martes, 23 de abril de 2024

Libro contra dragón.


 Farinato de Ciudad Rodrigo con huevos revueltos, café americano y Perder el juicio de Ariana Harwicz, en la faja dicen que tiene un toque de David Lynch y a mí también me viene a la cabeza Fogwill y sus pichiciegos, una voz dura que horada nuestras zonas de confort, de nuevo lo oscuro y brutal emitiendo esa luz verde fosforescente y pantanosa de rara belleza que emborracha. Verde que te quiero verde. Verdes de la aurora boreal o de la Ofelia de Millais ahogada en el río. Una huida claustrofóbica, un secuestro condenado al fracaso, querer ser buenos y no poder.

La mañana pasa lenta, tediosa barcaza deslizándose por aguas de minutos mansos y extendidos hacia nadie sabe. Hemos montado una habitación de juegos en la que fue morada de la hija que se marchó y no quiere ser pródiga todavía, hay que seguir con el hueco bien presente recordando el abandono. Pasamos allí el rato mientras Claudia da sus primeros pasos y los niños juegan juntos a construir y destruir Imperios, Elena se inclina por una cerveza 1906 y yo por la cazalla Cerveró, con agua y mucho hielo.

Tratamos de imaginar cómo será la próxima casa, con suerte la definitiva, tal vez, una chimenea es imprescindible si nos mudamos a las tierras más frías del interior, algo de terreno para un pequeño huerto y algún árbol frutal, más de tres habitaciones y, si es posible, un despacho para poner allí la biblioteca y algunos objetos del pasado, como anunciaba certera aquella tienda de antigüedades clausurada, quincalla genealógica, cosas viejas salvadas in extremis de terminar en el vertedero, conservadas solo por su valor sentimental. Antiguallas, trastos inservibles, pecios rescatados del naufragio de otras vidas. Pipas de brezo, cámaras Voigtlander, mecheros antiguos y oxidados, plumas estilográficas maltrechas, un molinillo de café y un retrato de mi suegra pintado al óleo sobre lienzo por Constante Gil, quien fuera propietario del mítico café Madrid e inventor del Agua de Valencia, un cóctel de cava, zumo de naranja, ginebra y vodka. En el Café de las Horas creo recordar que también le añaden unas gotas de angostura y algo de ambiente neobarroco.


Claudio Ferrufino me comenta sus últimas adquisiciones librescas: Geografía de Estrabón y La guerra de Granada, de Diego Hurtado de Mendoza. Entiendo y comparto su alegría. Esa elección es un elogio de lo inactual, una apología de lo repudiado y desaparecido. Un milagro. El tiempo es realmente de oro cuando lo invertimos en todas esas cosas que para muchos desgraciados ya son inútiles e improductivas. En pleno siglo XXI, entre guerras crecientes y barbarie desmedida, la esperanza, un libro, cuartetos de cuerda, pinceles y aguarrás, pan de oro, subrayar, escribir en los márgenes, la escala pentatónica o las variaciones Goldberg, sonetos, el triple salto mortal, rosetones, capiteles, pizzicatos, marinas, aguadas, arquivoltas, bodegones, coreografías, decorados, telones que suben, funciones que empiezan, cuentacuentos, recitales, clases de baile, carboncillos y otras revoluciones interiores, verdaderas.


La gran minoría lectora como un rey Midas con lepra en un reino decadente, la humanidad resistiendo el asedio, el arte que embellece y hace un poco más soportable este gran absurdo azul que gira y describe órbitas elípticas alrededor del Sol. Es un alivio encontrar a alguien con quien compartir obsesiones, compinches, hermanos de tinta, alguien que te diga, mira, lee esto, aquí hay medicina de la buena, piloerecciones, puñetazos y mariposas en el estómago, asombro, sacudidas y puntos de inflexión, escapatorias, reinvenciones, canela en rama y horizontes nuevos. Es san Jorge, 23 de abril, Día del Libro, Elena me regala Guerra y guerra de László Krasznahorkai, como un exorcismo, guerra, odio, lo que no debería existir, guerra y más guerra, lo que va creciendo como un hongo venenoso por todas partes. El dragón despliega sus alas de dominio para hundir al mundo en su sombra, el santo murió hace siglos y no se le espera, hay demasiados inocentes muertos, el libro en mis manos, mártires alimentando a la bestia, numerosos son también sus siervos, me hago a un lago y comienzo a leer en voz alta, dirige su hocico hacia mí, resopla, llamaradas, todo es fuego alrededor, tal vez pueda leer un par de líneas más, un par de palabras, se acabó, László, 451 grados Fahrenheit.


Imagen: Tienda de antigüedades de Valencia, objetos del pasado.

lunes, 15 de abril de 2024

Primavera y enfermedad.

