martes, 4 de marzo de 2025

Marineros en tierra.

 


Un agricultor de Vilamarxant nos trae leña en una vieja furgoneta destartalada y llena de abolladuras, mientras la descarga me comenta que es un desastre la cada vez más prematura floración de los almendros. Si en enero ya lucen los dedos rosados de la aurora en sus pétalos, cuando regrese el frío sufrirán daños irreparables, el proceso se interrumpirá en escarchas y caerá desmayado, el fruto no podrá saber jamás de tiempos prósperos o de sazón, y nosotros, desgraciadamente, nos quedaremos sin almendras, sin buena parte de nuestra repostería, sin el turrón ni el mazapán o las garrapiñadas. Lo mismo ocurrirá también con los árboles frutales. Para más inri, la borrasca Herminia ha tirado por tierra todas las naranjas, dice el rústico que las están recogiendo a toda prisa y solo valdrán ya para hacer zumo o confituras. Cambio súbito de tema conversacional, me informa también de que por Vilamarxant hay muchos chalets en propiedad de los bancos, por si me interesa, para que vaya a alguna sucursal a preguntar. Le habré caído simpático y me querrá de vecino o solo son ganas de hablar por hablar, sin orden ni concierto. Su ayudante asiente y balbucea sonidos incomprensibles mientras se tambalea, en principio pienso que recientemente ha sufrido un ictus del que le han quedado graves secuelas pero luego creo que lo que lleva encima es una melopea de las de campeonato y nada más. Se sienta a liarse un cigarrillo junto al melocotonero, mira al infinito y sus ojos parecen los de un santo bebedor. Toda una vida en el campo, la ingrata labor a la intemperie y sus secuelas. Tras una nueva voltereta temática, el locuaz labrador elogia mi limonero y cuenta además que trabajó hace poco con un marroquí que se llevaba garbas de hojas de malva a casa para comérselas en familia como si fueran espinacas o acelgas. Por el momento no las probaré pero sabemos bien que la necesidad nos hace, llegado el caso, insectívoros militantes o apologetas del canibalismo si es preciso. Citaba José Jiménez Lozano a un autor francés que, si no recuerdo mal, decía que no deberíamos sorprendernos de la brutalidad del ser humano sino del beso al leproso.

Cada día voy hacia Cheste para llevar a Marcos al colegio por la carretera que discurre pegada al barranco del Poyo, la rambla ha quedado ensanchada con violencia por la dana, la inundación arrancó los puentes sobre los que pasaba el tren, las carreteras en ciertos tramos desaparecieron, el paisaje es desolador y a pesar de todo muestra ya reflejos tímidos del tenaz joyel de la esperanza. Junto a las ruinas, como hormiguitas hacendosas, trabajan sin descanso las excavadoras. Cerca, los almendros en flor hablando de muerte y resurrección con su habitual sabiduría milenaria. La vigencia de Esquilo y Sófocles es innegable, no cabe soslayar tampoco la importancia de los nenúfares de Claude Monet, afortunadamente. Tiempos extremos, donde hay tragedias desaforadas concurre también la efervescencia de una extraña y valiosa alegría. Destrucción y belleza, drama y esperanza, el ser humano es la conjunción de fuerzas que se repelen y al mismo tiempo se necesitan para así poder manifestarse con pleno sentido. El Dios Jano en medio, abriendo y cerrando todas las puertas. Y nosotros, con la extensa incertidumbre de la estepa póntica, sabiendo que nos es inmerecido el paraíso, que el infierno ha estado siempre bien presente en estas almas estragadas, en el ancho mundo agusanado. Va sonando el Canon de Pachelbel mientras cansados esperamos la próxima gota fría, y tan solo deseamos ya anidar en tierra firme como las águilas de Calmuquia, como los viejos marineros jubilados, recordando sin descanso, borrachos de saudade, las travesías innumerables, los naufragios, las islas del tesoro, el Kraken, los arpones, los mapas incompletos, un ahorcado del palo mayor, algún motín a bordo, la aventura interminable, los mares del sur, la odisea y las Ítacas, la bandera pirata, el ron y la pólvora, la sed de sal, las muertes que no tuvimos, los abordajes, las sirenas varadas, un piélago opaco como el sexo o la fiebre, como niebla densa y abismo, un confuso sueño sin orillas, las máscaras, el no saber quiénes somos, lo poco que nos queda, el barco en llamas, y todas las vidas que nos robaron.

viernes, 31 de enero de 2025

Días de borrasca.

