domingo, 19 de octubre de 2025

Jacintos de agua.


 Me regalan unas hebras de azafrán, oro rojo que llevo ahora en el pensamiento como un delicado talismán incandescente para cruzar el valle, alejando el miedo, cuando la noche y la niebla densa, camino de mi nuevo trabajo en un pequeño hospital comarcal a casi una hora de casa. Al pasar por el puerto de la Chirrichana hay que ir con los sentidos aguzados. Cabras, corzos, ciervos, muflones, zorros o jabalís pueden aparecer de súbito en la carretera sinuosa y provocar algún accidente irreparable. Para colmo, la lluvia recia, el granizo y los desprendimientos. Suena el saxofón barítono de Leo Parker, Pepper Adams o de Leo Pellegrino, la voz seductora de Zaz, Carla Bruni o la de Norah Jones, el blues de Houndog Taylor o Robert Finley. Siempre la música para amansar a las fieras, para quitarle al alma un poco de peso, para hacer más soportables las brasas que van por dentro y nos acongojan. En no pocas ocasiones hemos mantenido el buen temple ante situaciones extremas gracias al abrigo que nos proporciona el arte y esas cosas minúsculas o inútiles que nos salvan la vida.

A diario el mismo camino, salgo del valle y está la llanura que se vuelve infinita en lo oscuro. Comienza a amanecer y la visión se ensancha, vienen formas, extensiones y aristas a mostrar retales aún sucios de una luz que nace titubeando, todavía confusa. Cruzo la meseta labrada en viñedos y olivares, las pinadas, los almendros, aldeas casi sin gente que hablan de su muerte lenta, gasolineras abandonadas, algún bar y algún pequeño horno que de milagro resisten, humildes cooperativas agrícolas, pequeñas bodegas y un pub con nombre de ciudad norteamericana y mala reputación donde terminan los perdidos de la zona y su contorno. Cada mañana soy espectador privilegiado de la lenta agonía del mundo rural, de su extinción, decadencia y asesinato, del óxido y los desconchones, de cultivos echados a perder, también de su capacidad de resistencia y su indómita belleza. Cuando el tiempo lo permite me detengo en una quesería artesanal y compro oro en cuñas hecho con leche de cabra, hemos bebido con gusto los vinos de Alpera o Almansa, probamos las tortas para el gazpacho manchego que hacen en el horno de leña de Ayora, el pan o los melocotones de Cofrentes, el embutido de Jarafuel, las setas de chopo y los espárragos trigueros que crecen por el campo, los bollos de tajadillas que hacen en Requena y tantas cosas de gran valor que son amenazadas por el mundo posmoderno, maravillas salidas de minúsculos y recónditos comercios tradicionales que en muchos casos no esperan relevo generacional, tienen los días contados y no deberían desaparecer. Lo auténtico asediado por la copia burda y el plasticurri insípido, la polipiel, el bótox y las esferificaciones, lo sencillo y lo humano desplazados por el algoritmo inmisericorde, la estadística, los réditos y la inteligencia artificial.

Llega el fin de semana como respiro y oportunidad para estar en familia y celebrarlo. Vienen a casa los ucranianos y traen pollo Kiev y una tarta con crema muselina que estaba de rechupete, sacamos el chorizo y el fuet de la Otilia, queso de Los Pedrones, las olivas partidas y las setas de almez que nos ha regalado mi amigo Jaime, Elena prepara un gazpacho manchego al estilo jarafuelino, el vino es de la ribera del Duero y con el postre llega el solera gran reserva de Fernando de Castilla. En la sobremesa surgen historias de Járkov, la guerra y el exilio, también la sonrisa, el encuentro y los nuevos lazos, no podemos dejar de buscar ventanas con vistas en los muros opacos de los hábitos y las costumbres, anhelamos salidas en el laberinto de lo cotidiano y sus humedales, se habla de perderlo todo y volver a empezar, de los sueños engañosos, del porvenir y sus añagazas, de las fuerzas que flaquean, de trabajos transitorios que solo mantenemos para poder procurarnos el sustento, de todas las ilusiones que nos hacen seguir caminando hacia lo desconocido, quizás como le sucede al burro con la zanahoria, ya lo teorizaba el filósofo inglés Jeremy Bentham en el siglo XIX, decía más o menos que siempre tratamos de evitar el dolor y disfrutar de la vida, como hacemos hoy en esta terraza en el centro de un valle fronterizo y despoblado, hablando de lo terrible como quien se toma de un trago algún licor fuerte, como quien toma carrerilla o baja al fondo del mar a pulmón, porque sabemos ya de qué elementos dispares se compone la existencia, de lo amargo y el almíbar, del tarquín y las estrellas, de filos y algodones, el aire huele a colonia de bebés y a cadaverina entremezcladas. Tenemos mapas del tesoro en las cicatrices, la alegría como forma de exorcismo, reímos y la muerte queda relegada al rincón de lo impensable, a la abrupta extensión de lo imposible, mientras logramos sacar de todo esto, en amistad, algo reluciente y valioso del fondo de un saco oscuro que no tiene fondo. Sabemos, como Idea Vilariño, que el tiempo es un pantano, seamos, pues, por un instante, jacintos de agua, fuegos fatuos.

