miércoles, 17 de diciembre de 2025

La luz del mundo.

 


Barley wine infusionado en Oporto, 12 grados, viene a ser algo así como un vino de cebada, densa cerveza en la copa mientras suena nice boys de Rose Tattoo en la cervecería de los holandeses, la que hay en Ayora, en su plaza de la Glorieta. En la televisión una chimenea ardiendo que llega a calentarnos. La conversación trata sobre lo humano y lo divino, el amor y la muerte, lo sublime y la zafiedad, diálogos siempre interrumpidos por nuestros queridos vástagos. El frío se queda fuera, acechante, ocupando todas las sillas de la terraza. Hablamos también del futuro, de la casa de nuestra vida en construcción permanente, de quedarse a envejecer en el valle y traspasar sus límites lo justo y necesario.

Si uno insiste puede encontrar refugio incluso en la intemperie, en lo roto y abandonado. En valles despoblados, por pequeños pueblos que se vacían, bajo la sombra de los almeces hemos aprendido escapismo, frente a la sierra Palomera o el macizo de Caroche hemos llegado a ser invisibles, desapariciones. Qué gozo el de las nuevas amistades que sabemos definitivas, buena compañía que nos abrigará en la senda de los inviernos finales. Es aquí desde donde queremos iniciar la última parte del camino, todas esas veredas que nos quedan por recorrer, los nuevos horizontes que se multiplican al ser encarados, reflejos de piedras preciosas al sol. Los viajes soñados siempre son hacia el propio interior, iniciáticos, a las entrañas más recónditas de lo desconocido que nos habita, nos azuza y tiene nuestro mismo nombre y apellidos aunque no se refleje en los espejos. Somos siempre frontera y tierras ignotas, andar a tientas, ligeros de equipaje, huellas que son tan ciertas porque las borra el viento. Palabras, solo palabras fugaces. Estrellas mal dichas. Enigma y descubrimiento. 

Mis niños tienen fiebre, pasan las noches entre quejidos, medio en vela, en el limbo, importunados por la gripe que no cede frente a los antitérmicos ni ante nuestros cuidados. He pedido una semana de permiso sin sueldo para poder cuidar de ellos, aprovechando los ratos que me dejan libre para leer algo: Elegí perder, de Fernando Mañogil, los Cuentos completos de Joseph Roth, los textos breves que me va enviando mi querido Claudio Ferrufino. Llueve sin cesar, hay un temporal cruzando el país entero. Se acercan las Navidades y como siempre me da por pensar en los que ya no están, me crece por dentro la invasora raíz de la melancolía y me arrellano en el sillón del recuerdo, la mirada lanzada al infinito, la mente en blanco y a ver qué llega con las olas. Los niños, a poco que uno les preste atención, dan  sabias lecciones de vida. Y de muerte. Es bajarles la fiebre y empiezan a jugar, cabalgan a pelo el instante sin importarles lo que ha de venir. Ni lo pasado. Son puro carpe diem, pensamiento mágico y resiliente, fulgor poético, no saben nada del futuro y los sucesos pretéritos bien poco les importan. Aprender de ellos, ojalá fuera más fácil, quisiera disfrutar de lo poco que tengo entre las manos como lo hacen mis hijos, entre dosis de ibuprofeno y dosis de paracetamol, ese breve momento sin fiebre, con los ojos todavía velados por la enfermedad, y suenan de fondo las nanas de la cebolla de Miguel Hernández, sonriendo como sonríen, como lo hace Dios en las mañanas a pesar de la deriva violenta de su obra, como un tonto feliz que se muere y no lo sabe o como un loco inocente que sabe que va a morir y no le importa. Baño y pijamas, ya duermen los niños bajo el edredón. Luces tenues. Silencio. Quizás sueñan. Alondra de mi casa, ríete mucho. Es tu risa en los ojos la luz del mundo. Ríete tanto que en el alma, al oírte, bata el espacio.

martes, 2 de diciembre de 2025

Hongos oportunistas.