 


Habría jurado que era un poltergeist travieso o algún remezón destemplado brotando cerca de casa pero quien realmente movía violentamente las sillas de la terraza, quien agitaba el aire tumbando y arrastrando las mesas y los sofás exteriores hasta las barandillas, era la borrasca Herminia. También, durante toda la noche, la calma y el sueño tranquilo, sacudidos, son arrojados contra las paredes desconchadas del yo más real, el más alucinado. Herminia desaforada y nosotros insomnes, contaremos las ovejas que van siendo succionadas por el ojo ciego y pitañoso del huracán. Vienen rachas recias y buscamos refugio en los rincones más inconsistentes del alma. Las sombras, como intuiciones, fluyen densas sobre los límites precisos, borrándolos. Todo lo vivo vuelve a quedar al alcance de la desgracia. La dana todavía es reciente y hay miedos que han venido para quedarse. Como si no tuviéramos ya el capazo lleno. En noches así las casas crujen, gritan, las junturas son tensadas hasta el límite, saltan descuajeringadas hacia los rincones donde la mano no llega, hay un ulular de premoniciones funestas que viene con el viento y no es el viento. Espantapájaros descabezados, ríen las hurracas en las afueras.

Aparece en escena una mañana cenicienta entre madrigales de Luca Marenzio y Luzzasco Luzzaschi, parece que el viento baja la intensidad y quiere darnos tregua. El sol no logra romper la gasa sucia del amanecer, nos rodea como una niebla espesa el viciado ambiente del cansancio expectante, los ojos, como pavesas en la oscuridad, van buscando sin esperanza un claro en las alturas. Dicen que Dios aprieta pero no ahoga o que solo pone sobre nuestro hombros la carga que podemos soportar pero yo he visto a muchos morir ahogados por las manos del azar, aplastados bajo una carga insufrible que el destino les reservaba sin opciones, salidas de emergencia o escapatorias. Hay quien saca del dolor algo luminoso, una perla, como pedían Ramón Eder o José Bergamín, creo, palabras reveladas como las de los profetas en el desierto o un manantial de música, quizás algún poema. Hay quien es capaz de resurgir de la ceniza, del luto, de las agresiones del prójimo, de las propias, de la muerte en vida. Desgraciadamente, no todos podemos hacer magia, casi nadie puede ser como Bruce Lee, agua, limpia y libre, pura, mineral, clara agua resiliente.

Pero también hay, no deberíamos olvidarlo, quien tan solo logra sacar más dolor del dolor, y eso es digno de todo respeto, lógico y hasta comprensible, no es fácil vivir, nadie puede dudarlo a estas alturas, hay quien únicamente extrae daño del daño, y cae, cae en barrena, y ya nunca más levanta cabeza, y evita el trato humano, irá siempre en fuga su sombra y los espejos se quebrarán en su presencia, y va dejando un raro olor a su paso, mefítica es la estela de azufre que desprenden los derrotados, se les nota en la mirada ausente, no están ni estarán, viven ya en otro lado, obsesivos se hurgan los pasos, los latidos, la memoria, dedican las jornadas a tajar una herida nueva en cada herida antigua, casi con delectación, y les queda como un pan amargo recién hecho, como un té humeante de raíces terrosas, malhadadas, como un alcohol casero y vengativo, les queda un elegante muñeco de trapo vestido con traje negro, que canta por Diego Vasallo o por Tom Waits, un pelele de melancólico corazón hipertrofiado donde clavar agujas de plata cuando las tardes de ventisca, a finales de enero, en casas desmanteladas, vetustas casas sin nadie, hogares fríos en extrarradios de futuros tapiados y jardines pavorosos.

miércoles, 22 de enero de 2025

El mundo es impecable.