lunes, 29 de septiembre de 2025

Lecturas veraniegas.

 


Ahora que llega el otoño me da por pensar en mis lecturas veraniegas. Entre dos mudanzas y con la biblioteca empaquetada hasta que se realice la reforma en la casa centenaria que hemos comprado, uno ha ido leyendo lo que ha podido, de aquella manera, como le han ido dejando las circunstancias y el cansancio. De Javier Sánchez Menéndez leí sus Fragmentos, finos pensamientos poéticos y sugerentes reflexiones metafísicas a los que nos tiene acostumbrados el autor. De Víctor Colden, La cinta verde, un magnífico libro de relatos sobre el amor y sobre lo que queda tras su extinción y todavía nos da aliento y calor, sus pavesas y los restos del naufragio en medio de la ausencia insoportable y oscura del alma, o algo así, que decían los místicos en el medievo. De Pierre Mac Orlan devoré El muelle de las brumas, libro mítico, turbio, oscuro y desconcertante como un puerto lleno de gente derrotada que ha visto hundirse todas las naves y no espera nada ya, tal vez solo una salida brusca y violenta de un tiempo de descuento desabrido que les sobra. De Ramón Palomar su dietario Tu mentira es mi verdad (2006-2007), pícaro, vividor, simpático y desvergonzado a manos llenas. También su primera novela negra, 60 kilos, excelente noir mediterráneo, no será la última novela que lea de este escritor. De José Mateos, su deliciosa novela Los años decisivos, entre cuyas páginas he entrevisto alguna imagen desdibujada de mi propio pasado, salvando las distancias. Un lúcido retrato generacional que se repite en cada generación. Mi aforista favorito, Ramón Eder, publicó El libro de las frases transparentes, obra que devoré con devoción y alegría, y que espera paciente relecturas futuras que sin duda llegarán algún día. Y ya en brazos de la seronda, que le dicen en Asturias, me entrego a los preciosos haikus que Juan Manuel Uría nos ha obsequiado en La arquitectura del azar. También me ha regalado la familia, asesorada por Claudio Ferrufino, tres librazos mayúsculos a cual mejor: la poesía completa de George Trakl, la de Idea Vilariño y un libro que recoge poesía y prosa de Oliverio Girondo. Ya tengo buen abrigo para los meses de frío y el zurriagazo inmisericorde de la melancolía. Por supuesto, la lectura más importante no faltará en este nuevo escenario al que hemos venido a vivir: lo escrito en la tierra, el braille de los ribazos, la modulación de los colores mientras se va desarrollando el otoño, los amarillos creciendo en las hojas, los verdes dejando paso, los cielos enrojecidos de puro éxtasis, el arrebol de las nubes que pasan siempre y siempre quedan, el blanco de la niebla sobre las cimas, el amor renovándose, dando sus frutos, y los hijos creciendo felices en pueblos pequeños que la inmensa mayoría desconoce, pequeñas villas de tempos reposados, aldeas recónditas a las que todavía no ha llegado la posmodernidad con la gangrena de sus tentáculos, la velocidad, el vértigo, el ruido, los triunfos, los fondos buitres, el as de oros y todas sus malditas zarandajas.

sábado, 20 de septiembre de 2025

El alma de las ruinas.

