Dan ganas de alejarse del pecado cuando uno ve La caída de los condenados, lienzo que pintó Dirk Bouts entre 1450 y 1470. Por fortuna se me pasa pronto y retorno raudo al deseo de belleza y placeres, que tenemos muy claro que se está de paso y ya llevamos completado algo más de la mitad del camino, y además puede venir un imprevisto a cascamajarnos en cualquier momento, véase DANA, pandemias, Tercera Guerra Mundial o algo por el estilo, puede que un apocalipsis de pueblo aceche en los inigualables atardeceres del otoño tras los bancales o alguna megalópolis distópica se nos venga encima, enferma de aluminosis, sepultándonos. Gracias a Dios somos proclives a la voluptuosidad y reincidimos, llevamos inscritos en los genes el carpe diem, el tempus fugit y también, cómo no, aquella procacidad ya popular del folleu, folleu, que el món s’acaba, como buenos mediterráneos.
Recuerdo aquella anécdota de san Agustín pidiéndole a Dios la castidad y la continencia, pero no todavía, y no puedo evitar un sonreír pícaro. El santo era de Tagaste y posteriormente residió largo tiempo en Hipona, ambas ciudades situadas en la actual Argelia, pero podría haber sido perfectamente de algún pueblecito perdido de la huerta valenciana y no desentonaría en absoluto. La cabra tira al monte, los instintos son nuestros más peligrosos enemigos o nuestros más fieles aliados, según, con qué facilidad nos damos a la vida golfanta y licenciosa, a la jarana, el jolgorio y la francachela. Y dicen que de los grandes pecadores vienen los grandes santos. Tendrán razón. Hay muchos haciendo méritos en la falta, en el desliz, esforzadamente. No seré yo quien lo niegue o lo discuta.
En Florencia sufrí el síndrome de Stendhal, también en Kioto, Londres y París. Eso es fácil que nos suceda en lugares míticos y encantadores, llenos de cultura, historia y belleza, en esos destinos a los que casi todos queremos ir al menos una vez en la vida. Sin ningún esfuerzo por nuestra parte vienen la taquicardia, la emoción y el mareo en los jardines del Templo Dorado o paseando por kiyomizu-dera, frente al David de Miguel Ángel o cruzando el Ponte Vecchio, en la abadía de Westminster, junto al Támesis o al callejear por el Barrio Latino, cerca del río Sena, entre Notre Dame y el Panteón. Lo complicado es padecer un síndrome de Stendhal cada día, en lo cotidiano, en el centro desportillado de las mañanas laborables, lo difícil es que los síntomas nos asalten y dominen en lo rural, extramuros, en la periferia de pequeñas ciudades provincianas, donde todo lo posmoderno pasa de largo dando un pequeño rodeo, la moda huye despavorida y parece que nada importante sucede, el tiempo se remansa, o esa es la primera apariencia cuando vamos con prisa y ansiosos porque algo nos falta. Hay que perseverar en los contornos, por las esquinas, a ras del suelo. Belleza hay en todas partes y música en todas las cosas. Hay que saber mirar y escuchar, cegarse y ensordecer. Cada elemento tiene su momento justo para cada cual, un cenit y el nadir correspondiente, su precisa existencia. Y me da a mí que en pos de lo importante hemos perdido lo importante, pero puede que nos quede un eco, su estela y melodía, una reverberación sutil que sostiene el espíritu aunque la aventura fallida y el descalabro, un pedazo de alegría a pesar de todo lo que pincha y corta.
Afirma el musicólogo Ramón Andrés que la historia de la musica es tambien la historia del consuelo, y música fue también un cuerpo amado, un vino compartido, una conversación íntima, todo a media luz, un film clásico en blanco y negro, tal vez El muelle de las brumas, con guion de Jacques Prévert, basado en la novela de Pierre Mac Orlan, autor que me recomendó Claudio Ferrufino y que ha nombrado en su obra, infinidad de veces, Miguel Sánchez-Ostiz. Música es la flor, un nido aunque esté vacío, pasar página o no poder pasarla y seguir en pie, saberse a salvo del fango y aún no sentirse limpio, imaginar un futuro en otra parte, poder volver a empezar a estas alturas, ciudades nuevas, idiomas y gentes distintas, hacer las maletas, el viaje hacia Ítaca, notar el calor de una chimenea que procede de un hogar inexistente todavía y adivinar el porvenir de unos ojos que se miran muy de cerca rogándose pequeñas muertes en nombre del amor, transubstanciaciones. Música era también este silencio y la eclosión, este consuelo de las almas rotas en los cuerpos desleídos, entremezclados, su frenesí, hallar por fin la calma en el vértigo, la velocidad y el sudor, fuego, brasas, cenizas, tal vez la resurrección de la carne y juntos la vida eterna, y que ya no nos desbarate tanta desazón, tanto caer al abismo de puro aburrimiento sin oponer la más mínima resistencia.
Imagen: La caída de los condenados, de Dick Bouts (1450).