 


Aguanieve en Jarafuel, me cuentan, y ligera nevada por San Antonio. Esta semana baja la temperatura al sótano helado y nos arrastra. Y de repente regresa el frío de la infancia, ese golpe sordo que nada podía contra nuestra voluntad insobornable de juego y aventura. Pero pasaron los años y somos distintos. La ensoñación es una alfombra mágica que nos lleva directos a los brazos de los que ya marcharon, al centro de la niebla, al país del Nunca Jamás. Nevermore graznan los cuervos de Edgar Allan Poe, no volveré a ser joven, que decía Jaime Gil de Biedma. Un anciano me habla de la nieve en las montañas, por mayo, cuando la siega de la cebada, hace unos sesenta años. En su mirada hay un niño asomado que no quiere morir y yo recuerdo los charcos helados en el patio del colegio más triste del mundo, las castañas asadas junto a la estación de trenes, las cabalgatas de los Reyes Magos, a mi abuelo contando historias de indios y vaqueros o de la Guerra Civil mientras zumbaba a sus pies el viejo radiador y el salón olía a moscatel y Varón Dandy. Ahora estoy muy lejos de todo aquello pero desde el fondo de lo oscuro van subiendo recuerdos como tentáculos, espigas, hiedra o manchas de luz, humo de habanos, como una alfombra de moho aterciopelado extendiéndose sobre el terco olvido y la cerrazón.

Hay un hongo oportunista muy temido en los quirófanos, de crecimiento vertical, filamentoso, expansivo. He visto cómo el Mucor, nutrido en agar Sabouraud, llegaba a levantar la tapa de la placa de Petri con su pelusa algodonosa de esporas mortíferas. Imagínate en el pulmón, me dice mi preventivista de guardia. Las cosas invisibles, lo aparentemente insignificante, en el medio adecuado, con tiempo, al barbecho de circunstancias propicias, pueden llegar a parar una vida o reiniciarla, según el caso. Así funcionan la caricia y la mentira, el desdén, un guiño, la sonrisa, un leve susurro, el angor pianísimo, la música de las esferas o el silencio. Se limpian con celo los quirófanos, los conductos de ventilación, se cambian los filtros HEPA si es necesario, se extreman las medidas higiénicas y se limita el movimiento de personas por el área quirúrgica. Diques de contención contra la espora minúscula, muros, barricadas temporales con su talón de Aquiles, blindajes con siete llaves y un punto débil. Todo es en vano. Tarde o temprano volverá la vida para imponerse, como la flor por la grieta o el derrumbe en los ribazos, como la nube limpísima sobre los tanatorios, como viene un Aspergillus afilando su guadaña de muerte por la mesa de operaciones, como el amor, el fallo multiorgánico, la extinción de las especies, los fuegos de artificio, la pólvora, el semen, el polen y el poema, vendrá en avalancha la vida, la música, el pasado, mi abuelo con Toro Sentado y el general Custer, con Buenaventura Durruti y el cura Santa Cruz, como la nieve, como el frío y la infancia, como entra el agua del mar en los deltas de los ríos, y es bueno que así sea, para borrarnos lentamente o rompernos todas las cuerdas en mitad de un arpegio perfecto, cuentos, historias, trucos de magia, para cerrar el círculo de la mejor manera posible y de una vez por todas. 

domingo, 19 de octubre de 2025

Jacintos de agua.


 Me regalan unas hebras de azafrán, oro rojo que llevo ahora en el pensamiento como un delicado talismán incandescente para cruzar el valle, alejando el miedo, cuando la noche y la niebla densa, camino de mi nuevo trabajo en un pequeño hospital comarcal a casi una hora de casa. Al pasar por el puerto de la Chirrichana hay que ir con los sentidos aguzados. Cabras, corzos, ciervos, muflones, zorros o jabalís pueden aparecer de súbito en la carretera sinuosa y provocar algún accidente irreparable. Para colmo, la lluvia recia, el granizo y los desprendimientos. Suena el saxofón barítono de Leo Parker, Pepper Adams o de Leo Pellegrino, la voz seductora de Zaz, Carla Bruni o la de Norah Jones, el blues de Houndog Taylor o Robert Finley. Siempre la música para amansar a las fieras, para quitarle al alma un poco de peso, para hacer más soportables las brasas que van por dentro y nos acongojan. En no pocas ocasiones hemos mantenido el buen temple ante situaciones extremas gracias al abrigo que nos proporciona el arte y esas cosas minúsculas o inútiles que nos salvan la vida.