 


Se abren las puertas del garaje para que corra la brisa fresca de septiembre, bien temprano, lo mejor es acercar la mesa al umbral. Hay quien corta unos tomates recién cogidos de su huerto, hay quien hace un revuelto con serranas y perfuma de romero el aire. Descorchad el vino, que respire, que venga a darnos su aliento de celebración ahora que las almendras se secan al sol y los olivares piden su vendimia. Completan las viandas unos bollos de jamón y longaniza, otro de sardina y pimientos verdes del horno de Jalance, las olivas que por aquí se hacen con dedicación y buena mano, y unos quesos artesanos de la aldea de Los Pedrones. La conversación fluye en amistad, las risas, las historias compartidas, esos regalos de la vida que siempre nos alargan la vida. Nadie mira el reloj, el tiempo ni apremia ni coacciona, nada puede el segundero en estos almuerzos que duran la mañana entera. Hablad de níscalos, de poleo y manzanilla, de espárragos trigueros, de aquella época remota de las matanzas y los rebaños, de cuando se estaba construyendo la central nuclear y el colegio cantaba lleno de niños, y en el pueblo había un pub, una discoteca y hasta tiendas de ropa y calzado. Enseñadme los caminos, las trochas, las veredas, los atajos, el Alto de la Cruz, los ribazos donde encontrar morquera o tomillo, contad viejas historias, transmitid el fuego, que no muera lo sencillo, que no pierda su importancia este momento, lo minúsculo, lo insignificante, lo cotidiano, lo irrepetible, y todo eso que dicen que está anticuado, pasado de moda, el bien, la verdad y la belleza.

viernes, 29 de agosto de 2025

La sombra del almez.

 


La sombra del almez huele a higos, sandía y hierba recién cortada, es densa y refrescante, a veces, al pasar por ella en los días más calurosos del estío, deja sobre la piel quemada un bálsamo que ayuda a seguir el camino. También está el agua que corre por las acequias, su música que sosiega, acompaña y ahuyenta el cansancio y la manía cioranesca. Llevamos desde el inicio del verano viviendo aquí, en una isla que se esconde tierra adentro. El valle es sabio y posee innumerables formas de ayudarnos a bienvivir. Entregarse a una nueva geografía es abrirse también a sus gentes y costumbres, descubrir un tesoro inagotable. Hay palabras nuevas que aquí hemos aprendido, otras han cobrado para nosotros un hondo significado que antes no tenían. Ardachos, dondiego de noche, cardo espinado, ontina y marrubio, ¡nene, que grandes están ya tus guachos!, hay que ir a quitar pollizos de las oliveras, ¡no hay caracol que iguale a la serrana!, si llueve bien en agosto tendremos níscalos y setas de chopo en abundancia cuando se desarrolle el otoño, aquí hay que darle su justo valor a cada cosa, a cada puro instante sin precio, es de oro el silencio de las plazas en la hora de la siesta, las calles adoquinadas, el castillo, las campanadas remachando con belleza las horas que pasan, es digna de conocer también su gastronomía, sus embutidos, los palomos son unas minihamburguesas con hígado y carne de cerdo envueltas con los redaños (en otros sitios de Valencia se las llaman figatells), los grullos y las toñas son dulces típicos de origen árabe, el pan que aquí sabe a pan, los tomates a tomates, el arroz de matanza es una grata y deliciosa sorpresa, el calducho, los castaños, chopos y perales dialogan siempre sabios con las almas que quieren escuchar y sin violencias las mejoran, también están los caminos infinitos, los ribazos, las zarzamoras, la hiedra en los bancales y el musgo en las acequias pulsando melancolías futuras para cuando llegue el frío, algún manzano, las higueras, la fuente de las Anguilas y la del Ral, fuente Bella, Tobarro y el Tollo Pillete, las chimeneas, la leña apilada, los paseos sin prisa ni rumbo, en la distancia la central nuclear de Cofrentes, sus chimeneas humeantes, los castaños de la ronda de los Tornajos, las montañas y los campos de labranza, nuevos horizontes, nuevas amistades, el ritmo pausado de lo que realmente importa, la presencia permanente de lo que no se alcanza a ver y se intuye, los adoquines, las casas centenarias, los vencejos, la filarmónica, acabamos de aterrizar aquí, como quien dice, hace tres o cuatro días y qué grande y profunda se nos ha hecho de repente la vida en el centro de este valle en donde dicen, los que no saben, que no hay nada, que nada importa, que ya no vive nadie. 

lunes, 5 de mayo de 2025

Luz medicinal.

