viernes, 31 de enero de 2025

Días de borrasca.

 


Habría jurado que era un poltergeist travieso o algún remezón destemplado brotando cerca de casa pero quien realmente movía violentamente las sillas de la terraza, quien agitaba el aire tumbando y arrastrando las mesas y los sofás exteriores hasta las barandillas, era la borrasca Herminia. También, durante toda la noche, la calma y el sueño tranquilo, sacudidos, son arrojados contra las paredes desconchadas del yo más real, el más alucinado. Herminia desaforada y nosotros insomnes, contaremos las ovejas que van siendo succionadas por el ojo ciego y pitañoso del huracán. Vienen rachas recias y buscamos refugio en los rincones más inconsistentes del alma. Las sombras, como intuiciones, fluyen densas sobre los límites precisos, borrándolos. Todo lo vivo vuelve a quedar al alcance de la desgracia. La dana todavía es reciente y hay miedos que han venido para quedarse. Como si no tuviéramos ya el capazo lleno. En noches así las casas crujen, gritan, las junturas son tensadas hasta el límite, saltan descuajeringadas hacia los rincones donde la mano no llega, hay un ulular de premoniciones funestas que viene con el viento y no es el viento. Espantapájaros descabezados, ríen las hurracas en las afueras.

Aparece en escena una mañana cenicienta entre madrigales de Luca Marenzio y Luzzasco Luzzaschi, parece que el viento baja la intensidad y quiere darnos tregua. El sol no logra romper la gasa sucia del amanecer, nos rodea como una niebla espesa el viciado ambiente del cansancio expectante, los ojos, como pavesas en la oscuridad, van buscando sin esperanza un claro en las alturas. Dicen que Dios aprieta pero no ahoga o que solo pone sobre nuestro hombros la carga que podemos soportar pero yo he visto a muchos morir ahogados por las manos del azar, aplastados bajo una carga insufrible que el destino les reservaba sin opciones, salidas de emergencia o escapatorias. Hay quien saca del dolor algo luminoso, una perla, como pedían Ramón Eder o José Bergamín, creo, palabras reveladas como las de los profetas en el desierto o un manantial de música, quizás algún poema. Hay quien es capaz de resurgir de la ceniza, del luto, de las agresiones del prójimo, de las propias, de la muerte en vida. Desgraciadamente, no todos podemos hacer magia, casi nadie puede ser como Bruce Lee, agua, limpia y libre, pura, mineral, clara agua resiliente.

Pero también hay, no deberíamos olvidarlo, quien tan solo logra sacar más dolor del dolor, y eso es digno de todo respeto, lógico y hasta comprensible, no es fácil vivir, nadie puede dudarlo a estas alturas, hay quien únicamente extrae daño del daño, y cae, cae en barrena, y ya nunca más levanta cabeza, y evita el trato humano, irá siempre en fuga su sombra y los espejos se quebrarán en su presencia, y va dejando un raro olor a su paso, mefítica es la estela de azufre que desprenden los derrotados, se les nota en la mirada ausente, no están ni estarán, viven ya en otro lado, obsesivos se hurgan los pasos, los latidos, la memoria, dedican las jornadas a tajar una herida nueva en cada herida antigua, casi con delectación, y les queda como un pan amargo recién hecho, como un té humeante de raíces terrosas, malhadadas, como un alcohol casero y vengativo, les queda un elegante muñeco de trapo vestido con traje negro, que canta por Diego Vasallo o por Tom Waits, un pelele de melancólico corazón hipertrofiado donde clavar agujas de plata cuando las tardes de ventisca, a finales de enero, en casas desmanteladas, vetustas casas sin nadie, hogares fríos en extrarradios de futuros tapiados y jardines pavorosos.

miércoles, 22 de enero de 2025

El mundo es impecable.

 


Los Reyes Magos han sido magnánimos, en el árbol estaban las Calles secretas de Pierre Mac Orlan, Cirobayesca boliviana de Miguel Sánchez-Ostiz, Despacio el mundo de Ramón Andrés, Minimosca de Gustavo Faverón y Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais. Ahora toca ir encontrando el tiempo que requieren estas joyas, hay lectura de la buena para rato. El 2024 no pudo finalizar peor debido a la maldita dana que arrasó con todo a su paso pero el 2025 nos ha traído ya algunas cosas buenas, tímidos brotes que comienzan a desarrollar la esperanza, esa planta carnívora insaciable. Es inminente la aparición de mi nuevo libro, Entre las brasas del instante, en Calblanque Press, un libro de haikus que no hubiera existido sin estos tres años y pico viviendo en el campo, muy cerca del barranco del Poyo. También está mi participación en una antología de aforistas para La isla de Siltolá que aparecerá en breve. Y Claudio Ferrufino-Coqueugniot ya me ha enviado el libro para el que quiere que escriba el prólogo, todo un honor. En lo literario la cosa no está nada mal. En cuanto a lo demás, veremos cómo va el año, el mundo no es una morada siempre apacible, que decía R. L. Stevenson.