 


Los Reyes Magos han sido magnánimos, en el árbol estaban las Calles secretas de Pierre Mac Orlan, Cirobayesca boliviana de Miguel Sánchez-Ostiz, Despacio el mundo de Ramón Andrés, Minimosca de Gustavo Faverón y Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais. Ahora toca ir encontrando el tiempo que requieren estas joyas, hay lectura de la buena para rato. El 2024 no pudo finalizar peor debido a la maldita dana que arrasó con todo a su paso pero el 2025 nos ha traído ya algunas cosas buenas, tímidos brotes que comienzan a desarrollar la esperanza, esa planta carnívora insaciable. Es inminente la aparición de mi nuevo libro, Entre las brasas del instante, en Calblanque Press, un libro de haikus que no hubiera existido sin estos tres años y pico viviendo en el campo, muy cerca del barranco del Poyo. También está mi participación en una antología de aforistas para La isla de Siltolá que aparecerá en breve. Y Claudio Ferrufino-Coqueugniot ya me ha enviado el libro para el que quiere que escriba el prólogo, todo un honor. En lo literario la cosa no está nada mal. En cuanto a lo demás, veremos cómo va el año, el mundo no es una morada siempre apacible, que decía R. L. Stevenson.

Otro pecio de la dana que llega a mi orilla, un Cervantes libro en mano tallado en madera para mí, hecho por mi abuelo Luis en 1977, el año de mi nacimiento. Estaba en lo alto de unas estanterías del trastero que tienen mis padres en el garaje y milagrosamente se salvó de la inundación. De mi abuelo me queda poco más, murió cuando yo era un niño, perduran algunas imágenes desenfocadas, en tenues tonos desgastados, al fondo de la memoria. Su sombrero de ala ancha, la gabardina de los días lluviosos, aquella Mobylette naranja en la que nos llevaba a la pinada que hay junto a la ermita de santa Ana, situada en el término municipal de Albal, el humo dulce y húmedo de su pipa, una foto de la guerra civil española, de cuando luchó en el bando republicano, sus cámaras fotográficas, los elefantes africanos, su biblioteca, Blasco Ibáñez, Tolstói, Dostoievski, las novelas del Oeste escritas por Marcial Lafuente Estefanía, armarios llenos de medicamentos, los cuentos que extraía de la chistera de su imaginación y esas historias increíbles narradas con tal maestría que nos mantenía a todos los nietos a su alrededor, atentos, dóciles, hechizados, como si fuera un hipnotizador o un flautista de Hamelín pero en el barrio valenciano de la Malvarrosa, bloque de los astilleros. Lo poco que nos queda de nuestros muertos se nos va perdiendo como arena entre los dedos a medida que van pasando los años y nos va quedando cada vez menos tiempo. Pecios, talismanes, símbolos que ayudan a inventar un hogar, un refugio al que poder regresar cuando se tenga la pata del alma quebrada o alicaído el corazón por los sinsabores y los abruptos socavones de la vida.

Con el petate lleno de libros y del brazo de mis queridos fantasmas voy por un parque lleno de romero, salvia, chopos, carrascas, olivos, pinos y algarrobos, creo ver alejarse a David Lynch de la mano de Laura Palmer y bajar hacia el estanque en donde el sol de la tarde pinta en el plumaje de los ánades azulones unos verdes y violetas que no son de este mundo. Henry Purcell, sentado en un banco de plástico reciclado, repasa de memoria su Dido y Eneas mientras arrecia el frío y se va haciendo hora de volver a casa, justo cuando estábamos en el centro exacto de un instante perfecto. Los niños tienen sueño y hambre. Se cae un castillo de naipes, se rompe de tan tensa la cuerda de una guitarra, el mago se esfumó sin explicarnos el truco. A veces pienso que el mundo es impecable pero nosotros no, y por eso nos viene ese desamparo de no sentirnos a la altura, las ratas royendo la boca del estómago, el cansancio, la frustración, el cielo que se cierra y se nos cae encima, la nada y el insomnio, instrumentos desafinados, el vacío que sabemos, la caída de los ángeles, tanto desperdicio, el desvarío, los incendios interiores, la locura. De ahí tal vez nuestra enfermiza necesidad de arte y trascendencia, la política, la legislación vigente, el sexo guarro y las guerras santas, la violencia y el poder, las transacciones, las compraventas, la tortura y las víctimas, el fentanilo, las sogas, las cuchillas y la inyección letal, el Cantar de los Cantares conviviendo con nuestra innata voluntad de autodestrucción.

miércoles, 1 de enero de 2025

De límites imprecisos.