 


Con el primer café, encuentro en un diario de José Jiménez Lozano una cita de Miguel Ángel que marida a la perfección con mi estado de ánimo de las últimas semanas, un remolino ciego que me empuja contra todo: no hay pintura ni escultura capaces de apaciguar el alma. El cambio de vida y la mudanza me tienen de los nervios y no hay alivio que dure al escuchar música barroca, al leer algún poema no encuentro la paz ni el equilibrio, tampoco al seguir con embeleso los trazos dados por Claude Monet. Para rematar, una conversación con Claudio Ferrufino que anda estos días a orillas del tramo serbio del Danubio, hombre de escritura y vida trashumantes, con el rumbo ahora puesto hacia Bulgaria y Rumanía, tal vez también Moldavia. Ambos tenemos poca esperanza en el porvenir de la humanidad, nos da por pensar en que las cosas solo pueden ir a peor, aunque quisiéramos estar equivocados, por sus hijas que viven en Denver, por mis hijos que me llevo, buscando un refugio duradero, al fondo de un valle todavía dejado de las zarpas de los zopilotes y sus fondos de inversión. Hace unos días vi El príncipe de Egipto con los niños y qué envidia la confianza inquebrantable de los judíos al cruzar junto a Moisés entre las aguas separadas del mar Rojo. Ahora poca fe hay alrededor, pocos milagros. La llaga en la que meter los dedos, no es que esté ausente, la llevamos en el centro del corazón. Josquin des Prés suena como un paño limpio sobre la fiebre. No mires fijamente a los ojos de los cuervos y toma la senda menos transitada. Valora el delirio, busca siempre un bello equilibrio aunque te caigas del caballo, venera el silencio, lo sencillo y la bondad.

Hombreadentro quedan las tinieblas exteriores, encuentran siempre caminos, grietas, son tenaces, ponen fonda, anidan, como quedan intracraneales los horizontes más sombríos, intratorácicos el ansia, el miedo, las peores pesadillas se encuentran en el confuso dentroafuera de las animas incarnatas, hipodérmicas, intraorgánicas, como lienzos del Bosco o purgatorios dantescos, allí también las embestidas más violentas de las bestias bifrontes, de seres escindidos con heráldica deslucida, decrépita, y testaruda desazón. Paisajes patinir en el fondo del alma y de los ojos enceguecidos por la plomiza realidad. Mundus est fabula, hay días que gracias a Dios y días que gracias al diablo. Lo que creíamos luciérnagas eran polillas, y qué hacer con todo el polvo de mariposa que la vida usada nos dejó, como al poeta, entre los torpes dedos. Qué hacer cuando miramos hacia todas partes, no tocamos fondo, queremos dejarnos llevar, y no encontramos entre las olas ni sirenas ni ángeles, ni la estrella o el ancla de la esperanza, ni en lo negro las orillas. Y alguien habla de repente desde nadie hacia mi nada, algo habla desde la nada hacia este nadie que tanto nos pesa. Surge una tímida luz, no estamos completamente solos en la tiniebla.


Me hablaron, dije, de cosas inútiles, de la peña Trevinca, de la ulupica y el ají de fideos, de hermosos tejidos aymaras, de Mungo Park por el río Níger, del corned beef hash, de las máscaras que pintara James Ensor, de la hidra de Lerna montando campamento permanente en nuestras fobias, de Minos, Radamantis y Eaco, jueces del inframundo, de Kreminná, del vino de Besarabia, de nubes de albayalde, del aroma del cedrón que emborracha en los días más ardientes del verano, del rigor inmisericorde de las Erinias, sobre Jaques Prevert, Giovanni Battista della Porta y su club secreto de alquimia, acerca del reverendo Robert Walker patinando en el lago Duddingston o la tumba de Tolstói en Yásnaia Poliana. Me contaron sobre una muchacha comiéndose un pájaro, pintada por Magritte, de un réquiem en mi honor, del Alzheimer de mi madre en el Día de la Madre, del amor, de melodías rembétikas masajeando el alma, de la muerte de todos los tiranos, del fin de las guerras, de calles empedradas en pequeños pueblos fronterizos con castillos arruinados y huellas románicas que esconde la niebla o la floración de los cerezos. Me han confesado que hay una luz medicinal que pinta Sorolla cuando ni la luz ni el azul nos son suficientes, una luz al óleo que logra darnos claridad, asideros, ganas de ser alegría y agradecimiento, el canto de un pequeño pájaro, apenas nada, por eso quiero escribirlo, que quede claro, estoy aquí porque me hablaron y hablaron, por fortuna, cuando menos quería o podía escuchar, de lo que no sirve para nada, de lo que no cotiza en bolsa, de bagatelas que al fin lograron salvarnos de esa horrible, lenta, insoportable muerte que sigue siendo vivir en balde y tratar de encubrir tanta tragedia.