Otro pecio de la dana que llega a mi orilla, un Cervantes libro en mano tallado en madera para mí, hecho por mi abuelo Luis en 1977, el año de mi nacimiento. Estaba en lo alto de unas estanterías del trastero que tienen mis padres en el garaje y milagrosamente se salvó de la inundación. De mi abuelo me queda poco más, murió cuando yo era un niño, perduran algunas imágenes desenfocadas, en tenues tonos desgastados, al fondo de la memoria. Su sombrero de ala ancha, la gabardina de los días lluviosos, aquella Mobylette naranja en la que nos llevaba a la pinada que hay junto a la ermita de santa Ana, situada en el término municipal de Albal, el humo dulce y húmedo de su pipa, una foto de la guerra civil española, de cuando luchó en el bando republicano, sus cámaras fotográficas, los elefantes africanos, su biblioteca, Blasco Ibáñez, Tolstói, Dostoievski, las novelas del Oeste escritas por Marcial Lafuente Estefanía, armarios llenos de medicamentos, los cuentos que extraía de la chistera de su imaginación y esas historias increíbles narradas con tal maestría que nos mantenía a todos los nietos a su alrededor, atentos, dóciles, hechizados, como si fuera un hipnotizador o un flautista de Hamelín pero en el barrio valenciano de la Malvarrosa, bloque de los astilleros. Lo poco que nos queda de nuestros muertos se nos va perdiendo como arena entre los dedos a medida que van pasando los años y nos va quedando cada vez menos tiempo. Pecios, talismanes, símbolos que ayudan a inventar un hogar, un refugio al que poder regresar cuando se tenga la pata del alma quebrada o alicaído el corazón por los sinsabores y los abruptos socavones de la vida.

Con el petate lleno de libros y del brazo de mis queridos fantasmas voy por un parque lleno de romero, salvia, chopos, carrascas, olivos, pinos y algarrobos, creo ver alejarse a David Lynch de la mano de Laura Palmer y bajar hacia el estanque en donde el sol de la tarde pinta en el plumaje de los ánades azulones unos verdes y violetas que no son de este mundo. Henry Purcell, sentado en un banco de plástico reciclado, repasa de memoria su Dido y Eneas mientras arrecia el frío y se va haciendo hora de volver a casa, justo cuando estábamos en el centro exacto de un instante perfecto. Los niños tienen sueño y hambre. Se cae un castillo de naipes, se rompe de tan tensa la cuerda de una guitarra, el mago se esfumó sin explicarnos el truco. A veces pienso que el mundo es impecable pero nosotros no, y por eso nos viene ese desamparo de no sentirnos a la altura, las ratas royendo la boca del estómago, el cansancio, la frustración, el cielo que se cierra y se nos cae encima, la nada y el insomnio, instrumentos desafinados, el vacío que sabemos, la caída de los ángeles, tanto desperdicio, el desvarío, los incendios interiores, la locura. De ahí tal vez nuestra enfermiza necesidad de arte y trascendencia, la política, la legislación vigente, el sexo guarro y las guerras santas, la violencia y el poder, las transacciones, las compraventas, la tortura y las víctimas, el fentanilo, las sogas, las cuchillas y la inyección letal, el Cantar de los Cantares conviviendo con nuestra innata voluntad de autodestrucción.

miércoles, 1 de enero de 2025

De límites imprecisos.

 


Últimos días del año, paseo en familia por el puerto de Valencia. Solía venir por aquí con algún amigo cuando hacíamos pellas, fuchina, cuando nos pelábamos las clases, vamos, y todo era descubrimiento, aventura, peligro sin daño. Me veo con los rasgos difuminados, imprecisos, en tonos sepia, corriendo por los muelles en busca de un barco pirata que partiera hacia alguna isla del tesoro, el aire oliendo a combustible y pescadería, a grasa, salitre y algas marinas, todo ungido por esa luz de la juventud que ya no existe, animal, irrepetible. Al fondo las grúas, los cargueros y algún pescador con sus cañas, cuando todavía no estaba prohibida la pesca en el puerto, entrenando su paciencia en las aguas verdinegras por las que rielaba mi infancia. Broncos estibadores de risas expansivas, jubilados de miradas metafísicas y esclarecidas, parejitas paseando con fe el regalo de un amor sin mácula. El USS Forrestal, era enero de 1990, atracado en el puerto y sus soldados desperdigados por Valencia, legión de matones hipermusculados en busca de tatuajes, alcohol, prostitutas y pendencias. El cielo, aquellos días, era de un azul heráldico y santo como el manto de Luis IX de Francia y la luz de la mañana incidía sobre las cosas dibujando sombras sugerentes y refugios que jamás he vuelto a ver. Era casi un niño buscando entre los tinglados y las escolleras un doblón de oro que nunca encontré, como los jóvenes odesitas de Isaak Bábel, yo también quería ser grumete de un barco transoceánico y gasté aquellos maravillosos años en perderme tierra adentro.