 


Últimos días del año, paseo en familia por el puerto de Valencia. Solía venir por aquí con algún amigo cuando hacíamos pellas, fuchina, cuando nos pelábamos las clases, vamos, y todo era descubrimiento, aventura, peligro sin daño. Me veo con los rasgos difuminados, imprecisos, en tonos sepia, corriendo por los muelles en busca de un barco pirata que partiera hacia alguna isla del tesoro, el aire oliendo a combustible y pescadería, a grasa, salitre y algas marinas, todo ungido por esa luz de la juventud que ya no existe, animal, irrepetible. Al fondo las grúas, los cargueros y algún pescador con sus cañas, cuando todavía no estaba prohibida la pesca en el puerto, entrenando su paciencia en las aguas verdinegras por las que rielaba mi infancia. Broncos estibadores de risas expansivas, jubilados de miradas metafísicas y esclarecidas, parejitas paseando con fe el regalo de un amor sin mácula. El USS Forrestal, era enero de 1990, atracado en el puerto y sus soldados desperdigados por Valencia, legión de matones hipermusculados en busca de tatuajes, alcohol, prostitutas y pendencias. El cielo, aquellos días, era de un azul heráldico y santo como el manto de Luis IX de Francia y la luz de la mañana incidía sobre las cosas dibujando sombras sugerentes y refugios que jamás he vuelto a ver. Era casi un niño buscando entre los tinglados y las escolleras un doblón de oro que nunca encontré, como los jóvenes odesitas de Isaak Bábel, yo también quería ser grumete de un barco transoceánico y gasté aquellos maravillosos años en perderme tierra adentro.

Desde mi Mediterráneo voy directo hasta el Atlántico por obra de una fotografía bella, inquietante y sugerente del mar en blanco y negro, radiografiado por la cámara o por el ojo surrealista del sueño. Me ubico entre Miño y Padernede por una historia digna de Cunqueiro que me regala Loren, una amiga gallega que lo es también de Claudio Ferrufino y que desde el primer minuto de la dana se preocupó por mi familia y nos ofreció su ayuda desinteresada y su cariño. En el río Lambre, que vierte sus aguas a la ría de Betanzos, se encuentra el Ponte do Porco, y allí se fija la leyenda medieval del cuchillo de plata vengadora de Roxín Roxal. El señor feudal Nuno Freire de Andrade percibió el amor existente entre su hija Tareixa y el doncel Roxín, y reticente, temeroso de que su hija se casara con alguien de una posición social inferior, arregló la boda de Tareixa con el noble Henrique Osorio y expulsó de sus tierras para siempre al muchacho enamorado. Tiempo después, en una batida organizada para dar caza a un fiero jabalí, estando sobre el puente del río Lambre y viéndose atacado por la bestia, Henrique Osorio buscó refugio dejando sola a Tareixa, quien fue destrozada hasta la muerte por el animal salvaje en cuestión de segundos. Tras el infausto suceso, Henrique Osorio regresó a sus dominios avergonzado y no hubo un palmo de tierra de los Andrade donde no se llorara la muerte de Tareixa. Una mañana, sobre ese mismo puente, apareció el jabalí muerto con un puñal clavado en el corazón, era el que Nuno Freire de Andrade había regalado al joven Roxín Roxal. Desde entonces ese puente es llamado Ponte do Porco. La leyenda nos recuerda, entre otras cosas, que el verdadero amor no entiende de clases sociales, de títulos nobiliarios ni de cuentas bancarias, pero también que tratar de cambiar el destino puede salirnos muy caro, véase Edipo rey o Macbeth, y aún así cantaba con descaro Chavela Vargas, que no somos iguales, ¿qué nos importa?


