Mañana paseada sin rumbo fijo por el mercado de Ruzafa, algarabía, los puestos lucen la mercancía con mimo, parecen homenajes a Ceres, ofrendas a Deméter o remedos de Arcimboldo. Cafés de especialidad, 100% arábica, chiles habaneros, chipotle, queso feta, aceitunas kalamata, pasta trafilata al bronzo, pak choi, colmenillas, trompetas de la muerte, salicornia o espárrago de mar, atún rojo, sardinas, boquerones, salmonetes, palayas y molleras como las que comía mi abuela Juanita, enharinadas, fritas, humildes, deliciosas. Quesos y vinos de todas partes, debilidad la que siento por el stilton o el comté, salazones, embutidos, fiambres, buenas carnes de corte argentino para el asado dominical, compro en una bodega cercana un vino tinto de Toro, otro del Bierzo y otro de la Ribera del Duero. Suena JJ Grey & Mofro por mis auriculares, Lochloosa is on my mind, canción que siempre me emociona, a mí, que soy de todas y de ninguna parte.
Descuideros, carteristas, gitanos de teclado electrónico y griterío, pedigüeños, turistas despistados, ancianas que avanzan con su carro de la compra como un tanque, compradores compulsivos, ciegos vendiendo cupones, borrachos sin brújula, miradores, merodeadores, paseantes, los hay escoteros y los hay que van cargados como aparapitas, también concurren solitarios, parejas, tríos, gorriones en pos de la miga de pan, tórtolas de amor galante. Los mejores buñuelos que he probado se hacen frente al mercado de Ruzafa, en Fallas elaboran unos con ralladura de limón que son deliciosos. Paso por la librería Imperio y me hago con un poemario de Hugo Mujica, su poesía me atrae porque siempre va a lo esencial, a la raíz, despojada, entre mística y metafísica, al grano y sin tonterías, al centro más recóndito de la almendra, poemas necesarios que ayudan a bienvivir. Como me quedan pocos días de vacaciones voy con Elena y los niños a comer a L’Alquimista, uno de mis italianos favoritos de siempre, son de la Emilia-Romaña, hacen ellos la pasta, las salsas, tienen buenos vinos y saben recomendarlos, la suya es auténtica cocina casera, un verdadero gozo para los sentidos.
Cumplo cuarenta y siete años, Elena y los niños me regalan La guerra carlista de Valle-Inclán, La cuerda rota de Pablo Antoñana, Háblame del tercer hombre de José Carlos Llop y Trecientas prosas de César González-Ruano. Variado e inactual, como a mí me gusta. Mi familia ucraniana viene a casa para felicitarme con una botella de Lagavulin 16 y Pío Baroja, una biografía a contrapelo, de Miguel Sánchez-Ostiz. Nunca podré demostrar lo suficiente mi agradecimiento por tener a tanta gente buena pendiente de mí, que me quiere, personas a las que sé que les importo y a las que mis penas y alegrías no les son indiferentes. Me siento afortunado, poco más se puede pedir.
En mi jardín creció estramonio junto al laurel, como las adelfas que rodean la piscina, no sé si vienen a hablarme de la intrincada relación entre lo bello y lo terrible, el veneno mortal y la vida en su apogeo, la victoria limpia o marrullera y despiadada, la traición y la desdicha en la derrota. Algo dicen también sobre los polos opuestos e irreconciliables que son necesarios para existir. Tensión permanente, vieja contienda sin final. Beben de las mismas aguas, sus raíces se enredan y confunden, su existencia y destino son similares, por no decir idénticos. Su significado es radicalmente opuesto. Y así vamos nosotros por la vida también, rompiéndonos, recomponiéndonos, enfrentándonos al espejo, tratando de entendernos mejor y poner un poco de paz entre todas las contradicciones que nos conforman y hacen que seamos también la noche devorando el día, un rayo de luz partiendo las sombras más cerradas, ese momento preciso en el que no sabemos si es la aurora o el ocaso lo que se acerca, cuando cada horizonte es un misterio reclamándonos y en ese confuso delirio entre el bien y el mal todo parece posible y vale la pena.
La flor del estramonio laureada, poderosa imagen, algo dice de la tan franciscana hermana muerte, algo que no entendemos nos impele y nos activa, hacemos las maletas y pasamos el fin de semana en un hotel perdido por el valle de Guadalest, en el interior de Alicante, por mi cumpleaños, por la gastroscopia y la colonoscopia de la semana que viene, Elena y yo, solos, sin niños, amantes de nuevo, como al principio, como cuando el big bang o el cantar de los cantares, unidos sin fisuras, cuando uno más uno era uno, como un mar y un cielo aglutinados, o el amor en su cenit impecable de carne y alas, de sexo divino, desconexión y calma entre la sierra de Aitana y la de la Xortá. Llevo un par de libros en la mochila que casi ni abro de tan embobados y en trance que pasamos las horas frente a los grandes ventanales de la habitación. Parece irreal tanta belleza, el olvido de todo el sufrimiento y el cansancio, poder guardar silencio juntos sin distancia o dolor, reunidos, pura ataraxia y nada más. Las nubes bajas se deslizan sin daño sobre las peñas afiladas, llueve y descendemos al embalse por sendas resbaladizas de barro, hierba silvestre y grava, sus aguas turquesas son perfectas, sin nadie, solo en la superficie el leve aleteo de un viento paráclito, un misterio mostrándose cuando el cielo no es azul y ya no importa, amenaza de tormenta a media mañana, regresamos al hotel felices y enfangados, todo es como debe de ser, todo es casi inmerecido, el mundo, su vértigo, estramonio y laurel, nosotros, y el corazón sosegado.