sábado, 19 de abril de 2025

Mudanzas.

 


Nos vamos de aquí, tras cuatro años por el campo chestano, entre algarrobos, naranjos y viñedos de uva moscatel, tractores, caminos polvorientos, cañadas y barrancos, nos marchamos, hacemos mudanza, estuvo bien pero pronto supimos que no sería la casa definitiva, la de la vida, tampoco el lugar donde veríamos crecer a nuestros hijos y mermar nuestras potencias, no será aquí el ocaso, el invierno aguarda lejos todavía, en otro lugar las nieves del tiempo, la última puerta, la que da directamente al patio de luces del misterio. Nos trasladamos hacía el interior de la provincia, siendo ceniza enamorada, trashumante, a renacer y revivir, a empezar de nuevo en lo nuevo. Viviremos en un pequeño pueblo de un valle que se encuentra en la frontera con Castilla La-Mancha, entre fontanas y ruinas medievales, en un remanso de tiempo fuera del tiempo, en lo agreste y feraz, tal vez también tenga el lugar algo de feérico y ascético, sin duda un punto iniciático y mucho de terreno encantado y encantador. Me dice una ignorante que allí no hay nada, nada de lo que no es importante, respondo con poca esperanza puesta ya en el ser humano.

Atrás quedará la casa con su terraza orientada a un oeste de inigualables atardeceres otoñales, de cielos apocalípticos, y el algarrobo monumental, el almendro de Claudia, mi amado limonero, las malas hierbas mostrando su humilde belleza en flor, los mirlos, la golondrina que siempre vuelve a pesar de lo que digan, algún gorrión franciscano, las tórtolas y las liebres, el silencio de los trinos, los descampados, todo esto queda remoto e inaprensible porque ya es memoria que fluctúa, que se escurre, inconsistente o imborrable, sal para la herida, depende del ánimo y el momento, creación poética, arte inútil, vital, y me lo llevo todo en el saco, en el zacuto de pensar, como Sánchez-Ostiz, en la mochila de mi gypsy caravan, en danza, en romería, sin mirar atrás porque no puedo dejar de mirar atrás, a tientas, por el aire, en vuelo, hacia mí porque quiero y necesito alejarme de mí, encontrarme en los otros, en su belleza, volviendo a casa porque aún no tengo casa a estas alturas de la función, tocando violines judíos, darbukas magrebíes, guitarras gitanas, al paso de fanfarrias transilvánicas y charangas mediterráneas, acompañado por mariachis espectrales y músicos barrocos, cargando mi cruz, el remordimiento, tanto esfuerzo en balde, queriendo limpiar vuestros estigmas, besar la lepra, recordando que en cada día hay una muerte y una resurrección, suicidios y nacimientos, maravillas, ejecuciones, basta con atender y querer verlo, como en la gravedad y la gracia de Simone Weil, y allí, en nuestro nuevo hogar también sucederán los milagros cotidianos, lo trascendente en la insignificancia, lo valioso por inútil, allí también, en un valle perdido como refugio en la derrota, para echar raíces al fin, y seguir haciendo el amor a contramuerte, y volver a creer otra vez en los hombres y las tierras, en un apretón de manos, en la palabra y la esperanza, nos vamos lejos de todo lo que era nuestro para encontrar lo solo nuestro que hay en todo, vamos a echar raíces en la frontera para estar siempre como en casa, en el éxodo.

martes, 4 de marzo de 2025

Marineros en tierra.