Y terminamos el año de nuevo junto al Mediterráneo, paseando por la playa de Benicàssim con la familia de Elena, queriendo dejar atrás todo lo malo del 2024 mientras admiramos las villas construidas entre finales del siglo XIX y principios del XX, cuando la belle époque se desarrollaba alegre por Europa y un grupo de ricos burgueses de la zona comenzó a construir preciosas casas de estilo francés en el paseo marítimo, por lo que algunos han dado en decir que Benicàssim es la Biarritz valenciana. Las niñas y las perras van despreocupadas, jugando por la orilla desierta en las primeras horas del año nuevo, ignorando que algo termina para siempre sin remedio y algo distinto nace que también podría ser peor. No sabe Claudia, cogida de mi mano, que algunos, a cierta edad, tratamos de asumir con cordura y templanza lo que ya no podremos ser, además de todo aquello que nunca podremos dejar de ser, no sabe tampoco de nuestras torpezas ni de nuestros errores irreparables, de la historia personal dilapidada. Me mira, no me juzga y sonríe, confía en mí y me hace más grande de lo que soy. Olvido los relojes y puedo volver a volar. Y al pisar la arena guiado por sus pequeños pasos pido para el 2025 tan solo un corazón como el suyo, que disfruta de cada instante, que hace de todo una fiesta y se agota en la celebración, sin saber, sin remordimientos, sin pensar en finales, calendarios, muertes o liquidaciones, como los fuegos artificiales, como las estrellas fugaces, como las olas del mar sobre la arena y la vida verdadera sobre aquellos hombres que mueren demasiado pronto sin darse ni cuenta y siguen todavía en pie oliendo a naftalina, prejuicios y anquilosadas zonas de confort, rumiando bilis, farfullando maldiciones que nada cambian en su ruina cuando se cruzan, amargados, con gente tan feliz como mi hija o conmigo mismo, que no quepo en mí del gozo porque voy cogido de su mano hacia un porvenir idílico o hacia el infierno, y no me importa en absoluto cualquier posibilidad porque el horizonte más cierto es una sonrisa en un espacio compartido, y ahora mismo voy cogido de su frágil mano y no puedo volver a caer, ya no puedo volver a morir, de tanto amor.

domingo, 22 de diciembre de 2024

Postrimerías 2024.

 


Estaba, quijotesco, enredado en conversación con unos cuantos libros muy generosos, para tratar de apaciguar la inquietud de los últimos días del año, de las hienas circundantes y de un reptil antiguo que me hiela la sangre, también por calmar un poco a ese jabalí acorralado dentro de una caja torácica electrificada que me acompaña a todas partes. Típicas cosas del delirio que azota duro a las almas sensibles sedientas de belleza en un mundo tan cruel como adefesio. Frank Sinatra aparece por el salón cantando My Way como cuando apareció por el crematorio junto a Pavarotti y el nessun dorma a petición muy acertada, todo sea dicho, del protagonista del evento fúnebre. Y vamos juntos, un servidor, el viejo Frank, los vivos y los muertos, aojadores, naguales, brujas, hechiceros, artistas de variedades, calchonas, charangas, letraheridos con la sangre y la tinta revueltas, desfile de portentos túrbidos, a pasear por un zaguán lleno de hortensias y daguerrotipos de plata pulida, con muy viejas y descoloridas imágenes espectrales de hombres armados, revolucionarios románticos de miradas torvas. Sobre un alféizar aguarda la primera edición de Gerifaltes de antaño, escrita por Valle-Inclán, junto a una botella mediada de un vino peleón y avinagrado. En los arrabales ladran los perros y suenan tangos canallas.

Es abrir las puertas de la calle o poner la cabeza en la almohada y allí está el río violento que se lleva para siempre mi coche, los muebles de la casa de mis padres, y algunas cajas de libros que todavía guardaba en su trastero. Las obras completas de Blasco Ibáñez, Pedro Páramo de Juan Rulfo, Bajo el volcán de Lowry, muchos poemarios, novelas de pelaje variopinto y libros de arte infumables, filosofías, todos desfilando ante mí como cantos rodados, como barcos utópicos que hacen agua, hacia el mar, rumbo al hundimiento, la desaparición y el olvido. Retengo lo que puedo y lo que no me lo inventaré sobre la marcha. Haremos memoria como quien hace encaje de bolillos, tapices de París o tejidos andinos con lanas de alpaca, llamas y vicuñas. Haremos apología de lo bonito, bueno y verdadero que se encuentra en el centro de lo aparentemente insustancial. La realidad sin su dosis de ficción, sin su trama de fantasía, es una mentira insoportable.


