jueves, 22 de junio de 2023

Zeus rabioso.


 Sepia fría con mayonesa y ralladura de lima, tosta de sardinas y unas alcachofas que quitan el sentido. Cerveza Turia, buen vino blanco de Mallorca, Quíbia, con uvas autóctonas de Felanitx. Chuletitas de cordero para Elena y pargo con verduras para mí. Sobre el postre dejamos caer los sueños de futuro como si fueran azúcar glasé. Baileys con hielo para la señora, Glenrothes para el caballero. Conversamos sobre un posible cambio de casa, una decisión trascendental, encrucijada de la vida. Queremos algo mejor para los niños, hay miedo y reticencias por lo que ansiamos dejar y por lo que pueda venir.

Somos un poco más viejos, tenemos más heridas. Hasta los caracoles se cansan de ir siempre con la casa a cuestas, el aire también quisiera echar raíces, de ahí su insistencia en horadar espesuras, su caricia sexual sobre las hojas y los cuerpos. A veces me dicen que parezco cansado, que si he pasado una mala noche, el insomnio, la migraña, pero es solo tristeza, i’ve got the blues, el peso del universo doblándome la espalda, constelaciones quebradas arañando mis ojos, saber que todavía no encontré nuestro lugar y quedan cada vez menos opciones. Merman ganas y fuerzas, ingenio, inspiración.


Hablar con confianza es peligroso también, es como tomar una tabla ouija para invocar espíritus. Tarde o temprano viene alguno de ellos para asustarnos con su palidez victoriana o hace presencia una extraña sensación gótica que nadie puede explicar. Se apagan las velas, quién las sopló, relámpagos, todo se ha enturbiado y algo nos lleva a una estancia lúgubre y fría, a un tiempo revuelto, no lineal, donde una hija, freudiana, mata con saña al padre. Metafóricamente la estocada, el daño fue bien real, irreparable. Pasarán los años y el pobre diablo volverá a sonreír, sin duda, y qué valor entonces el de esa sonrisa desdentada. El padre se refugiará en la familia que le queda, en los hijos que todavía no han desenvainado la espada, pero hay un miembro fantasma que le duele, cercenado. El talón de Aquiles queda desnudo y claramente expuesto, especialmente, para los que vienen detrás, en certera expresión de  Sánchez-Ostiz, royéndonos los zancajos, por lo general nuestros queridos vástagos. Tu quoque, Brute, fili mi?


Como somos muy básicos, el consuelo es el de siempre, larga vida al rock and roll, AC/DC a todo trapo, óleos sobre lienzo, aromas de tinta y papel, versos, vasos, destilados, floresta y pajarerías. Será el chablis adormidera amable, un poco de gruyère, la amante, la esposa, la amiga, la que salva y destruye con su sexo, esa pequeña y deliciosa muerte, también el juego con los niños, no solo de pan vive el hombre, la pequeña bebé en brazos y su efecto sedoanalgésico, opiáceo.


En la olla reposan los calamares encebollados mientras termina de cocerse el arroz blanco. Algunos textos ferrufinos alternados con otros textos cerezales, Madrid-Cochabamba a mano por aquello de no andar solo en las malas. Y el recuerdo de Pasaia Donibane, canciones marineras y acordeones, los amigos de Errenteria, la librería Noski!, la elegante Hondarribia y su asador Abarka, el castillo observatorio de Hendaya y ese viaje casi místico por la costa, hasta san Juan de Luz. Txakoli y sidra en el maletero para el viaje de vuelta y sobre el regazo, bien sujetas que vienen curvas, unas baguettes francesas con queso y jamón dulce.


Soy fiel y retorno siempre a lo que alguna vez me pellizcó el corazón para hacerme sentir vivo. No vamos a regresar empecinados solamente a los errores que condicionaron sin remedio nuestra existencia. Me apoyo en esos instantes pasados que no fueron porque lograron que me olvidara de mí y de las circunstancias que suelen ser adversas a poco que uno sea un niño ingenuo y curioso entrando libre y solo en la boca de lobo que es el mundo adulto. Hay cosas que borraría y otras que quisiera cambiar. Sé que no es posible y hay que vivir con ello. Y tratar de repararlo. Todos somos Sísifo, yo sería con gusto el humilde aprendiz de aquellos que extenuados, rotos, se detienen un momento a disfrutar del paisaje antes de volver a bajar la montaña para cargar nuevamente su piedra. Y escuchar como un grato rumor lejano, dulce melodía de cítara, a Zeus rabioso y derrotado rasgarse las vestiduras.


Imagen: Ánfora griega con la representación de Zeus.

martes, 13 de junio de 2023

El moribundo.


 A la sombra del ficus, un anciano enfermo sentado sobre el andador con la bata hospitalaria entreabierta, parece un sabio ateniense de la escuela estoica hablando pausadamente con sus familiares como si fueran discípulos. Qué dominio de los silencios, ahora que tiene un pie puesto al otro lado de la muerte creo que va aprendiendo su idioma. Saborea el instante, se está bebiendo la copa de la vida que le queda hasta la hez, ni una arruga torcida en el rostro, no hay tensión o sufrimiento en su semblante, solo aceptación y puede que, esto ya es una impresión mía, el más profundo agradecimiento. Parece un hombre bueno, quiere ahorrar a los suyos alguna ración de dolor innecesario. Mientras Elena espera a ser atendida en dermatología, paso varias veces junto a ellos paseando a Claudia en su carrito de bebé.