A diario el mismo camino, salgo del valle y está la llanura que se vuelve infinita en lo oscuro. Comienza a amanecer y la visión se ensancha, vienen formas, extensiones y aristas a mostrar retales aún sucios de una luz que nace titubeando, todavía confusa. Cruzo la meseta labrada en viñedos y olivares, las pinadas, los almendros, aldeas casi sin gente que hablan de su muerte lenta, gasolineras abandonadas, algún bar y algún pequeño horno que de milagro resisten, humildes cooperativas agrícolas, pequeñas bodegas y un pub con nombre de ciudad norteamericana y mala reputación donde terminan los perdidos de la zona y su contorno. Cada mañana soy espectador privilegiado de la lenta agonía del mundo rural, de su extinción, decadencia y asesinato, del óxido y los desconchones, de cultivos echados a perder, también de su capacidad de resistencia y su indómita belleza. Cuando el tiempo lo permite me detengo en una quesería artesanal y compro oro en cuñas hecho con leche de cabra, hemos bebido con gusto los vinos de Alpera o Almansa, probamos las tortas para el gazpacho manchego que hacen en el horno de leña de Ayora, el pan o los melocotones de Cofrentes, el embutido de Jarafuel, las setas de chopo y los espárragos trigueros que crecen por el campo, los bollos de tajadillas que hacen en Requena y tantas cosas de gran valor que son amenazadas por el mundo posmoderno, maravillas salidas de minúsculos y recónditos comercios tradicionales que en muchos casos no esperan relevo generacional, tienen los días contados y no deberían desaparecer. Lo auténtico asediado por la copia burda y el plasticurri insípido, la polipiel, el bótox y las esferificaciones, lo sencillo y lo humano desplazados por el algoritmo inmisericorde, la estadística, los réditos y la inteligencia artificial.

Llega el fin de semana como respiro y oportunidad para estar en familia y celebrarlo. Vienen a casa los ucranianos y traen pollo Kiev y una tarta con crema muselina que estaba de rechupete, sacamos el chorizo y el fuet de la Otilia, queso de Los Pedrones, las olivas partidas y las setas de almez que nos ha regalado mi amigo Jaime, Elena prepara un gazpacho manchego al estilo jarafuelino, el vino es de la ribera del Duero y con el postre llega el solera gran reserva de Fernando de Castilla. En la sobremesa surgen historias de Járkov, la guerra y el exilio, también la sonrisa, el encuentro y los nuevos lazos, no podemos dejar de buscar ventanas con vistas en los muros opacos de los hábitos y las costumbres, anhelamos salidas en el laberinto de lo cotidiano y sus humedales, se habla de perderlo todo y volver a empezar, de los sueños engañosos, del porvenir y sus añagazas, de las fuerzas que flaquean, de trabajos transitorios que solo mantenemos para poder procurarnos el sustento, de todas las ilusiones que nos hacen seguir caminando hacia lo desconocido, quizás como le sucede al burro con la zanahoria, ya lo teorizaba el filósofo inglés Jeremy Bentham en el siglo XIX, decía más o menos que siempre tratamos de evitar el dolor y disfrutar de la vida, como hacemos hoy en esta terraza en el centro de un valle fronterizo y despoblado, hablando de lo terrible como quien se toma de un trago algún licor fuerte, como quien toma carrerilla o baja al fondo del mar a pulmón, porque sabemos ya de qué elementos dispares se compone la existencia, de lo amargo y el almíbar, del tarquín y las estrellas, de filos y algodones, el aire huele a colonia de bebés y a cadaverina entremezcladas. Tenemos mapas del tesoro en las cicatrices, la alegría como forma de exorcismo, reímos y la muerte queda relegada al rincón de lo impensable, a la abrupta extensión de lo imposible, mientras logramos sacar de todo esto, en amistad, algo reluciente y valioso del fondo de un saco oscuro que no tiene fondo. Sabemos, como Idea Vilariño, que el tiempo es un pantano, seamos, pues, por un instante, jacintos de agua, fuegos fatuos.

lunes, 29 de septiembre de 2025

Lecturas veraniegas.