La vida circula abruptamente entre epicedios y copas de Campari con naranja, siempre nos pilla por sorpresa con sus cambios bruscos de dirección, su golpe más certero llega casi al mismo tiempo que su más dulce caricia, se desarrolla accidentada entre grandes poetas chilenos (Salvador Reyes, Jorge Teillier) y gobernantes corruptos e ineficientes, entre charangas y tanatorios, entre mañanas plácidas y tardes violentas. Todo tiene cabida en esta función. Cruzo un jardín como quien recorre ávido los pasillos de una biblioteca o viceversa, ya no sé. Voy por los aforismos de Ramón Eder o de Stanislaw Jerzy Lec como quien va entre girasoles o campos de lavanda, paseo por poemarios frondosos, por Ángel González, Blas de Otero, Antonio Praena, José Mateos, Joan Vinyoli o Mark Strand, por avenidas de música en flor como Vivaldi, Corey Harris, Diego Vasallo, Beethoven, Quique González o Fito y Fitipaldis. No hay pintor que no trace un lugar íntimo para mí, concurren Sisley, Turner, Chagall, Rothko, Caravaggio, Velázquez, Fra Angélico, Guido Reni, Lucian Freud y una numerosa compañía de pinceles más o menos ilustres. Sin un séquito de fantasmas las almas adelgazan y se desvanecen, se esfuman sin dejar huella. Y así voy cruzando el pórtico confuso de los años, el regalo, la broma agridulce de mi vida. Y pido un porvenir repleto de amor y de bondad, de belleza, y sueño con ser distinto y mejor, caminar sin miedo y en paz ahora que ya no somos tan jóvenes. Así me duermo, entre visiones, tal vez lo soñé o fue un delirio, así despierto, en un año nuevo de un mundo distinto, la mirada se estrena y todo es visto como por primera vez. Vivir es arder entre las brasas del instante. No mengua la pasión, no morirá, no me rindo. Y así me salvo. 

miércoles, 4 de diciembre de 2024

Rayo o luciérnaga.

 


Como es primer lunes de diciembre y hay una fina niebla sobre las cosas, junto al primer café aparece de nuevo Chopin para, con sus dedos virtuosos, darle a la boira consistencia de telaraña o muselina, de ánima reconcentrada y expansiva a pleno rendimiento patafísico. Todo es excepcional, extraordinario, irrepetible, y una mirada concienzuda no puede quedar indiferente, ni debería negar una verdad tan rotunda e incontestable. La vista cansada es víctima y victimario. Todo lo que no se contempla como por primera vez, con pasmo amoroso, nos llega mustio, anquilosado, esclerótico o rancio. Cioran dejó escrito en sus cuadernos que fuera del instante todo es mentira y Marco Aurelio nos regaló una máxima o sentencia poderosa que se mantiene útil en estos tiempos tan superficiales y decadentes: realiza cada una de tus acciones como si fuera la última de tu vida. Sin un oteo afinado, ninguno de los dos aforismos puede ser llevado a la práctica, el instante o el presente carecen de relevancia aunque caiga ante nosotros el Imperio romano, el austrohúngaro, el Imperio Osmanili o el mongol y revienten por colapso todas las democracias posdemocráticas. Nada crucial sucede ante unos ojos desganados.

El canto de los pájaros resuena alborozado pese a la ausencia del sol, es mejor pensar que lo que nos falta participa también de las ganas de vivir y del raro canto de alegría que brota como agua manantial desde el dolor más hondo, un pellizco de azafrán, una ínfima brizna de esperanza, así en los algodonales del sur de los USA, en los campos indios o birmanos, en barcos tailandeses o en las minas potosinas. Ay! El minero, gajo de metal, la tierra lo traga junto con el carnaval. La corriente superó todos los cauces, mires donde mires hay señales más que claras del destrozo causado por las aguas desbordadas. Socavones, carreteras arrancadas de cuajo, puentes destruidos, amasijos de hierros, toneladas de basura y zaborra. Y aún así pujan por salir los brotes nuevos, la vida continúa, se despliega y avanza, el milagro poliniza todo a su alrededor.


