domingo, 17 de diciembre de 2023

Jinetes sin caballo.


 La Nochebuena será en Belleville, París. Muy cerca del cementerio del Père-Lachaise, donde reposan las cenizas de Óscar Wilde y Jim Morrison, entre unos cuantos muertos ilustres y muchos otros anónimos. Riders on the storm susurrará alguien desde una lápida que nunca está sin flores, esa es tal vez una forma incontestable de eternidad: el recuerdo, la admiración, la mitomanía, como en su día lo fue la tan deseada fama medieval. Nada que merezcan la pena conocer se puede enseñar, nos recordará una voz lejana desde aquella otra tumba llena de besos de carmín y corazones. Lo crucial será aporía o no será. A algunos ya nos mataron el caballo pero todos somos jinetes en la tormenta, siempre vamos por lo desconocido, a tientas, recabando sorpresas e incertidumbres. Jinetes caídos del rocín, caminando con dificultad entre enigmas y espinos punzantes. Se hace de noche y no habrá refugio. Buscaré señales en las vidrieras de Saint-Chapelle, mensajes ocultos en algún bistró del extrarradio, por mercadillos callejeros o por las chamarilerías más mugrientas. Algo que sin palabras hable de mí y no me espante. Un destello entre opacidades. Bullicio. Sopa de cebolla, hachis parmentier. Café-calva y vino caliente para combatir el frío y la melancolía que rezumamos por estas fechas. Árboles de Navidad, guirnaldas polvorientas, luces de neón parpadeantes, hipnóticas, sórdidos centros comerciales cerca de las cités ouvrières, al norte del norte de la gran ciudad.

En las negras aguas del Sena el recuerdo de Paul Celan y sus almendras amargas, amapola y memoria, también el cabello de ceniza Sulamita. ¿Cómo escribir después del horror vivido? ¿Cómo no escribir? ¿Cómo soportarlo? No hay explicación plausible pero la vida sigue adelante. Con nosotros o sin nosotros. Y así es perfecto aunque no lo quieras. Como cuando estuve por Hiroshima y visité el Museo Memorial de la Paz. Tétrico, claustrofóbico, todo en penumbra, relojes parados, derretidos, en la hora exacta, pedazos de pedazos, restos, muñecos grotescos con la piel a tiras, 1945, bomba atómica, pecios de la tragedia hablando, misteriosamente, de esperanza. Salí atarantado de aquel lugar, como quien emerge, siendo niño, del fondo de una mina oscura en Potosí, y la luz era más luz, el cielo azul fue más azul, el curso del río Kyobashi hablaba de filosofía estoica y hedonismo mientras inalterable seguía su camino. Dicen que las penas con pan, son menos, y tocó almorzar okonomiyaki al estilo local y un par de jarras de cerveza Yebisu bien fría, mi favorita entre las birras niponas. Poco a poco el nudo del estómago se destensa, regreso a la normalidad, ya es posible retomar el trayecto hacia la isla santuario de Itsukushima.


Entre planes de futuro inmediato y recuerdos imprecisos, entre próximos destinos y otros lugares en los que estuve y casi he olvidado, entre las grullas de papel y las cigüeñas que venían en blanco y negro desde París, voy a medio camino de todo, oriente y occidente, el cielo que quiero y el infierno sobrevenido, repleto de vivencias que no se borran y sueños traicionados, algún acierto hay entre mil errores, herido de pasmo y fulgor en los flancos, soy la encrucijada de todo lo que quise ser y ya sé que no, aquello que fui y no quisiera, los pasos que se borran y las huellas tercas que permanecen, Mozart se alterna con Omar and The Howlers, soy un cruce de caminos por donde han pasado varios renacidos de mis propias cenizas y varias veces la Santa Compaña pronunciando mi nombre.

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