Desde mi Mediterráneo voy directo hasta el Atlántico por obra de una fotografía bella, inquietante y sugerente del mar en blanco y negro, radiografiado por la cámara o por el ojo surrealista del sueño. Me ubico entre Miño y Padernede por una historia digna de Cunqueiro que me regala Loren, una amiga gallega que lo es también de Claudio Ferrufino y que desde el primer minuto de la dana se preocupó por mi familia y nos ofreció su ayuda desinteresada y su cariño. En el río Lambre, que vierte sus aguas a la ría de Betanzos, se encuentra el Ponte do Porco, y allí se fija la leyenda medieval del cuchillo de plata vengadora de Roxín Roxal. El señor feudal Nuno Freire de Andrade percibió el amor existente entre su hija Tareixa y el doncel Roxín, y reticente, temeroso de que su hija se casara con alguien de una posición social inferior, arregló la boda de Tareixa con el noble Henrique Osorio y expulsó de sus tierras para siempre al muchacho enamorado. Tiempo después, en una batida organizada para dar caza a un fiero jabalí, estando sobre el puente del río Lambre y viéndose atacado por la bestia, Henrique Osorio buscó refugio dejando sola a Tareixa, quien fue destrozada hasta la muerte por el animal salvaje en cuestión de segundos. Tras el infausto suceso, Henrique Osorio regresó a sus dominios avergonzado y no hubo un palmo de tierra de los Andrade donde no se llorara la muerte de Tareixa. Una mañana, sobre ese mismo puente, apareció el jabalí muerto con un puñal clavado en el corazón, era el que Nuno Freire de Andrade había regalado al joven Roxín Roxal. Desde entonces ese puente es llamado Ponte do Porco. La leyenda nos recuerda, entre otras cosas, que el verdadero amor no entiende de clases sociales, de títulos nobiliarios ni de cuentas bancarias, pero también que tratar de cambiar el destino puede salirnos muy caro, véase Edipo rey o Macbeth, y aún así cantaba con descaro Chavela Vargas, que no somos iguales, ¿qué nos importa?


Y terminamos el año de nuevo junto al Mediterráneo, paseando por la playa de Benicàssim con la familia de Elena, queriendo dejar atrás todo lo malo del 2024 mientras admiramos las villas construidas entre finales del siglo XIX y principios del XX, cuando la belle époque se desarrollaba alegre por Europa y un grupo de ricos burgueses de la zona comenzó a construir preciosas casas de estilo francés en el paseo marítimo, por lo que algunos han dado en decir que Benicàssim es la Biarritz valenciana. Las niñas y las perras van despreocupadas, jugando por la orilla desierta en las primeras horas del año nuevo, ignorando que algo termina para siempre sin remedio y algo distinto nace que también podría ser peor. No sabe Claudia, cogida de mi mano, que algunos, a cierta edad, tratamos de asumir con cordura y templanza lo que ya no podremos ser, además de todo aquello que nunca podremos dejar de ser, no sabe tampoco de nuestras torpezas ni de nuestros errores irreparables, de la historia personal dilapidada. Me mira, no me juzga y sonríe, confía en mí y me hace más grande de lo que soy. Olvido los relojes y puedo volver a volar. Y al pisar la arena guiado por sus pequeños pasos pido para el 2025 tan solo un corazón como el suyo, que disfruta de cada instante, que hace de todo una fiesta y se agota en la celebración, sin saber, sin remordimientos, sin pensar en finales, calendarios, muertes o liquidaciones, como los fuegos artificiales, como las estrellas fugaces, como las olas del mar sobre la arena y la vida verdadera sobre aquellos hombres que mueren demasiado pronto sin darse ni cuenta y siguen todavía en pie oliendo a naftalina, prejuicios y anquilosadas zonas de confort, rumiando bilis, farfullando maldiciones que nada cambian en su ruina cuando se cruzan, amargados, con gente tan feliz como mi hija o conmigo mismo, que no quepo en mí del gozo porque voy cogido de su mano hacia un porvenir idílico o hacia el infierno, y no me importa en absoluto cualquier posibilidad porque el horizonte más cierto es una sonrisa en un espacio compartido, y ahora mismo voy cogido de su frágil mano y no puedo volver a caer, ya no puedo volver a morir, de tanto amor.

Marineros en tierra.

  Un agricultor de Vilamarxant nos trae leña en una vieja furgoneta destartalada y llena de abolladuras, mientras la descarga me comenta que...