En la cazuela, a fuego lento, boeuf bourguignon, la música bascula entre José Alfredo Jiménez y Benito Lertxundi, Queens of the Stone Age, Gatibu y Okean Elzy. Me gusta lo que no entiendo, lo que me cuesta comprender. Poliédrico, heterodoxo, ecléctico y heteróclito, hijo bastardo de la mezcla, lo fronterizo, el revoltijo y la fusión. A veces tengo una pajarería en la cabeza; a veces, un desierto. Recientemente he recibido varios rechazos editoriales y, como uno no tiene la vanidad a prueba de bombas, ando un poco alicaído, con la confianza frágil de las horas bajas. Por suerte, de vez en cuando, llegan sorpresas gratas y nos arreglan el ánimo para una temporada. La traductora Silvia Dammacco me pidió permiso para traducir al italiano Plantas de interior, uno de mis textos, que ha aparecido publicado en la revista In allarmata radura, inmejorablemente acompañado por fotografías de Veronica Mecchia, un lujo y todo un honor. Sensación extraña la de leer las propias palabras en otro idioma, gozar de la musicalidad y el misterio de lo propio procedente de otras latitudes. Qué alegría ver lo íntimo emprender su viaje sin retorno y adoptar una expresión que ya no es enteramente mía, pues ya es de quien la pretenda, la precise y quiera recoger el guante.


Lorca escribía para que le quisieran, mi amigo Víctor Colden escribe por la imposibilidad de no hacerlo. Rafael Chirbes dice que escribir es la indagación para nombrar lo que no puede nombrarse, un intento, un acercamiento hacia lo que aún no ha sido dicho, y Christian Bobin afirmaba: para mí, escribir es buscar todo lo que en nuestras vidas ha sido abandonado, descuidado, todo lo que el mundo deja, y volver a situarlo en un lugar privilegiado; es ir a rebuscar en lo que el mundo rechaza y encontrar oro. Con todos estoy de acuerdo y con muchas más definiciones que no transcribo porque el texto se volvería interminable. La diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta es la misma que entre el rayo y la luciérnaga, dijo Mark Twain, y bien sabía que en esa gran oscuridad vamos a tientas, entre ignorancia, duda y confusión, buscando alguna palabra viva, rayo o luciérnaga, algún filamento de luz que llevarnos a la boca, un párrafo como un par de alas nuevas, ahora que va terminando el año, algo de amor hecho sangre verdadera en nuestras sílabas o sílabas sinceras en nuestra sangre vacilante, amor que pueda taponar, desde lo más profundo, la herida de un corazón enceguecido que fibrila y balbucea al borde de su lecho, entre serias dudas de fe, mientras fuera no termina el gobierno de la noche y va arreciando el fiero ataque de todos sus malditos demonios.

miércoles, 27 de noviembre de 2024

Stendhal y los condenados.

 


Dan ganas de alejarse del pecado cuando uno ve La caída de los condenados, lienzo que pintó Dirk Bouts entre 1450 y 1470. Por fortuna se me pasa pronto y retorno raudo al deseo de belleza y placeres, que tenemos muy claro que se está de paso y ya llevamos completado algo más de la mitad del camino, y además puede venir un imprevisto a cascamajarnos en cualquier momento, véase DANA, pandemias, Tercera Guerra Mundial o algo por el estilo, puede que un apocalipsis de pueblo aceche en los inigualables atardeceres del otoño tras los bancales o alguna megalópolis distópica se nos venga encima, enferma de aluminosis, sepultándonos. Gracias a Dios somos proclives a la voluptuosidad y reincidimos, llevamos inscritos en los genes el carpe diem, el tempus fugit y también, cómo no, aquella procacidad ya popular del folleu, folleu, que el món s’acaba, como buenos mediterráneos.


