso, el abandono o el desprecio, dejaré la comida preparada, bien temprano, para perderme por los caminos rurales mientras empujo un carro de bebé y busco bajo las piedras resecas un escorpión, aprendí que es mi nahual, y si lo encuentro que me explique por qué tanto dolor si tengo todo lo importante, por qué lo pierdo sin remedio si tanto lo quise, si no soy sin ello, ¿no lo veis claro? Jirón sin vosotros, fundido a negro de mi propia historia. ¿Dónde estará el alebrije que me aparte de estas ganas de puro trago violento que me calme?, sueño cortocircuitos, desconexiones, ese trago bien duro que se lleve a mis demonios de una vez por todas aunque algo fundamental de mí se lleve al otro lado para siempre. Por fortuna, Escribe Víctor Colden: “¿Me duele? Lo escribo. Cauterizo heridas con palabras”. Así lo siento yo también en el centro de esta encrucijada del diablo rodeada de precipicios y zarzales, cumbres, tormentas, madrigueras, laberintos y raras, espinosas, flores de montaña mojadas por la lluvia y por la sangre. Y así, escribiendo, casi sin darme cuenta va pasando el chaparrón, un tiempo distinto, más soportable, sucedió al tiempo adusto. Tímidamente amanece, me quito el awayo del luto de mí mismo, silencio las rancheras desesperadas, los boleros melancólicos, el blues de la frontera y vuelvo a darme sin reservas, en carne viva, vehemente, niño, loco, enamorado, al duro y difícil trabajo de la alegría.

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