viernes, 7 de abril de 2023

Delirio pascual.

 


Jueves Santo, los centros comerciales abarrotados. Los que viven apurados, al día, también quieren adorar al dios Mammón, guardián de la riqueza y la abundancia. Y nosotros, allá que fuimos de cabeza como abnegados feligreses. Dos cajas de tornillos inoxidables para la valla de pino que Sergei nos está haciendo en la entrada de casa, un metro y un paquete de cemento cola para reparar el suelo que se ha levantado en el dormitorio. Comemos en el Foster’s Hollywood, no cabe ni un alfiler. Costilla de ternera y un par de Mahou Maestra, mejor la cerveza que la carne. A Elena le llama la atención que la mayoría de la clientela sean madres con hijos o grupos de señoras mayores. ¿Dónde están hoy obturando sus arterias los obreros? ¿Dónde se revientan los hígados para olvidar los polígonos industriales? Cada uno adereza la vida desabrida con lo que puede o con lo que más tiene a mano. Como me dijo hace poco un ebanista de la familia, hay que meterse algo, alcoholizarse como mínimo, para no pensar mucho en los días que se esfuman en el taller ni en quién somos, partículas de serrín suspendidas en el aire, entre rayos de luz y sombras perpetuas. Trabajo duro y sin ilusión. Es más fácil inmolarse cuando se sabe que no hay salida, que la vida ya será para siempre una jornada laboral tan larga como desagradable.


Por la tarde, en casa, me reúno con Chaim Soutine y su mujer de rojo: elegante, sonriente, el rostro con una deformidad que debe venir del alma, todo muy alegórico y actual. Lo descubrí en el blog de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, a quien llegué a través de Miguel Sánchez-Ostiz, uno de mis escritores predilectos. El autor navarro tiene varias obras magníficas de temática boliviana, entre ellas Diablada y Chuquiago: deriva de La Paz. Ambas muy recomendables. De Ferrufino hay que leer El exilio voluntario y pasearse de vez en cuando por su blog. Por desgracia poco más se puede encontrar, a este lado de las Montañas Rocosas, de la ingente obra de este escritor boliviano afincado en Denver.


Es curioso cómo vamos haciendo conexiones insospechadas a través de nuestras lecturas, cómo nuestro mundo se ensancha tanto sin casi salir de casa. El carácter, la forma de mirar el mundo, se moldean con el arte que elegimos y mucho más aún con el arte que nos elige. Quijotescos llegamos a confundir realidad con ficción, que viendo cómo están los telediarios y las rotativas, más nos vale. Creamos un mundo a nuestra medida y en nuestra mano está la elección de la banda sonora: Bach o Lady Gaga, depende del momento y la compañía. 


Se marcha Soutine y paso después a Modigliani con quien se relacionó, entreguerras, en la mítica Escuela de París. El retrato de Maude Abrantes me cautiva, inquietante mujer demacrada, insomne (podríamos intuir tras ella una noche que ya clarea), que insinúa sin embargo un amago de sonrisa, un atisbo de ternura. Desapareció sin dejar rastro y su aura enigmática es perpetua. Modigliani murió joven y pobre, a consecuencia de una tuberculosis como Masaoka Shiki, el famoso haijin de Matsuyama. Otra conexión súbita, inesperada, me lleva a otra vida, otros años ya deshilachados, pasto de polillas y arcones oscuros.


Me atrapa de nuevo un aguacero pretérito, subiendo al castillo de la capital de Ehime, en Shikoku, surge la incómoda sensación de empezar a sentirme enfermo, empapado, el frío calando hasta roerme el tuétano, y encontrar en mi camino, por ensalmo quizás, un pequeño bar especializado en fideos udon que tomo en sopa bien caliente, acompañados con un sake seco, karakuchi. Salvíficos. Salir resucitado y subir al castillo, no era época de cerezos en flor, al contemplar el mar interior de Seto desde la altura, eso creo recordar, cada isla era un pétalo perfecto que no podría ocultar la desmemoria y su niebla espesa. En los pueblos pesqueros de la costa de Okayama se secaban los pulpos al sol. Tal vez fue en Washuzan, no en Matsuyama, desde donde vi el milagro de las islas como pétalos en un mar en calma que se esfumaba, como el gran puente de Seto, entre la bruma y el velo de gasa blanca, misteriosa, que ponía el sol de Japón, la luz, siempre la luz, sobre todas las cosas.


Cómo viene ahora todo enmarañado, aquel archipiélago fulgurante igual que los pétalos de la flor del cerezo, los eucaliptos de Cochabamba, san Juan de Luz y la costa del país Vasco, la Málaga de Víctor Colden, biznagas, la Umbría de Miguel Sánchez-Ostiz, el valle del Baztán, los paisajes esenciales, como de haiku o acuarela, que tan bien describe Jorge Muzam en su blog, Cuadernos de la Ira, sobre su querido san Fabián de Alico. En fin, lo soñado y lo vivido, lo leído, red de redes, cortocircuitos, derivaciones, esa maraña inextricable de belleza y dolor que nos hace ser quienes somos, nos afloja el nudo, aligera la carga, nos alimenta el corazón y por eso nos aleja del camino espinoso del odio y la violencia. Desconectar del mundo para mejor estar en el mundo. Reinventarlo. Dejen el zapping para los muertos. La humanidad se redescubre en cada frase, en cada verso, en cada párrafo, y se practica, como el amor, qué difícil, bien lo sé, en cada gesto.


Imagen: Amadeo Modigliani, Portrait of Maude Abrantes (1907).

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