Nos vamos de aquí, tras cuatro años por el campo chestano, entre algarrobos, naranjos y viñedos de uva moscatel, tractores, caminos polvorientos, cañadas y barrancos, nos marchamos, hacemos mudanza, estuvo bien pero pronto supimos que no sería la casa definitiva, la de la vida, tampoco el lugar donde veríamos crecer a nuestros hijos y mermar nuestras potencias, no será aquí el ocaso, el invierno aguarda lejos todavía, en otro lugar las nieves del tiempo, la última puerta, la que da directamente al patio de luces del misterio. Nos trasladamos hacía el interior de la provincia, siendo ceniza enamorada, trashumante, a renacer y revivir, a empezar de nuevo en lo nuevo. Viviremos en un pequeño pueblo de un valle que se encuentra en la frontera con Castilla La-Mancha, entre fontanas y ruinas medievales, en un remanso de tiempo fuera del tiempo, en lo agreste y feraz, tal vez también tenga el lugar algo de feérico y ascético, sin duda un punto iniciático y mucho de terreno encantado y encantador. Me dice una ignorante que allí no hay nada, nada de lo que no es importante, respondo con poca esperanza puesta ya en el ser humano.
Atrás quedará la casa con su terraza orientada a un oeste de inigualables atardeceres otoñales, de cielos apocalípticos, y el algarrobo monumental, el almendro de Claudia, mi amado limonero, las malas hierbas mostrando su humilde belleza en flor, los mirlos, la golondrina que siempre vuelve a pesar de lo que digan, algún gorrión franciscano, las tórtolas y las liebres, el silencio de los trinos, los descampados, todo esto queda remoto e inaprensible porque ya es memoria que fluctúa, que se escurre, inconsistente o imborrable, sal para la herida, depende del ánimo y el momento, creación poética, arte inútil, vital, y me lo llevo todo en el saco, en el zacuto de pensar, como Sánchez-Ostiz, en la mochila de mi gypsy caravan, en danza, en romería, sin mirar atrás porque no puedo dejar de mirar atrás, a tientas, por el aire, en vuelo, hacia mí porque quiero y necesito alejarme de mí, encontrarme en los otros, en su belleza, volviendo a casa porque aún no tengo casa a estas alturas de la función, tocando violines judíos, darbukas magrebíes, guitarras gitanas, al paso de fanfarrias transilvánicas y charangas mediterráneas, acompañado por mariachis espectrales y músicos barrocos, cargando mi cruz, el remordimiento, tanto esfuerzo en balde, queriendo limpiar vuestros estigmas, besar la lepra, recordando que en cada día hay una muerte y una resurrección, suicidios y nacimientos, maravillas, ejecuciones, basta con atender y querer verlo, como en la gravedad y la gracia de Simone Weil, y allí, en nuestro nuevo hogar también sucederán los milagros cotidianos, lo trascendente en la insignificancia, lo valioso por inútil, allí también, en un valle perdido como refugio en la derrota, para echar raíces al fin, y seguir haciendo el amor a contramuerte, y volver a creer otra vez en los hombres y las tierras, en un apretón de manos, en la palabra y la esperanza, nos vamos lejos de todo lo que era nuestro para encontrar lo solo nuestro que hay en todo, vamos a echar raíces en la frontera para estar siempre como en casa, en el éxodo.