martes, 28 de marzo de 2023

Sobre almendros.

 Necesito clases urgentes de metafísica y por eso he comprado un almendro. Lo que me vaya enseñando durante años y años juntos seguro que sienta cátedra en mi vida y si me apuras, al menos en mi hogar, jurisprudencia.


Tenía una espina clavada. El año pasado, por estas fechas, planté un almendro, un cerezo y un nogal. Phoebe, la cachorra de labrador retriever recién llegada a casa, pulió sus cortezas a dentelladas dejando al aire la albura. Evidentemente, ninguno de los tres logró superar semejante trauma. Yo, a duras penas.


El almendro de este año es de una variedad francesa, lauranne, no por un especial afán francófilo sino porque en la tienda no tenían ninguno de la variedad marcona. Una de sus principales características es que su floración es tardía y otra, fundamental, es que posee una gran resistencia ante las inclemencias meteorológicas. Tras plantarlo le he puesto alrededor unas planchas protectoras de plástico duro que se anunciaban en internet para tales efectos. No les tengo mucha fe pero no tengo otra cosa a mano y espero que la perra, con un año más, se muestre menos atraída hacia el tronquito tierno del nuevo retoño.


Morir de amor, al menos si hablamos de almendros, es más fácil en primavera. El encanto de su floración es irresistible por muy poca alma que se tenga, pero es imposible apreciar plenamente su belleza si no se ha observado con atención morosa cómo sus ramas desnudas se comban, al borde de la fractura, ante las violentas ráfagas del viento invernal. Si nunca vimos cómo las pasaba canutas, en la más absoluta soledad, cuando la niebla y el frío, cuando el granizo, la nieve o la tormenta, en el centro absoluto de las noches cerradas o bajo el sol abrasador del verano, qué podríamos saber de los símbolos árcanos que sus pétalos velan, qué de su belleza absoluta, qué de lo que nos espera más allá de la muerte.


Quiero este almendro por siempre en mi jardín, bandera de alegría, para que me acompañe y me enseñe, maestro de lecciones magistrales, amigo fiel, para pasar juntos las estaciones, confidente, hermano de sangre, para mirar de reojo en cualquier momento y saber que está ahí, a lo suyo, que también, cómo no, es lo mío.


Y conversar en silencio, que me cuente cosas de mí que no sabía, historias de vosotros que no sospechaba, que me hable de lo importante de la vida, tal vez de Dios, y que finalmente me sobreviva para que siga diciendo cosas sobre este humilde servidor, a quien quiera escucharlo, cuando un día yo ya no esté pero, de alguna manera, floreciendo, gracias a él, tal vez sí.

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