 


Un agricultor de Vilamarxant nos trae leña en una vieja furgoneta destartalada y llena de abolladuras, mientras la descarga me comenta que es un desastre la cada vez más prematura floración de los almendros. Si en enero ya lucen los dedos rosados de la aurora en sus pétalos, cuando regrese el frío sufrirán daños irreparables, el proceso se interrumpirá en escarchas y caerá desmayado, el fruto no podrá saber jamás de tiempos prósperos o de sazón, y nosotros, desgraciadamente, nos quedaremos sin almendras, sin buena parte de nuestra repostería, sin el turrón ni el mazapán o las garrapiñadas. Lo mismo ocurrirá también con los árboles frutales. Para más inri, la borrasca Herminia ha tirado por tierra todas las naranjas, dice el rústico que las están recogiendo a toda prisa y solo valdrán ya para hacer zumo o confituras. Cambio súbito de tema conversacional, me informa también de que por Vilamarxant hay muchos chalets en propiedad de los bancos, por si me interesa, para que vaya a alguna sucursal a preguntar. Le habré caído simpático y me querrá de vecino o solo son ganas de hablar por hablar, sin orden ni concierto. Su ayudante asiente y balbucea sonidos incomprensibles mientras se tambalea, en principio pienso que recientemente ha sufrido un ictus del que le han quedado graves secuelas pero luego creo que lo que lleva encima es una melopea de las de campeonato y nada más. Se sienta a liarse un cigarrillo junto al melocotonero, mira al infinito y sus ojos parecen los de un santo bebedor. Toda una vida en el campo, la ingrata labor a la intemperie y sus secuelas. Tras una nueva voltereta temática, el locuaz labrador elogia mi limonero y cuenta además que trabajó hace poco con un marroquí que se llevaba garbas de hojas de malva a casa para comérselas en familia como si fueran espinacas o acelgas. Por el momento no las probaré pero sabemos bien que la necesidad nos hace, llegado el caso, insectívoros militantes o apologetas del canibalismo si es preciso. Citaba José Jiménez Lozano a un autor francés que, si no recuerdo mal, decía que no deberíamos sorprendernos de la brutalidad del ser humano sino del beso al leproso.

Cada día voy hacia Cheste para llevar a Marcos al colegio por la carretera que discurre pegada al barranco del Poyo, la rambla ha quedado ensanchada con violencia por la dana, la inundación arrancó los puentes sobre los que pasaba el tren, las carreteras en ciertos tramos desaparecieron, el paisaje es desolador y a pesar de todo muestra ya reflejos tímidos del tenaz joyel de la esperanza. Junto a las ruinas, como hormiguitas hacendosas, trabajan sin descanso las excavadoras. Cerca, los almendros en flor hablando de muerte y resurrección con su habitual sabiduría milenaria. La vigencia de Esquilo y Sófocles es innegable, no cabe soslayar tampoco la importancia de los nenúfares de Claude Monet, afortunadamente. Tiempos extremos, donde hay tragedias desaforadas concurre también la efervescencia de una extraña y valiosa alegría. Destrucción y belleza, drama y esperanza, el ser humano es la conjunción de fuerzas que se repelen y al mismo tiempo se necesitan para así poder manifestarse con pleno sentido. El Dios Jano en medio, abriendo y cerrando todas las puertas. Y nosotros, con la extensa incertidumbre de la estepa póntica, sabiendo que nos es inmerecido el paraíso, que el infierno ha estado siempre bien presente en estas almas estragadas, en el ancho mundo agusanado. Va sonando el Canon de Pachelbel mientras cansados esperamos la próxima gota fría, y tan solo deseamos ya anidar en tierra firme como las águilas de Calmuquia, como los viejos marineros jubilados, recordando sin descanso, borrachos de saudade, las travesías innumerables, los naufragios, las islas del tesoro, el Kraken, los arpones, los mapas incompletos, un ahorcado del palo mayor, algún motín a bordo, la aventura interminable, los mares del sur, la odisea y las Ítacas, la bandera pirata, el ron y la pólvora, la sed de sal, las muertes que no tuvimos, los abordajes, las sirenas varadas, un piélago opaco como el sexo o la fiebre, como niebla densa y abismo, un confuso sueño sin orillas, las máscaras, el no saber quiénes somos, lo poco que nos queda, el barco en llamas, y todas las vidas que nos robaron.

Jacintos de agua.

  Me regalan unas hebras de azafrán, oro rojo que llevo ahora en el pensamiento como un delicado talismán incandescente para cruzar el valle...