martes, 6 de febrero de 2024

Gestalgar.

 


Excursión a Gestalgar, en la comarca de Los Serranos, hacia el Interior, entre montañas, aquí el valle se transforma en vega, forma parte de la Valencia más deshabitada y desconocida. Vamos por la serpenteante carretera que llega desde Chiva a Gestalgar, jalonada de almendros en flor y grafitis que recuerdan, supongo, a jóvenes motoristas muertos en sus estrechas y cerradas curvas. Quinientos y pico habitantes, otro ritmo, otro tempo, también otro es el trato y la forma de mirarse a los ojos. En el bar donde almorzamos de tapeo son muy amables, todo bien y a buen precio, nos recomiendan que regresemos otro día a probar sus carnes a la brasa. No nos faltan las ganas. Hay una antigua y rara humanidad que por fortuna resiste lejos de las grandes ciudades. Se percibe que aquí ha venido a parar más de uno para curar sus heridas y volver a empezar de nuevo. Y está bien que los vencidos puedan seguir viviendo con dignidad. Creo con firmeza también en las segundas oportunidades,  el arrepentimiento y las metamorfosis sinceras.

Paseamos junto al tramo del río Turia que pasa pegado al pueblo, hacia la Peña María. Una familia se baña en porretas a lo lejos, medio escondidos entre las cañas. En el ambiente hay un poema que no logro retener, una extraña melodía en el silencio. Acicate o añagaza, no sé. El aire resplandece y es pura luz hasta en las sombras que aún refrescan, al mediodía el sol nos quema en la cara, zumbidos, Vivaldi debe andar nervioso. Álamos, sauces, fresnos, mimbreras. Además de los omnipresentes olivos, pinos y algarrobos. En las riberas romero, aliaga, tomillo y puede que brezo. El agua es tan clara que en ella se podría limpiar un corazón maltrecho.


Hace años leí con gusto Diario de la frontera y La lentitud del espía, de Alfons Cervera, escritor gestalguino a quien luego perdí la pista y ahora recuerdo y releo. Cervera inventarió con ternura el paisaje y el paisanaje de Los Serranos, las historias fundacionales de su Gestalgar mítico. Como Xuan Bello hizo magistralmente con su Paniceiros, Gabriel García Márquez con Macondo o Uxío Novoneyra con la sierra de Courel. Realidad y ficción, ¿quién puede señalar con precisión la frontera, los límites claros que las separan? Ambas ambiguas, movedizas y camaleónicas. Cometí un gran error al tratar de recordar Gestalgar antes de venir, mixturé  su río con el de Antella, sus calles se conectaban en mi imaginación, sus parajes aparecían unidos pese a la gran distancia, unas remembranzas se machihembraban con las otras. Hacía bastante tiempo que no regresaba a Gestalgar y en Antella solo estuve una vez, hace más de veinte años. La memoria, para tratar de no perderlos, presa del pánico, los anudó entre sí con esmero. Así sucede con el resto de las cosas que guardamos apiladas en el oscuro y desordenado desván de nuestro inestable magín. En nuestra imaginación se forman las coaliciones más descabelladas. Recordar es crear sólidas conexiones imposibles, férreas soldaduras entre el humo y el viento.


Días así nos son gratos, generosos, paréntesis muy necesarios en familia, escapando de la rutina, el cansancio y la desgana; huyendo del trabajo y del espejo, parando los relojes, haciendo juegos de prestidigitación. Por orearnos y matar la polilla terca de la costumbre, para ordenar o reorganizar un poco la sesera, el zacuto de pensar, que diría Miguel Sánchez-Ostiz. Alfons Cervera escribe que los lugares a los que no regresamos es como si no existieran, tal vez sea así. En contra de esto, la avara memoria estira y deforma lo vivido hasta el extremo, lo transforma hasta lo irreconocible para no perderlo. No siempre lo consigue. Si es necesario borra o nos escamotea algún detalle crucial para que la historia evocada nos sea cómoda y mantenga el empaque intacto con toda su credibilidad. Por si acaso, hace tiempo que no me marcho de ninguno de los sitios en los que he estado, entre el otero del recuerdo y la negra cueva del olvido, trato de vivir el instante y retenerlo, soporto el peso de una gran responsabilidad que he contraído conmigo mismo, me dedico al acopio minucioso de susurros intuidos, de imágenes fugaces, guiños entrevistos, olores sutiles, sonidos apagados, tomo entre mis manos todo lo que se rompe, lo que se apaga, lo que se seca, se esfuma o se desmaya, soy el último hablante de una lengua nacida para morir, el relámpago que tronza la tiniebla, voraz de bioluminiscencias, el trueno que rompe algo en el cielo y en la calma para siempre, y ese silencio que llega después, plagado de voces borboteando como charlean narcóticas las ranas en esas noches ardientes de verano en las que no puedes dormir y una mano fría que no es solo de este mundo te hiela el sudor y retráctil se desvanece mientras deja al largo insomnio haciendo equilibrismos en conversaciones muy trilladas con tu séquito de fantasmas y verdugos.


Imagen: Gestalgar.

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