 


Ahora que llega el otoño me da por pensar en mis lecturas veraniegas. Entre dos mudanzas y con la biblioteca empaquetada hasta que se realice la reforma en la casa centenaria que hemos comprado, uno ha ido leyendo lo que ha podido, de aquella manera, como le han ido dejando las circunstancias y el cansancio. De Javier Sánchez Menéndez leí sus Fragmentos, finos pensamientos poéticos y sugerentes reflexiones metafísicas a los que nos tiene acostumbrados el autor. De Víctor Colden, La cinta verde, un magnífico libro de relatos sobre el amor y sobre lo que queda tras su extinción y todavía nos da aliento y calor, sus pavesas y los restos del naufragio en medio de la ausencia insoportable y oscura del alma, o algo así, que decían los místicos en el medievo. De Pierre Mac Orlan devoré El muelle de las brumas, libro mítico, turbio, oscuro y desconcertante como un puerto lleno de gente derrotada que ha visto hundirse todas las naves y no espera nada ya, tal vez solo una salida brusca y violenta de un tiempo de descuento desabrido que les sobra. De Ramón Palomar su dietario Tu mentira es mi verdad (2006-2007), pícaro, vividor, simpático y desvergonzado a manos llenas. También su primera novela negra, 60 kilos, excelente noir mediterráneo, no será la última novela que lea de este escritor. De José Mateos, su deliciosa novela Los años decisivos, entre cuyas páginas he entrevisto alguna imagen desdibujada de mi propio pasado, salvando las distancias. Un lúcido retrato generacional que se repite en cada generación. Mi aforista favorito, Ramón Eder, publicó El libro de las frases transparentes, obra que devoré con devoción y alegría, y que espera paciente relecturas futuras que sin duda llegarán algún día. Y ya en brazos de la seronda, que le dicen en Asturias, me entrego a los preciosos haikus que Juan Manuel Uría nos ha obsequiado en La arquitectura del azar. También me ha regalado la familia, asesorada por Claudio Ferrufino, tres librazos mayúsculos a cual mejor: la poesía completa de George Trakl, la de Idea Vilariño y un libro que recoge poesía y prosa de Oliverio Girondo. Ya tengo buen abrigo para los meses de frío y el zurriagazo inmisericorde de la melancolía. Por supuesto, la lectura más importante no faltará en este nuevo escenario al que hemos venido a vivir: lo escrito en la tierra, el braille de los ribazos, la modulación de los colores mientras se va desarrollando el otoño, los amarillos creciendo en las hojas, los verdes dejando paso, los cielos enrojecidos de puro éxtasis, el arrebol de las nubes que pasan siempre y siempre quedan, el blanco de la niebla sobre las cimas, el amor renovándose, dando sus frutos, y los hijos creciendo felices en pueblos pequeños que la inmensa mayoría desconoce, pequeñas villas de tempos reposados, aldeas recónditas a las que todavía no ha llegado la posmodernidad con la gangrena de sus tentáculos, la velocidad, el vértigo, el ruido, los triunfos, los fondos buitres, el as de oros y todas sus malditas zarandajas.

sábado, 20 de septiembre de 2025

El alma de las ruinas.

 


Se abren las puertas del garaje para que corra la brisa fresca de septiembre, bien temprano, lo mejor es acercar la mesa al umbral. Hay quien corta unos tomates recién cogidos de su huerto, hay quien hace un revuelto con serranas y perfuma de romero el aire. Descorchad el vino, que respire, que venga a darnos su aliento de celebración ahora que las almendras se secan al sol y los olivares piden su vendimia. Completan las viandas unos bollos de jamón y longaniza, otro de sardina y pimientos verdes del horno de Jalance, las olivas que por aquí se hacen con dedicación y buena mano, y unos quesos artesanos de la aldea de Los Pedrones. La conversación fluye en amistad, las risas, las historias compartidas, esos regalos de la vida que siempre nos alargan la vida. Nadie mira el reloj, el tiempo ni apremia ni coacciona, nada puede el segundero en estos almuerzos que duran la mañana entera. Hablad de níscalos, de poleo y manzanilla, de espárragos trigueros, de aquella época remota de las matanzas y los rebaños, de cuando se estaba construyendo la central nuclear y el colegio cantaba lleno de niños, y en el pueblo había un pub, una discoteca y hasta tiendas de ropa y calzado. Enseñadme los caminos, las trochas, las veredas, los atajos, el Alto de la Cruz, los ribazos donde encontrar morquera o tomillo, contad viejas historias, transmitid el fuego, que no muera lo sencillo, que no pierda su importancia este momento, lo minúsculo, lo insignificante, lo cotidiano, lo irrepetible, y todo eso que dicen que está anticuado, pasado de moda, el bien, la verdad y la belleza.

viernes, 29 de agosto de 2025

La sombra del almez.

