Estaba, quijotesco, enredado en conversación con unos cuantos libros muy generosos, para tratar de apaciguar la inquietud de los últimos días del año, de las hienas circundantes y de un reptil antiguo que me hiela la sangre, también por calmar un poco a ese jabalí acorralado dentro de una caja torácica electrificada que me acompaña a todas partes. Típicas cosas del delirio que azota duro a las almas sensibles sedientas de belleza en un mundo tan cruel como adefesio. Frank Sinatra aparece por el salón cantando My Way como cuando apareció por el crematorio junto a Pavarotti y el nessun dorma a petición muy acertada, todo sea dicho, del protagonista del evento fúnebre. Y vamos juntos, un servidor, el viejo Frank, los vivos y los muertos, aojadores, naguales, brujas, hechiceros, artistas de variedades, calchonas, charangas, letraheridos con la sangre y la tinta revueltas, desfile de portentos túrbidos, a pasear por un zaguán lleno de hortensias y daguerrotipos de plata pulida, con muy viejas y descoloridas imágenes espectrales de hombres armados, revolucionarios románticos de miradas torvas. Sobre un alféizar aguarda la primera edición de Gerifaltes de antaño, escrita por Valle-Inclán, junto a una botella mediada de un vino peleón y avinagrado. En los arrabales ladran los perros y suenan tangos canallas.
Es abrir las puertas de la calle o poner la cabeza en la almohada y allí está el río violento que se lleva para siempre mi coche, los muebles de la casa de mis padres, y algunas cajas de libros que todavía guardaba en su trastero. Las obras completas de Blasco Ibáñez, Pedro Páramo de Juan Rulfo, Bajo el volcán de Lowry, muchos poemarios, novelas de pelaje variopinto y libros de arte infumables, filosofías, todos desfilando ante mí como cantos rodados, como barcos utópicos que hacen agua, hacia el mar, rumbo al hundimiento, la desaparición y el olvido. Retengo lo que puedo y lo que no me lo inventaré sobre la marcha. Haremos memoria como quien hace encaje de bolillos, tapices de París o tejidos andinos con lanas de alpaca, llamas y vicuñas. Haremos apología de lo bonito, bueno y verdadero que se encuentra en el centro de lo aparentemente insustancial. La realidad sin su dosis de ficción, sin su trama de fantasía, es una mentira insoportable.
La vida circula abruptamente entre epicedios y copas de Campari con naranja, siempre nos pilla por sorpresa con sus cambios bruscos de dirección, su golpe más certero llega casi al mismo tiempo que su más dulce caricia, se desarrolla accidentada entre grandes poetas chilenos (Salvador Reyes, Jorge Teillier) y gobernantes corruptos e ineficientes, entre charangas y tanatorios, entre mañanas plácidas y tardes violentas. Todo tiene cabida en esta función. Cruzo un jardín como quien recorre ávido los pasillos de una biblioteca o viceversa, ya no sé. Voy por los aforismos de Ramón Eder o de Stanislaw Jerzy Lec como quien va entre girasoles o campos de lavanda, paseo por poemarios frondosos, por Ángel González, Blas de Otero, Antonio Praena, José Mateos, Joan Vinyoli o Mark Strand, por avenidas de música en flor como Vivaldi, Corey Harris, Diego Vasallo, Beethoven, Quique González o Fito y Fitipaldis. No hay pintor que no trace un lugar íntimo para mí, concurren Sisley, Turner, Chagall, Rothko, Caravaggio, Velázquez, Fra Angélico, Guido Reni, Lucian Freud y una numerosa compañía de pinceles más o menos ilustres. Sin un séquito de fantasmas las almas adelgazan y se desvanecen, se esfuman sin dejar huella. Y así voy cruzando el pórtico confuso de los años, el regalo, la broma agridulce de mi vida. Y pido un porvenir repleto de amor y de bondad, de belleza, y sueño con ser distinto y mejor, caminar sin miedo y en paz ahora que ya no somos tan jóvenes. Así me duermo, entre visiones, tal vez lo soñé o fue un delirio, así despierto, en un año nuevo de un mundo distinto, la mirada se estrena y todo es visto como por primera vez. Vivir es arder entre las brasas del instante. No mengua la pasión, no morirá, no me rindo. Y así me salvo.