Me regalan unas hebras de azafrán, oro rojo que llevo ahora en el pensamiento como un delicado talismán incandescente para cruzar el valle, alejando el miedo, cuando la noche y la niebla densa, camino de mi nuevo trabajo en un pequeño hospital comarcal a casi una hora de casa. Al pasar por el puerto de la Chirrichana hay que ir con los sentidos aguzados. Cabras, corzos, ciervos, muflones, zorros o jabalís pueden aparecer de súbito en la carretera sinuosa y provocar algún accidente irreparable. Para colmo, la lluvia recia, el granizo y los desprendimientos. Suena el saxofón barítono de Leo Parker, Pepper Adams o de Leo Pellegrino, la voz seductora de Zaz, Carla Bruni o la de Norah Jones, el blues de Houndog Taylor o Robert Finley. Siempre la música para amansar a las fieras, para quitarle al alma un poco de peso, para hacer más soportables las brasas que van por dentro y nos acongojan. En no pocas ocasiones hemos mantenido el buen temple ante situaciones extremas gracias al abrigo que nos proporciona el arte y esas cosas minúsculas o inútiles que nos salvan la vida.
A diario el mismo camino, salgo del valle y está la llanura que se vuelve infinita en lo oscuro. Comienza a amanecer y la visión se ensancha, vienen formas, extensiones y aristas a mostrar retales aún sucios de una luz que nace titubeando, todavía confusa. Cruzo la meseta labrada en viñedos y olivares, las pinadas, los almendros, aldeas casi sin gente que hablan de su muerte lenta, gasolineras abandonadas, algún bar y algún pequeño horno que de milagro resisten, humildes cooperativas agrícolas, pequeñas bodegas y un pub con nombre de ciudad norteamericana y mala reputación donde terminan los perdidos de la zona y su contorno. Cada mañana soy espectador privilegiado de la lenta agonía del mundo rural, de su extinción, decadencia y asesinato, del óxido y los desconchones, de cultivos echados a perder, también de su capacidad de resistencia y su indómita belleza. Cuando el tiempo lo permite me detengo en una quesería artesanal y compro oro en cuñas hecho con leche de cabra, hemos bebido con gusto los vinos de Alpera o Almansa, probamos las tortas para el gazpacho manchego que hacen en el horno de leña de Ayora, el pan o los melocotones de Cofrentes, el embutido de Jarafuel, las setas de chopo y los espárragos trigueros que crecen por el campo, los bollos de tajadillas que hacen en Requena y tantas cosas de gran valor que son amenazadas por el mundo posmoderno, maravillas salidas de minúsculos y recónditos comercios tradicionales que en muchos casos no esperan relevo generacional, tienen los días contados y no deberían desaparecer. Lo auténtico asediado por la copia burda y el plasticurri insípido, la polipiel, el bótox y las esferificaciones, lo sencillo y lo humano desplazados por el algoritmo inmisericorde, la estadística, los réditos y la inteligencia artificial.
Llega el fin de semana como respiro y oportunidad para estar en familia y celebrarlo. Vienen a casa los ucranianos y traen pollo Kiev y una tarta con crema muselina que estaba de rechupete, sacamos el chorizo y el fuet de la Otilia, queso de Los Pedrones, las olivas partidas y las setas de almez que nos ha regalado mi amigo Jaime, Elena prepara un gazpacho manchego al estilo jarafuelino, el vino es de la ribera del Duero y con el postre llega el solera gran reserva de Fernando de Castilla. En la sobremesa surgen historias de Járkov, la guerra y el exilio, también la sonrisa, el encuentro y los nuevos lazos, no podemos dejar de buscar ventanas con vistas en los muros opacos de los hábitos y las costumbres, anhelamos salidas en el laberinto de lo cotidiano y sus humedales, se habla de perderlo todo y volver a empezar, de los sueños engañosos, del porvenir y sus añagazas, de las fuerzas que flaquean, de trabajos transitorios que solo mantenemos para poder procurarnos el sustento, de todas las ilusiones que nos hacen seguir caminando hacia lo desconocido, quizás como le sucede al burro con la zanahoria, ya lo teorizaba el filósofo inglés Jeremy Bentham en el siglo XIX, decía más o menos que siempre tratamos de evitar el dolor y disfrutar de la vida, como hacemos hoy en esta terraza en el centro de un valle fronterizo y despoblado, hablando de lo terrible como quien se toma de un trago algún licor fuerte, como quien toma carrerilla o baja al fondo del mar a pulmón, porque sabemos ya de qué elementos dispares se compone la existencia, de lo amargo y el almíbar, del tarquín y las estrellas, de filos y algodones, el aire huele a colonia de bebés y a cadaverina entremezcladas. Tenemos mapas del tesoro en las cicatrices, la alegría como forma de exorcismo, reímos y la muerte queda relegada al rincón de lo impensable, a la abrupta extensión de lo imposible, mientras logramos sacar de todo esto, en amistad, algo reluciente y valioso del fondo de un saco oscuro que no tiene fondo. Sabemos, como Idea Vilariño, que el tiempo es un pantano, seamos, pues, por un instante, jacintos de agua, fuegos fatuos.