 


La sombra del almez huele a higos, sandía y hierba recién cortada, es densa y refrescante, a veces, al pasar por ella en los días más calurosos del estío, deja sobre la piel quemada un bálsamo que ayuda a seguir el camino. También está el agua que corre por las acequias, su música que sosiega, acompaña y ahuyenta el cansancio y la manía cioranesca. Llevamos desde el inicio del verano viviendo aquí, en una isla que se esconde tierra adentro. El valle es sabio y posee innumerables formas de ayudarnos a bienvivir. Entregarse a una nueva geografía es abrirse también a sus gentes y costumbres, descubrir un tesoro inagotable. Hay palabras nuevas que aquí hemos aprendido, otras han cobrado para nosotros un hondo significado que antes no tenían. Ardachos, dondiego de noche, cardo espinado, ontina y marrubio, ¡nene, que grandes están ya tus guachos!, hay que ir a quitar pollizos de las oliveras, ¡no hay caracol que iguale a la serrana!, si llueve bien en agosto tendremos níscalos y setas de chopo en abundancia cuando se desarrolle el otoño, aquí hay que darle su justo valor a cada cosa, a cada puro instante sin precio, es de oro el silencio de las plazas en la hora de la siesta, las calles adoquinadas, el castillo, las campanadas remachando con belleza las horas que pasan, es digna de conocer también su gastronomía, sus embutidos, los palomos son unas minihamburguesas con hígado y carne de cerdo envueltas con los redaños (en otros sitios de Valencia se las llaman figatells), los grullos y las toñas son dulces típicos de origen árabe, el pan que aquí sabe a pan, los tomates a tomates, el arroz de matanza es una grata y deliciosa sorpresa, el calducho, los castaños, chopos y perales dialogan siempre sabios con las almas que quieren escuchar y sin violencias las mejoran, también están los caminos infinitos, los ribazos, las zarzamoras, la hiedra en los bancales y el musgo en las acequias pulsando melancolías futuras para cuando llegue el frío, algún manzano, las higueras, la fuente de las Anguilas y la del Ral, fuente Bella, Tobarro y el Tollo Pillete, las chimeneas, la leña apilada, los paseos sin prisa ni rumbo, en la distancia la central nuclear de Cofrentes, sus chimeneas humeantes, los castaños de la ronda de los Tornajos, las montañas y los campos de labranza, nuevos horizontes, nuevas amistades, el ritmo pausado de lo que realmente importa, la presencia permanente de lo que no se alcanza a ver y se intuye, los adoquines, las casas centenarias, los vencejos, la filarmónica, acabamos de aterrizar aquí, como quien dice, hace tres o cuatro días y qué grande y profunda se nos ha hecho de repente la vida en el centro de este valle en donde dicen, los que no saben, que no hay nada, que nada importa, que ya no vive nadie. 

lunes, 5 de mayo de 2025

Luz medicinal.

 