 


Abril extraño, primavera y enfermedad revueltos. Florecen los ciruelos, el mirlo canta pletórico y el digestólogo me pide una gastroscopia y una colonoscopia, por ampliar el estudio, así, para que vaya disfrutando de la brusca subida en los años conscientes y las temperaturas, el brotar de los achaques, el ruido del quebranto todavía incipiente en la salud y el despliegue de un horizonte abarrotado de nuevas e inesperadas posibilidades. No todas divertidas, claro. Agridulce. Como beberse el vino hasta la hez o batir los huevos con sus cáscaras. No negaré el bajón de ánimo, las nubes negras sobre el alero. Voy también a la neumóloga para ver si tengo apnea del sueño, porque últimamente me duermo por los rincones, y salgo de su consulta con una CPAP prescrita más la indeseable recomendación de perder peso. Lo que faltaba para el duro. Aún no tiro el escudo para huir más veloz como hizo Arquíloco de Paros pero voy alejándome, discreto, sin mirar atrás demasiado, de plazas y mercados, de estadios, ciudades, parlamentos, centros comerciales y campos de batalla.

La vida (o el vigor) va quedando al fondo, a la derecha, entre jirones de niebla. Cada analítica sanguínea supera en asteriscos a la anterior, ya pasé por el bisturí del dermatólogo debido a un carcinoma basocelular y a mis cuarenta y seis años, más cioranesco que epicúreo a veces, empiezo a intuir que voy tomando el camino de bajada o de regreso, como prefieran verlo, sendas de los elefantes hay muchas por este laberinto existencial y suelen terminar en el mismo lugar di non ritorno. Disfrutaremos de las vistas mientras podamos. Para colmo, mis vecinos ponen flamenco y bachata a lo que dan de sí sus amplificadores y yo deseo una lluvia de napalm sobre su parcela mientras escucho por evadirme las suites para chelo de Bach, interpretadas por Rostropovich. Mano de santo. Todo esto son minucias si miro el sufrimiento que hay alrededor, naderías, bobadas, bagatelas, pataletas de un niño que perdió sin estrenar el regalo más valioso de su vida, que fue la propia vida, por la borda que se fue enterita o al menos lo más importante y para no volver. Todavía soy afortunado, sé que puedo hacer algo con esa maraña de fatigas y digestiones pesadas, con la cicatriz y la neurosis, con la pérdida, la ausencia y con todo lo que me falta. Lo débil me ha dado fuerzas; lo roto, entereza.


Salvando distancia y gravedad, Masaoka Shiki escribió alguno de sus mejores haikus mientras se ahogaba en sus flemas, Edvard Munch pintó a una madre desconsolada al contemplar a su hijo deforme y llagado por la sífilis congénita; William Utermohlen, tras ser diagnosticado de Alzheimer, fue pintando una serie de autorretratos por los que se podía ver la evolución de su enfermedad, hasta que en el 2000 se retrató como un rostro deforme, sin ojos, casi sin un mínimo recuerdo de su condición humana. Carente de expresión, como un pedrusco inerte. Sobrecogedor. Terrible. La estética viene a recordarnos que la belleza y el horror suelen presentarse cogidos de la mano o de la zarpa, según el caso.


El brazo perdido de Cendrars, Cervantes o Valle-Inclán, la sordera de Beethoven, la de Goya, las cataratas de Monet, el trastorno bipolar de Vincent van Gogh, las depresiones de Tolstoi, Hemingway o Franz Kafka, la mano quemada de Django Reinhardt. Lecciones de superación personal impagables, de gente rota que logra sacar del dolor algo grande, luminoso y trascendente. Rara avis, contadas excepciones. Pulirlo. Hacer con el dolor lo que el mar hace con las piedras, que escribiera Ada Salas. Me queda mucho por hacer, ahora que la nada ya va soplando su aliento incómodo en mi nuca. Cuando pensamos demasiado en el cuerpo es que algo empieza a fallar. Crujen las junturas, fatiga de los materiales, huele a cables quemados. Hay que cambiar algo. El espejo ya no engaña, veo todos mis rostros, todas las máscaras, también la calavera que espera al final del todo, fuera del tiempo. Qué bello aquello que el gran Joseph Roth, alcohólico obstinado, escribió en Job: El dolor le hará sabio. La deformidad, bondadoso. La amargura, dulce. Y la enfermedad, fuerte. Su mirada será amplia y profunda. Su oído, fino y lleno de resonancias. Su boca callará, pero cuando abra los labios, anunciará cosas buenas. Cómo quisiera yo sacar de mis errores y flaquezas un texto pequeño, sencillo, humilde y genial, que ayudara a alguien, que acelerase su sangre, que hiciera despertar algo, un texto indestructible, aunque al final no sirva para nada, como muchas veces no sirven esos labios que se ciñen sobre unos labios fríos, como normalmente tampoco pueden nada esas manos que presionan por la vida contra un pecho que no late, la probabilidad es mínima, contra un cuerpo desmadejado, de súbito en abandono, propiedad ya de la muerte, pero continúan el noble gesto, obcecadas, siguen pulsando el tórax como quien llama a una puerta que no se abrirá de nuevo. Es bello el gesto inútil, a pesar de todo, y seguimos escribiendo también, todavía, tenaces, por lo mismo, aunque nadie nos lea, aunque siempre ya solos en la noche y sin remedio.


Imagen: Utermohlen, de William Utermohlen (2000).