Barley wine infusionado en Oporto, 12 grados, viene a ser algo así como un vino de cebada, densa cerveza en la copa mientras suena nice boys de Rose Tattoo en la cervecería de los holandeses, la que hay en Ayora, en su plaza de la Glorieta. En la televisión una chimenea ardiendo que llega a calentarnos. La conversación trata sobre lo humano y lo divino, el amor y la muerte, lo sublime y la zafiedad, diálogos siempre interrumpidos por nuestros queridos vástagos. El frío se queda fuera, acechante, ocupando todas las sillas de la terraza. Hablamos también del futuro, de la casa de nuestra vida en construcción permanente, de quedarse a envejecer en el valle y traspasar sus límites lo justo y necesario.
Si uno insiste puede encontrar refugio incluso en la intemperie, en lo roto y abandonado. En valles despoblados, por pequeños pueblos que se vacían, bajo la sombra de los almeces hemos aprendido escapismo, frente a la sierra Palomera o el macizo de Caroche hemos llegado a ser invisibles, desapariciones. Qué gozo el de las nuevas amistades que sabemos definitivas, buena compañía que nos abrigará en la senda de los inviernos finales. Es aquí desde donde queremos iniciar la última parte del camino, todas esas veredas que nos quedan por recorrer, los nuevos horizontes que se multiplican al ser encarados, reflejos de piedras preciosas al sol. Los viajes soñados siempre son hacia el propio interior, iniciáticos, a las entrañas más recónditas de lo desconocido que nos habita, nos azuza y tiene nuestro mismo nombre y apellidos aunque no se refleje en los espejos. Somos siempre frontera y tierras ignotas, andar a tientas, ligeros de equipaje, huellas que son tan ciertas porque las borra el viento. Palabras, solo palabras fugaces. Estrellas mal dichas. Enigma y descubrimiento.
Mis niños tienen fiebre, pasan las noches entre quejidos, medio en vela, en el limbo, importunados por la gripe que no cede frente a los antitérmicos ni ante nuestros cuidados. He pedido una semana de permiso sin sueldo para poder cuidar de ellos, aprovechando los ratos que me dejan libre para leer algo: Elegí perder, de Fernando Mañogil, los Cuentos completos de Joseph Roth, los textos breves que me va enviando mi querido Claudio Ferrufino. Llueve sin cesar, hay un temporal cruzando el país entero. Se acercan las Navidades y como siempre me da por pensar en los que ya no están, me crece por dentro la invasora raíz de la melancolía y me arrellano en el sillón del recuerdo, la mirada lanzada al infinito, la mente en blanco y a ver qué llega con las olas. Los niños, a poco que uno les preste atención, dan sabias lecciones de vida. Y de muerte. Es bajarles la fiebre y empiezan a jugar, cabalgan a pelo el instante sin importarles lo que ha de venir. Ni lo pasado. Son puro carpe diem, pensamiento mágico y resiliente, fulgor poético, no saben nada del futuro y los sucesos pretéritos bien poco les importan. Aprender de ellos, ojalá fuera más fácil, quisiera disfrutar de lo poco que tengo entre las manos como lo hacen mis hijos, entre dosis de ibuprofeno y dosis de paracetamol, ese breve momento sin fiebre, con los ojos todavía velados por la enfermedad, y suenan de fondo las nanas de la cebolla de Miguel Hernández, sonriendo como sonríen, como lo hace Dios en las mañanas a pesar de la deriva violenta de su obra, como un tonto feliz que se muere y no lo sabe o como un loco inocente que sabe que va a morir y no le importa. Baño y pijamas, ya duermen los niños bajo el edredón. Luces tenues. Silencio. Quizás sueñan. Alondra de mi casa, ríete mucho. Es tu risa en los ojos la luz del mundo. Ríete tanto que en el alma, al oírte, bata el espacio.






