Se abren las puertas del garaje para que corra la brisa fresca de septiembre, bien temprano, lo mejor es acercar la mesa al umbral. Hay quien corta unos tomates recién cogidos de su huerto, hay quien hace un revuelto con serranas y perfuma de romero el aire. Descorchad el vino, que respire, que venga a darnos su aliento de celebración ahora que las almendras se secan al sol y los olivares piden su vendimia. Completan las viandas unos bollos de jamón y longaniza, otro de sardina y pimientos verdes del horno de Jalance, las olivas que por aquí se hacen con dedicación y buena mano, y unos quesos artesanos de la aldea de Los Pedrones. La conversación fluye en amistad, las risas, las historias compartidas, esos regalos de la vida que siempre nos alargan la vida. Nadie mira el reloj, el tiempo ni apremia ni coacciona, nada puede el segundero en estos almuerzos que duran la mañana entera. Hablad de níscalos, de poleo y manzanilla, de espárragos trigueros, de aquella época remota de las matanzas y los rebaños, de cuando se estaba construyendo la central nuclear y el colegio cantaba lleno de niños, y en el pueblo había un pub, una discoteca y hasta tiendas de ropa y calzado. Enseñadme los caminos, las trochas, las veredas, los atajos, el Alto de la Cruz, los ribazos donde encontrar morquera o tomillo, contad viejas historias, transmitid el fuego, que no muera lo sencillo, que no pierda su importancia este momento, lo minúsculo, lo insignificante, lo cotidiano, lo irrepetible, y todo eso que dicen que está anticuado, pasado de moda, el bien, la verdad y la belleza.
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