viernes, 7 de julio de 2023

Forzados a galeras.


 Durante la dinastía Tang, si uno quería acceder a la función pública, tenía que dominar las artes poéticas. Kavafis fue funcionario del Ministerio de Obras Públicas egipcio y Goethe era funcionario en la Corte de Weimar. Parece que, para soportar más dignamente toda una vida laboral al servicio del estado, contar sílabas podría servir de muleta o de bote salvavidas, desahogo, evasión y victoria frente a un desabrido Día de la Marmota sin Bill Murray. Poesía como escapismo. Houdinis de planillas retorcidas y agendas abisales huyendo hacia una superficie de versos encadenados. La verdadera vida parece que siempre riela en otros mares. Lo habitual es estar pero no estar, la sonrisa sardónica, empatía cero, darle a la tecla, compulsar el documento, cuñar la instancia, mandar la mente bien lejos a coger amapolas. Puede que Platón, precisamente por eso, al ver a más de un poeta ensimismado, a sus cosas, con cara de lelo o lunático, dejando pasar las horas, decidiese expulsarlos a todos, para siempre, de su República ideal.

Sería el trabajo público algo kafkiano, alienante, degradación de lo humano, el desierto de los tártaros en versión de oficinista, hombrecillos grises como potenciales Buzzatis, los tiempos modernos de Chaplin entre legajos, repitiéndose, burocracia absurda, ineficiente, salas de espera infinitas, fatiga, limbo para derrotados, podredumbre del alma. Desde fuera, desde el otro lado de la ventanilla, cuántas veces no hemos visto sus caras de palo rancio, sus ganas de poner traba y distancia, miradas de desprecio, mohín de asco, hostilidad, y todo ello envuelto en esencia de flores de pitiminí y fulares italianos. En las paredes siempre está presente el póster de algún exclusivo destino vacacional. Aires de aristocracia moderna. Autoengaños.


Yo huelo su desesperación, el miedo, el agrio fracaso de toda una vida malgastada a tripa llena, eso sí, pero de pesadas y lentas digestiones. El cerebro al ralentí y el corazón de zombi, fibrilando como una gusanera. La cadena es larga y cómoda pero están atados a una mesa. Las ilusiones más íntimas ya no podrán cumplirse y lo saben. Son, somos, animales heridos, estabulados, el alto y el bajo funcionariado, de sueño escaso, mustio, interrumpido, poco reparador, pesadillas de respiración entrecortada, ansiedad y depresiones, piezas oxidadas de un engranaje monstruoso que solo puede parar si se colapsa. Cuántos se dejan fuera de la Consejería o del Ministerio de turno su humanidad y ya no la recogen al regresar a casa. Diremos, para hacer justicia, que al otro lado de la ventanilla el panorama no es muy distinto. Camareros, repartidores, albañiles, limpiadoras, barrenderos, ebanistas, informáticos… en la empresa privada, también, sin versos libres, la misma tristeza insoportable. 


¿Qué daño podría hacerle algo de poesía a un muerto en vida? ¿Cómo negarle un romance a un condenado? Vi a un forzado a galeras recitar un poema entre dientes y parecía que, no siempre, casi nunca quizás, tal vez un brevísimo instante, apenas un suspiro, no estaba allí, lograba desaparecer de aquel lugar terrible, sfumato, cuando el cómitre le despellejaba la espalda a latigazos y él iba dudando entre sonetos, silvas y tetrásforos monorrimos, entre trinos, acantilados y praderas, mientras le daba al remo, y solo estaba yo, de repente, con plaza en propiedad, mi rostro era el mismo que el del cómitre y el galeote, un semblante ya sin máscaras, de todos y de nadie, idéntico, irrepetible, lleno y vacío al mismo tiempo, espíritu, carnal, en la vida y en la muerte, de Dios y de todos los demonios, se rasga el lienzo negro desde lo alto, un claro en el cielo, algo que se quiebra y se nos viene encima, suenan trompetas, termina la jornada laboral, caen los muros del templo, rompimiento de gloria.


Imagen: Cómitre y galeotes.

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