Se acerca el mediodía y el tráfago en el jardín central del Hospital General es como el de un zoco turco. Pacientes, trabajadores, visitantes, cientos, miles, como hormigas nerviosas, aceleradas, tropezándose, cada uno a lo suyo sin reparar en los demás, portando anteojeras en el alma para ver tan solo el éxito propio, claro, allá a lo lejos, siempre lejos, exclusivo, por encima del prójimo, y la felicidad constante tan deseada que a veces se posa en el mínimo campo de visión por unos segundos para de súbito desparecer nuevamente dejándonos una herida honda como un precipicio, estúpida, inexplicable. Éxito y felicidad, a cualquier precio, de nada valen, son el yugo que con más saña estrangula a los esclavos, pobres caballos de carreras que se autofustigan hasta la postración.


Y nadie observa al moribundo, todos apartan la vista ante el desahucio, parece que solo yo, que voy dando vueltas por los jardines, haciendo tiempo, leyendo carteles con los nombres de los árboles, me fijo en su porte de dios no sé si destronado o a punto de coronarse, tal vez las dos cosas. Qué gran verdad en un hombre tan encogido, qué gran altura en lo bajísimo, cuánta luz en las sombras de lo humano. Impagable el magisterio. Caen sobre sus hombros, con la brisa que anuncia tormenta, las flores amarillas de la tipa blanca hablando de fragilidad y fortaleza, de muerte y resurrección.


Imagen: Roble australiano del Hospital General de Valencia.

domingo, 4 de junio de 2023

Conversaciones.


 Hablemos de la infancia. Cada mayo, Sergei subía con su padre a las montañas cercanas a Járkov para recolectar tomillo, fresas silvestres y flores de tilo. Después las cortaban, las ponían a secar y en invierno preparaban infusiones para rehidratarse en la sauna. El padre murió hace años, el escenario puede que esté devastado, solo queda la insurgencia del recuerdo. Esa rara dignidad. Todo aquello tal vez sea hoy un mundo abolido que trata de aferrarse a la memoria de Sergei. Ningún mundo quiere morir, ni los pavorosos ni los felices. La Ucrania de mi amigo se colapsa, su espejo niño va perdiendo el azogue. Se impone el presente. Fosas comunes, explosiones, metralla, ruina, ejércitos, hambre, violaciones, puerca y asquerosa geopolítica, debacle de un tiempo pasado que no volverá a existir, chiquillos desdibujándose, qué lejos la belleza de unos ojos inocentes mirando sin culpa.

Compartir viejas historias roza lo mágico, es calentarse con un fuego extinguido. Y viene hacia mí la avenida de la Malvarrosa, en oleadas, reverberaciones, a mediados de los ochenta, avenida de luz donde yo jugaba a descubrir el mundo cuando el miedo aún era pequeño como un avispero y emocionaba el corazón. Todo era aventura sin daño, la derrota no tenía consecuencias. Cada día, críos descarados, cimarrones, salíamos ilesos de la muerte. No había repetición, las cosas nacían y se esfumaban en el instante. Veranos eternos en casa de mis abuelos, en los bloques de los astilleros. La plaza de Orotava, Cavite, la iglesia de Vera, aquella fábrica abandonada en la que entrábamos por un agujero en uno de sus muros para buscar fantasmas. El arroz con leche de mi abuela, los cuentos del abuelo Luis, las paredes llenas de relojes, las literas como barcos piratas y el botijo de agua con un chorrito de anís esperándonos, prohibido, irresistible, en la galería. De aquello casi no me queda nada aunque algo quede. Un sutil sabor en el cielo de la boca, que se diluye, y no puedo definir. Mitos y leyendas particulares, íntima literatura, zarandajas que, sin embargo, ayudan a mantenerse en pie.


Sergei va lijando tablones de pino mientras yo me pongo a cocinar la fideuá. A ratos conversamos, cerveza va, cerveza viene, sobre jenízaros y jázaros, las invasiones mongolas del siglo XIV, arte sumerio, Le Corbusier, las sillas de estilo viena, Mies van der Rohe y su menos es más, los relojes de estilo bauhaus, Tiepolo, Brunelleschi y su cúpula genial en Santa Maria del Fiore, Gutiérrez-Solana y sus tinieblas, el ron nicaragüense, la Cábala, Alberto Durero y muchos otros temas que van surgiendo atropelladamente y vamos poniendo sobre la mesa con sumo cuidado, como las cartas de un tarot que dice certero lo que somos por todo lo que hemos amado y un día perdimos. En esa ausencia que se agranda, nuestra vida y nuestros sueños, la gran caída, nuestra hermandad. Ahí colocamos los pedazos, las ganas de levantarse y seguir viviendo.


Imagen: Giovanni Domenico Tiepolo, Pulcinella enamorada (1797).