Recuerdo aquella anécdota de san Agustín pidiéndole a Dios la castidad y la continencia, pero no todavía, y no puedo evitar un sonreír pícaro. El santo era de Tagaste y posteriormente residió largo tiempo en Hipona, ambas ciudades situadas en la actual Argelia, pero podría haber sido perfectamente de algún pueblecito perdido de la huerta valenciana y no desentonaría en absoluto. La cabra tira al monte, los instintos son nuestros más peligrosos enemigos o nuestros más fieles aliados, según, con qué facilidad nos damos a la vida golfanta y licenciosa, a la jarana, el jolgorio y la francachela. Y dicen que de los grandes pecadores vienen los grandes santos. Tendrán razón. Hay muchos haciendo méritos en la falta, en el desliz, esforzadamente. No seré yo quien lo niegue o lo discuta.


En Florencia sufrí el síndrome de Stendhal, también en Kioto, Londres y París. Eso es fácil que nos suceda en lugares míticos y encantadores, llenos de cultura, historia y belleza, en esos destinos a los que casi todos queremos ir al menos una vez en la vida. Sin ningún esfuerzo por nuestra parte vienen la taquicardia, la emoción y el mareo en los jardines del Templo Dorado o paseando por kiyomizu-dera, frente al David de Miguel Ángel o cruzando el Ponte Vecchio, en la abadía de Westminster, junto al Támesis o al callejear por el Barrio Latino, cerca del río Sena, entre Notre Dame y el Panteón. Lo complicado es padecer un síndrome de Stendhal cada día, en lo cotidiano, en el centro desportillado de las mañanas laborables, lo difícil es que los síntomas nos asalten y dominen en lo rural, extramuros, en la periferia de pequeñas ciudades provincianas, donde todo lo posmoderno pasa de largo dando un  pequeño rodeo, la moda huye despavorida y parece que nada importante sucede, el tiempo se remansa, o esa es la primera apariencia cuando vamos con prisa y ansiosos porque algo nos falta. Hay que perseverar en los contornos, por las esquinas, a ras del suelo. Belleza hay en todas partes y música en todas las cosas. Hay que saber mirar y escuchar, cegarse y ensordecer. Cada elemento tiene su momento justo para cada cual, un cenit y el nadir correspondiente, su precisa existencia. Y me da a mí que en pos de lo importante hemos perdido lo importante, pero puede que nos quede un eco, su estela y melodía, una reverberación sutil que sostiene el espíritu aunque la aventura fallida y el descalabro, un pedazo de alegría a pesar de todo lo que pincha y corta.


Afirma el musicólogo Ramón Andrés que la historia de la musica es tambien la historia del consuelo, y música fue también un cuerpo amado, un vino compartido, una conversación íntima, todo a media luz, un film clásico en blanco y negro, tal vez El muelle de las brumas, con guion de Jacques Prévert, basado en la novela de Pierre Mac Orlan, autor que me recomendó Claudio Ferrufino y que ha nombrado  en su obra, infinidad de veces, Miguel Sánchez-Ostiz. Música es la flor, un nido aunque esté vacío, pasar página o no poder pasarla y seguir en pie, saberse a salvo del fango y aún no sentirse limpio, imaginar un futuro en otra parte, poder volver a empezar a estas alturas, ciudades nuevas, idiomas y gentes distintas, hacer las maletas, el viaje hacia Ítaca, notar el calor de una chimenea que procede de un hogar inexistente todavía y adivinar el porvenir de unos ojos que se miran muy de cerca rogándose pequeñas muertes en nombre del amor, transubstanciaciones. Música era también este silencio y la eclosión, este consuelo de las almas rotas en los cuerpos desleídos, entremezclados, su frenesí, hallar por fin la calma en el vértigo, la velocidad y el sudor, fuego, brasas, cenizas, tal vez la resurrección de la carne y juntos la vida eterna, y que ya no nos desbarate tanta desazón, tanto caer al abismo de puro aburrimiento sin oponer la más mínima resistencia.


Imagen: La caída de los condenados, de Dick Bouts (1450).

Marineros en tierra.

  Un agricultor de Vilamarxant nos trae leña en una vieja furgoneta destartalada y llena de abolladuras, mientras la descarga me comenta que...