Con el primer café, encuentro en un diario de José Jiménez Lozano una cita de Miguel Ángel que marida a la perfección con mi estado de ánimo de las últimas semanas, un remolino ciego que me empuja contra todo: no hay pintura ni escultura capaces de apaciguar el alma. El cambio de vida y la mudanza me tienen de los nervios y no hay alivio que dure al escuchar música barroca, al leer algún poema no encuentro la paz ni el equilibrio, tampoco al seguir con embeleso los trazos dados por Claude Monet. Para rematar, una conversación con Claudio Ferrufino que anda estos días a orillas del tramo serbio del Danubio, hombre de escritura y vida trashumantes, con el rumbo ahora puesto hacia Bulgaria y Rumanía, tal vez también Moldavia. Ambos tenemos poca esperanza en el porvenir de la humanidad, nos da por pensar en que las cosas solo pueden ir a peor, aunque quisiéramos estar equivocados, por sus hijas que viven en Denver, por mis hijos que me llevo, buscando un refugio duradero, al fondo de un valle todavía dejado de las zarpas de los zopilotes y sus fondos de inversión. Hace unos días vi El príncipe de Egipto con los niños y qué envidia la confianza inquebrantable de los judíos al cruzar junto a Moisés entre las aguas separadas del mar Rojo. Ahora poca fe hay alrededor, pocos milagros. La llaga en la que meter los dedos, no es que esté ausente, la llevamos en el centro del corazón. Josquin des Prés suena como un paño limpio sobre la fiebre. No mires fijamente a los ojos de los cuervos y toma la senda menos transitada. Valora el delirio, busca siempre un bello equilibrio aunque te caigas del caballo, venera el silencio, lo sencillo y la bondad.

Hombreadentro quedan las tinieblas exteriores, encuentran siempre caminos, grietas, son tenaces, ponen fonda, anidan, como quedan intracraneales los horizontes más sombríos, intratorácicos el ansia, el miedo, las peores pesadillas se encuentran en el confuso dentroafuera de las animas incarnatas, hipodérmicas, intraorgánicas, como lienzos del Bosco o purgatorios dantescos, allí también las embestidas más violentas de las bestias bifrontes, de seres escindidos con heráldica deslucida, decrépita, y testaruda desazón. Paisajes patinir en el fondo del alma y de los ojos enceguecidos por la plomiza realidad. Mundus est fabula, hay días que gracias a Dios y días que gracias al diablo. Lo que creíamos luciérnagas eran polillas, y qué hacer con todo el polvo de mariposa que la vida usada nos dejó, como al poeta, entre los torpes dedos. Qué hacer cuando miramos hacia todas partes, no tocamos fondo, queremos dejarnos llevar, y no encontramos entre las olas ni sirenas ni ángeles, ni la estrella o el ancla de la esperanza, ni en lo negro las orillas. Y alguien habla de repente desde nadie hacia mi nada, algo habla desde la nada hacia este nadie que tanto nos pesa. Surge una tímida luz, no estamos completamente solos en la tiniebla.


Me hablaron, dije, de cosas inútiles, de la peña Trevinca, de la ulupica y el ají de fideos, de hermosos tejidos aymaras, de Mungo Park por el río Níger, del corned beef hash, de las máscaras que pintara James Ensor, de la hidra de Lerna montando campamento permanente en nuestras fobias, de Minos, Radamantis y Eaco, jueces del inframundo, de Kreminná, del vino de Besarabia, de nubes de albayalde, del aroma del cedrón que emborracha en los días más ardientes del verano, del rigor inmisericorde de las Erinias, sobre Jaques Prevert, Giovanni Battista della Porta y su club secreto de alquimia, acerca del reverendo Robert Walker patinando en el lago Duddingston o la tumba de Tolstói en Yásnaia Poliana. Me contaron sobre una muchacha comiéndose un pájaro, pintada por Magritte, de un réquiem en mi honor, del Alzheimer de mi madre en el Día de la Madre, del amor, de melodías rembétikas masajeando el alma, de la muerte de todos los tiranos, del fin de las guerras, de calles empedradas en pequeños pueblos fronterizos con castillos arruinados y huellas románicas que esconde la niebla o la floración de los cerezos. Me han confesado que hay una luz medicinal que pinta Sorolla cuando ni la luz ni el azul nos son suficientes, una luz al óleo que logra darnos claridad, asideros, ganas de ser alegría y agradecimiento, el canto de un pequeño pájaro, apenas nada, por eso quiero escribirlo, que quede claro, estoy aquí porque me hablaron y hablaron, por fortuna, cuando menos quería o podía escuchar, de lo que no sirve para nada, de lo que no cotiza en bolsa, de bagatelas que al fin lograron salvarnos de esa horrible, lenta, insoportable muerte que sigue siendo vivir en balde y tratar de encubrir tanta tragedia.

La luz del mundo.

  Barley wine  infusionado en Oporto, 12 grados, viene a ser algo así como un vino de cebada, densa cerveza en la copa mientras suena  nice ...