domingo, 18 de agosto de 2024

Dichosa maldición.

 


Ensimismarse es cualquier cosa menos estar a solas con uno mismo. Pareces un dálmata de escayola en su imperturbable majestad pero por dentro llevas un caballo de Troya repleto de bulla, guerra y jaleo. Tajan tus ojos idos como cuchillo de almogávar. ¿Qué se hizo en tu sangre enfebrecida de la calma y la quietud? Faltan décadas de práctica meditativa intensa y puede que cientos de varazos en la espalda mediante la caña reglamentaria de bambú (keisaku) de algún maestro zen perteneciente a la escuela Rinzai. Pequeño saltamontes, resiste un poco más, no desesperes ni tires la toalla. Lo bueno tarda en llegar o nunca llega.

A poco que uno se quede aprisionado en sus adentros, desfilan gárgolas góticas y antiguos fantasmas nipones, crepitan goznes y cadenas en la bodega, suenan hipidos apagados, carcajadas dementes, peroratas, filípicas excesivas, brulotes obstinados, al otro lado de la pared desconchada y cetrina, intramuros, bajo la dermis, entre asaduras, miedo, incertidumbre y mondongos varios, ahí las bestias, los endriagos, todos tus monstruos, esperpentos. Todo lo que nos hiere largo tiempo y regresa y no nos deja en paz y regresa de nuevo a la carga es un espectro, un viejo conocido de límites imprecisos como de bruma o picadura que viene a visitarnos sin permiso, vendedor de humo y crecepelos, falsas soluciones milagrosas en la hora más inadecuada. Bumerán de incordios, lo que duele y pesa es ese vacío existencial que es un hartazgo del alma, tanto desperdicio apilado, la luz de los días inadvertida, su joyel en extravío, nos rompe ese esperar en el bar de la derrota por si regresa la felicidad de un tiempo ya perdido, alguna revelación inicial velada nuevamente, tal vez, tres o cuatro epifanías.


Es de sabios rebajar las expectativas, reconocer nuestras limitaciones, dejemos lo absoluto a los filósofos, también las aporías, podemos desear solo la calma o algún instante pequeño, grato, humilde, animal de compañía erizándonos la piel como lo hace la caricia de un viento amable bajo las parras o la higuera de una casa encalada en el centro de un verano de campiña inglesa o mediterránea, plantaciones de té o lavanda, también aquella hierbaluisa que llenaba un patio interior de una casa con linaje en Jaraíz de la Vera que nos iba emborrachando mientras le dábamos poda y conversación.


Guido Finzi dice que las cosas sencillas son menos agresivas para el espíritu, como él, quiero espetos de sardinas asadas en la playa de la Carihuela, un vinho verde de Ponte de Lima, pasear por las viejas juderías sefardíes, por ciudadelas medievales amuralladas, con calles empedradas y soportales, balcones en voladizo, campanarios, iglesias, catedrales, belenas, callejones, nieve en los inviernos y tardes infinitas de libros, crepitar de chimeneas, conversaciones fraternas, amor y tragos lentos. Que suene un piano en la distancia por Satie o Chopin, cualquiera vale para regodearse en el dolor, extraer la miel dulcísima del opio amargo de la muerte y sus esbirros. Algún iconostasio ortodoxo traído desde Járkov, reproducciones de las telas más emblemáticas de Chagall, su Crucifixión blanca, por ejemplo, Henri Matisse, La alegría de vivir, Gaugin, George Braque, alguna veneciana de Signac, saber que no muy lejos queda la costa, aunque nunca acudamos a pasear por la arena de sus playas. La bondad, abrirse de par en par a su paso, a pesar de que escasas veces aguijonee nuestro oscuro cuerpo perdido tendente al pillaje y la rapiña.


Una vida prosaica es una vida tullida, algo crucial le falta. La levadura, el fundamento. Poesía, poesía, como la sal que arregla los guisos y los besos que apañan lo averiado, vendaje, friegas que olían a alcohol de romero, manantiales, poesía, la casa mítica de la infancia en la que, como escribiera José María Álvarez, errarás por sus salas vacías buscando algo, que solo tuviste en el principio y verás al final, dichosa maldición, poco más tenemos, poesía, para soportar tanta intemperie, este puro éxodo de leprosos arrastrándose por angostos caminos entre rosaledas de pétalos perfectos y espinas afiladas, hacia un desierto o una noche interminable, fue la vida y se fue la vida, poesía, los oasis, las estrellas, poesía, para oler el salitre cuando el mar todavía queda insoportablemente lejos y nos fallan las fuerzas.

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